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Una necrológica anticipada

Fraga Iribarne

Fuentes: Colectivo Cádiz Rebelde

Hace aproximadamente diecinueve años, el entonces máximo dirigente de Alianza Popular, Manuel Fraga Iribarne, por alguna causa que no recuerdo, pero que supongo de fuerza mayor (alguna campaña electoral, o algo por el estilo), se vio en el brete de tener que adentrarse en territorio comanche. Quiero decir que tuvo que viajar al -para él- […]

Hace aproximadamente diecinueve años, el entonces máximo dirigente de Alianza Popular, Manuel Fraga Iribarne, por alguna causa que no recuerdo, pero que supongo de fuerza mayor (alguna campaña electoral, o algo por el estilo), se vio en el brete de tener que adentrarse en territorio comanche. Quiero decir que tuvo que viajar al -para él- siempre hostil País Vasco, concretamente a Bilbao, ciudad en la que, entre otras actividades, participó en un programa radiofónico local, en vivo y en directo, que emitía Herri Irratia (Radio Popular), emisora fundada por el obispado bilbaíno e integrada en la Cadena COPE, o ROUCOPE, como también se le conoce ahora en ciertos entornos anticlericales y teófobos del reino borbónico.

La cosa es que el formato del magazine incluía un buen rato de conversación improvisada y sin censura con los oyentes y, así, entraron en antena las típicas intervenciones a favor y en contra (muchas más en contra que a favor) del que fuera ministro de Franco, que Fraga Iribarne capeó como pudo. Todo marchaba, más o menos, dentro de lo asumible por el autoritario político y de lo previsto por la dirección del programa, cuando una llamada produjo la hecatombe.

Una persona que se identificó como periodista interrogó abiertamente al invitado si no era cierto que, por motivos de maquillaje curricular, había falseado su biografía, al menos, en lo referente a su genealogía más inmediata. Ante la extrañeza del locutor por la pregunta, el oyente aclaró: «Lo digo porque es vox populi que la madre de Fraga Iribarne, en su juventud, trabajó de sirvienta en la mansión vizcaína de los Ybarra, quedando embarazada de su amo y señor, por lo que, para evitar el escándalo, el oligarca pagó a un tal Fraga, un gallego emigrante en Cuba, para que se casara con la muchachita vasca y ejerciera de padre putativo del lustroso bebé al que llamaron Manolito, corriendo él con los gastos de la excelente formación que recibió, y a la que, de otro modo, no hubiera tenido acceso».

Como ya habrán imaginado, el programa finalizó en aquel mismo instante entre las azoradas protestas del presentador mezcladas con los bufalinos resoplidos de cólera del ínclito Jefe de la Oposición, que estuvo a punto de sufrir una apoplejía. Sin embargo, hay que decir que, muy curiosamente, no se interpusieron querellas contra el periodista, autor de la fácilmente rastreable llamada, ni hubo posteriores desmentidos a sus manifestaciones.

Pero el asunto no terminó allí. El ex falangista Luis del Olmo Marote, que en aquellos años conducía su espacio «Protagonistas» en la COPE, se sintió obligado a organizar, en nombre de la empresa mediático-religiosa de la Conferencia Episcopal, un acto de desagravio a la memoria de la santa madre de Manuel Fraga Iribarne en el cementerio de Villalba (Lugo), donde reposan sus restos mortales. Descanse en paz, pues, la pobre mujer, que, habiéndolo concebido con la colaboración de Fraga o de Ybarra, no debe ser juzgada por las tropelías cometidas por su hijo.

Les relato esta historia, más propia de Salsa Rosa que de una publicación alternativa, porque es poco conocida y para eso estamos, pero también porque hace tiempo que tenía ganas de escribir, aunque sólo sea ordenando datos para el conocimiento de los más jóvenes, una semblanza «no autorizada» de este carcamal que ha pasado por la Historia de las Españas como un rinoceronte por un almacén de porcelanas y que, según los últimos signos externos, está ya en la lista de espera de San Martín.

Más de siete años de ministro de la dictadura

Fraga, desde su adolescencia, fue un fascista convencido, afiliándose muy joven a la Falange Española de las JONS, donde empezó su carrera política que le llevaría a ocupar, en 1951, el cargo de secretario general del Instituto de Cultura Hispánica; en 1953, el de secretario general del Consejo Nacional de Educación; entre 1955 y 1958, el de secretario general técnico del Ministerio de Educación; entre 1958 y 1962, el de secretario de la Comisión de Asuntos Exteriores de las Cortes; y en 1961, el de director del Instituto de Estudios Políticos, ingresando, además, en el Cuerpo Diplomático en calidad de consejero de Embajada. Al mismo tiempo que desempeñaba los cargos citados, fue consejero nacional, procurador en Cortes y miembro del Consejo de Estado. Todo un insuperable carrerón al calor de la lumbre franquista. Sin embargo, hasta el 10 de julio de 1962, fecha en que Franco nombró el primer gabinete de la etapa que se conoce como «el desarrollo», pocos españolitos, españolitas y anexionados conocían a Manuel Fraga Iribarne.

