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Bill Alberts, el pastor del Contragolpe

Fijando límites

Fuentes: CounterPunch

Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández


Los estadounidenses quieren ser amados pero son temidos en todo el mundo. Los estadounidenses se consideran a sí mismos justos y honestos pero su horripilante comportamiento diario viola de continuo el derecho internacional y los derechos humanos básicos.

Creemos ser agentes de la libertad, pero la mayoría de nosotros nos negamos a considerar las consecuencias éticas de nuestras agresiones imperiales. Preferimos no saber lo que está haciéndose en nuestro nombre, no queremos ver las pilas de cadáveres que anegan las distantes orillas del mundo de ataques con aviones no tripulados y misiles estadounidenses. No queremos saber, porque esa investigación pone en peligro los principios esenciales de nuestra propia identidad, debilitando el reconfortante tejido de nuestras creencias y haciendo añicos la espectral ilusión de nuestra psique nacional.

¿Qué se necesita para excitar las terminaciones nerviosas morales de EEUU?

Bombardear niños con bombas de racimo o arrasar fiestas de boda con ataques de aviones no tripulados no parece que lo consiga ya. Ni la tortura. Oh, sí, seguro que se ahogó un grito ante las espeluznantes fotos de soldados estadounidenses riéndose mientras pinchaban con electrodos a desnudos cautivos iraquíes o amenazaban a angustiados prisioneros con los gruñidos de perros pastores alemanes. Pero la indignación se desvaneció pronto y las escenas adquirieron pronto la familiaridad de una reposición de los Soprano.

Naturalmente que la tortura no es nada nuevo. Uno de los aspectos más sombríos de la historia imperial estadounidense ha sido la implicación de la CIA con la tortura, como instructores de la Escuela de las Américas, como médicos o contratistas de manos experimentadas en Egipto, Sudáfrica u Honduras.

Desde sus inicios mismos, la CIA mostró un interés entusiasta por la tortura, estudiando ávidamente las técnicas nazis y protegiendo a exponentes de la misma como Klaus Barbie. La línea oficial de la CIA postula que la tortura es mala e ineficaz. Que indica, de hecho, bancarrota moral. No obstante, en numerosas ocasiones ha demostrado ser diabólicamente eficaz. En los meses posteriores al ataque del 11/S, algunos columnistas jaleaban las «drogas de la verdad», como Jonathan Alter del Newsweek, para que se utilizaran en la guerra contra Al-Qaida. Ese entusiasmo fue compartido por la Marina estadounidense tras la guerra contra Hitler, cuando sus oficiales de inteligencia se pusieron tras la pista de las investigaciones del Dr. Kurt Plotner sobre el «suero de la verdad» en Dachau. Plotner dio a los prisioneros judíos y rusos altas dosis de mescalina y después observó su comportamiento, en el que expresaron odio hacia sus guardianes e hicieron confesiones acerca de su propia estructura psicológica.

Como parte del proyecto MK-ULTRA, la CIA financió al Dr. Ewen Cameron en la Universidad McGill de Montreal. Cameron fue un pionero en técnicas de privación sensorial. El médico encerró una vez a una mujer en una pequeña caja blanca durante 35 días, privada de luz, olor y sonido. Los doctores de la CIA se sorprendieron ante este «experimento». Por sus propias «investigaciones» realizadas en tanques de privación sensorial, en 1955 averiguaron que en menos de cuarenta horas se habían inducido graves reacciones psicológicas. Se empieza a torturar, incluso en nombre de la «ciencia», y es fácil dejarse llevar…

En 1968, la CIA se sintió frustrada de su incapacidad para destrozar a presuntos líderes del Frente Nacional de Liberación de Vietnam con sus métodos habituales de interrogatorio y tortura. Así que la Agencia empezó a adoptar métodos más agresivos. En uno de los casos, anestesió a tres prisioneros, les abrió el cráneo y plantó electrodos en sus cerebros. Les reanimaron, les metieron en una habitación y les dieron cuchillos. Los psicólogos de la CIA activaron entonces los electrodos, esperando que los prisioneros se atacaran unos a otros. No lo hicieron. Se retiraron los electrodos, se fusiló a los prisioneros y se quemaron sus cuerpos. (Para un relato completo de estas y similares atrocidades, véase el excelente libro de Douglas Valentine sobre la CIA en Vietnam: The Phoenix Program.)

En los últimos años, EEUU ha sido acusado por la ONU y también por organizaciones de los derechos humanos, como Human Rights Watch y Amnistía Internacional, de tolerar la tortura en las prisiones estadounidenses con métodos que van del confinamiento solitario durante veintitrés horas al día en cajas de hormigón durante años y años, a activar descargas de 50.000 voltios a través de un cinturón que obligan a llevar a los presos. Muchos de los guardias de la policía militar de las prisiones de Abu Ghraib y Bagram se habían ganado sus galones trabajando como guardias en prisiones federales y estatales, donde los abusos oficiales son un hecho cotidiano casi inadvertido por la prensa corporativa. De hecho, Charles Granier, uno de principales torturadores en Abu Gharaib y amante de Lynndie England, la Torturadora de la Caravana, trabajaba como guardia en la infame Unidad Correccional Green de Pensilvania y después de su misión en Iraq volvió a trabajar allí antes de que le arrestaran, le juzgaran y le condenaran por sus sádicas actividades en Iraq.

Tenemos también la historia de Abu Wa’el Dhiab. Atrapado durante las incursiones por Pakistán en 2002, el Sr. Dhiab fue brutalmente interrogado en numerosas ocasiones, trasladado de una prisión controlada por la CIA a otra antes de arrojarle a los sombríos corredores de la Bahía de Guantánamo. En aquella época, se habían esfumado ya las sospechas de que Dhiab pudiera ser un terrorista. En 2009, se autorizó su puesta en libertad, pero el padre de cuatro niños sigue encerrado en su celda. Nunca ha sido acusado ni juzgado. Tras tantos años de confinamiento, su salud empezó a deteriorarse. Últimamente se ha visto confinado a una silla de ruedas. Con pocas esperanzas de poder volver a casa y ver de nuevo a su familia, Dhiab empezó una huelga de hambre en 2014. Dijo que prefería morir a tener que seguir viviendo una existencia tan reducida y sin esperanza. Pocos días después de iniciar la huelga de hambre, los guardias de Gitmo entraron en su celda, le trasladaron a una sala médica, le engrilletaron a una camilla y le insertaron tubos de alimentación en la nariz y garganta y empezaron a alimentarle con nutrición líquida contra su voluntad. El proceso de alimentación a la fuerza ha sido condenado por la Comisión de los Derechos Humanos de la ONU y la Asociación Médica Mundial por constituir una forma de tortura humillante y penosa.

Según declararon los abogados del gobierno, esas crueldades gratuitas se le infligían por su propio bien. En otras palabras, que el Sr. Dhiab debería estar agradecido por una experiencia tan terrible y por ser el receptor de una tortura tan compasiva.

Por consiguiente, la tortura destruye al torturado y corrompe a la sociedad que la sanciona. ¿Hasta dónde estamos dispuestos a tolerar? ¿En qué punto los estadounidenses fijaremos los límites? ¿Qué es lo que necesitamos para despertar de nuestro letargo moral? ¿Cómo es que una de las naciones más conscientemente religiosas del mundo tolera pasivamente y racionaliza violaciones extremas de preciados códigos de conducta ética? ¿Cuándo vamos a rebelarnos ante los horrores perpetrados por nuestro gobierno y tratar de recuperar el control popular sobre nuestra fragmentada democracia? Estos son los temas fundamentales que el Rev. William E. Alberts plantea en una convincente colección de ensayos.

Pocos escritores están en mejor posición que Bill Alberts para conformar estas investigaciones. Alberts, veterano de la II Guerra Mundial, volvió del Pacífico y se sintió motivado para trabajar en adelante en aras de la paz y la justicia social, en la atención a los pobres y desfavorecidos. Obtuvo un master en Teología en el Seminario Teológico de Wesley (justo en la puerta de al lado de mi alma mater, la American University, en Washington DC), seguido por un doctorado en psicología y terapia pastoral por la Universidad de Boston. En 1965, fue nombrado copastor de la Iglesia del Viejo Oeste en el corazón de Boston, donde puso en marcha sus programas sociales.

Fue una época tensa en Boston, ya que tanto los movimientos por los derechos civiles como los antibelicistas estaban empezando a incomodar a las elites. Bill estaba justo en medio de todo, informando sobre la violencia policial contra los hippies que acamparon en Boston Common, participando en las protestas contra la guerra, dando refugio a la Brigada procubana Venceremos, facilitando una conferencia de todo el grupo pidiendo la investigación por racismo contra un miembro de la propia jerarquía de la Conferencia Metodista y escribiendo artículos sobre estas cuestiones que se publicaban en The Boston Globe.

En 1971, Albert celebró el matrimonio homosexual de dos mujeres en la Iglesia del Viejo Oeste. A pesar de contar con el apoyo del Comité de Relaciones Parroquiales de la Iglesia, la ceremonia, al igual que algunas otras implicaciones, puso nerviosa a la jerarquía de la Conferencia Metodista, en cuyo Libro de Disciplina se advierte que «la homosexualidad es incompatible con la enseñanza cristiana».

Aún así, dos años más tarde, Alberts presidió el matrimonio homosexual de dos hombres, feligreses de la iglesia, que habían sido ambos estudiantes de la Escuela de Teología de la Universidad de Boston. Este matrimonio enfureció al obispo de la iglesia y pocos meses después la Conferencia inició una serie de actuaciones para jubilar forzosamente de su puesto a Alberts, a pesar del hecho de que los miembros del Consejo de la Iglesia del Viejo Oeste para los Ministerios se habían unido en su defensa.

Ahí fue cuando las cosas se pusieron feas. El obispo de Alberts y otros dirigentes de la Conferencia lanzaron una feroz campaña de difamación pretendiendo desprestigiarlo no sólo como pastor de la iglesia, sino como hombre. Los dos dirigentes de la iglesia encontraron la pista del antiguo psiquiatra de Alberts, le indujeron a romper la confidencia de sus sesiones psiquiátricas y utilizaron estas acusaciones para etiquetar públicamente a Alberts de «enfermo mental». Alberts contrarrestó de inmediato esta impactante traición a su vida privada ofreciéndose para que le examinaran otros dos psiquiatras y un psicólogo, que le declararon sano mental y emocionalmente. El obispo ignoró estas evaluaciones y Alberts fue despedido.

Pero la historia no acabó ahí. Alberts inició una demanda, acusando al psiquiatra y al obispo de violar sus derechos privados. Después de doce años de vistas y apelaciones, el Tribunal Supremo de Massachussets falló a favor de Albert, responsabilizando al psiquiatra y al obispo de violar sus derechos. La histórica sentencia fijó un precedente a la hora de proteger los derechos de los trabajadores y de los denunciantes contra ilegales incursiones en sus asuntos privados por parte de jefes que intentan expulsarles de sus empleos.

Esta deprimente experiencia sólo sirvió para endurecer la determinación de Alberts. Como ministro de la Iglesia Comunitaria no sectaria de Boston, ayudó en los esfuerzos de Nueva Inglaterra para dar refugio a los refugiados guatemaltecos que huían de los escuadrones de la muerte financiados por EEUU que estaban devastando su país. En 1989, Bill formó parte de un equipo que fue a El Salvador para investigar un ataque del ejército contra un hospital del campo rebelde, donde diez personas fueron asesinadas y dos trabajadoras sanitarias violadas.

Durante casi veinte años, Alberts sirvió también como capellán de hospital en el Boston Medical Center, donde comprendió de primera mano cómo los traumas, la enfermedad y la muerte pueden alterar radicalmente las vidas de las familias estadounidenses. Alberts escribió sobre sus experiencias allí en un evocador libro de memorias, A Hospital Chaplin at the Crossroads of Humanity, publicado en 2012.

Me encontré por vez primera con Bill en 2004, cuando en mi bandeja de entrada de CounterPunch aterrizó una presentación titulada «Engaños basados en la fe». El ensayo estaba redactado con calma, meticulosamente argumentado, demoliendo las falsas devociones de la hinchada de Bush utilizando la cobertura de la religión en pos de una agenda despiadada en el exterior y crueles políticas económicas en casa. En los diez años siguientes, continuaron llegando sus ensayos, uno tras otro, sobre aviones no tripulados, guerra, tortura, atención sanitaria, desigualdad económica, intolerancia. Alberts, abuelo de seis y bisabuelo de otros seis, cumplirá pronto 88 años, pero su voz es tan clara y resonante como siempre.

Bill Alberts es un moralista pero nunca un moralizador. Alberts comprende la debilidad y los fallos humanos. Los ha visto de cerca. Y se dedica a cuidar de los daños. Como testigo que es de la historia salvaje de nuestra generación, Alberts sostiene que la debilidad no es nuestro enemigo. La indiferencia ante el sufrimiento es el verdadero enemigo; la indiferencia, la falta de empatía es lo que nos debilita de nuestra posición moral.

La verdadera lucha de nuestra generación consiste en resistir ante las maquinaciones del sistema político que hace que la gente entre en un estado de impotencia, que se convierta en meros objetos de explotación, en cosas. Abstenerse de esta lucha es, en esencia, confirmar los crímenes que se perpetran en nuestro nombre. Nuestra humanidad tiene sentido sólo en la medida en que defendemos la humanidad de los demás.

(Extracto del prólogo del nuevo libro del Rev. William E. Alberts: « The CounterPunching Minister   (Who Couldn’t be ‘Preyed’ Away ).

Jeffrey St. Clair es editor de CounterPunch. Su nuevo libro es: Killing Trayvons: an Anthology of American Violence (con JoAnn Wypijewski y Kevin Alexander Gray). Se le puede contactar en : [email protected] .

  

Fuente: http://www.counterpunch.org/2014/12/12/drawing-the-line/