Aquel día, en medio de una nómina ministerial que incluía a personajes de tan infausto recuerdo como Agustín Muñoz Grandes, Luis Carrero Blanco, Camilo Alonso Vega, Pedro Nieto Antúnez, Manuel Lora Tamayo, Jorge Vigón, Gregorio López Bravo, Alberto Ullastres, Mariano Navarro Rubio, José Solís Ruiz y algunos otros de apellidos menos conocidos (la mayoría militares golpistas, miembros del Opus Dei o ambas cosas a la vez), la opinión pública «descubrió» que el amenazador paquete gubernamental incluía de matute una «gran esperanza blanca», un «renovador» de brillante expediente universitario que auguraba brisas «progresistas». Además, el dictador le había designado titular de la cartera de Información y Turismo. Ni más, ni menos.

Más de siete años estuvo en el cargo Manuel Fraga, hasta que su enemistad personal con su colega Faustino García Moncó, a la sazón ministro de Comercio, le llevó a romper la discreción con que habitualmente se trataban los temas de corrupción entre los políticos del régimen, haciendo sangre mediática del escándalo financiero MATESA (Maquinaria Textil del Norte de España, S.A.), en el que estaba implicado su compañero de gabinete y que -algo insólito- saltó a los titulares de la prensa el 9 de agosto de 1969. La «traición» al corporativismo imperante le costaría el puesto apenas dos meses y medio después, cuando en la consiguiente «crisis», tras recibir la visita del inevitable motorista, fue relevado al frente de la cartera de Información y Turismo por Alfredo Sánchez Bella el 28 de octubre, festividad de San Judas. Luego, ya ven lo que son las cosas, el augusto Franco -«augusto» en la tercera acepción del término, según la vigésima segunda edición del Diccionario de la Real Academia Española de la Lengua-, haciendo uso de su «gracia divina», indultaría a García Moncó y, tras someter durante casi cuatro años a Manuel Fraga al ostracismo purificador, lo degradaría destinándole a la «pérfida Albión», en calidad de vulgar Embajador, entre 1973 y 1975.

Una Ley de Prensa de Hansel y Gretel

Pero, sin duda, lo más sonado de esa larga etapa de la vida de Fraga Iribarne fue su Ley de Prensa e Imprenta -aportaría también al régimen su Estatuto de la Publicidad-, aprobada por las Cortes el 15 de marzo de 1966 y que iba a sustituir a la de prensa y propaganda de 1938, dictada en plena guerra y que todavía continuaba vigente.

En teoría, la nueva normativa iba a procurar una mayor libertad de expresión, estableciendo un registro legal de publicaciones y suprimiendo el trámite de la censura previa. Aunque, como nos enseñó el cuento de Hansel y Gretel, en las apetecibles casitas de chocolate siempre habita una cruel y fea bruja, que en aquella ley se llamaba «Artículo 2º» y que posibilitaba considerar cualquier cosa como infracción punible, contemplando un extenso abanico de sanciones administrativas directas -sin necesidad de resolución judicial-, desde multas económicas hasta la clausura del medio que osara cuestionar lo establecido, aunque fuese mínimamente.

Y, además, siempre quedaba el recurso al veto preventivo, como en el caso del cantautor catalán Joan Manuel Serrat, que fue sustituido a última hora por una jovencísima y cándida Massiel como representante de las Españas en el Festival de Eurovisión de 1968.

España es diferente

Cuentan las crónicas que en los últimos años de la década de los 60, en cierta discoteca de la Costa Brava, un genuino ejemplar de macho celtibérico, ante el singular espectáculo de una eufórica parroquiana sueca, atiborrada de güisqui de garrafa, despojándose de su sujetador en plena pista, exclamó a voz en grito: «¡Viva Fraga Iribarne!». Se refería, claro, a la «apertura» promovida por el «joven» ministro. Para aquel reprimido patán, un par de tetas escandinavas amnistiaba -amnistía y amnesia tienen la misma raíz semántica- la directa responsabilidad de Manuel Fraga como miembro de los gobiernos de la dictadura que firmaron las penas de muerte del libertario catalán Jordi Conill (octubre de 1962, no ejecutado), del comunista Julián Grimau (abril de 1963, ejecutado), de los anarquistas Francisco Granados y Joaquín Delgado (agosto de 1963, ejecutados) y de los presos sociales Raimundo Medrano y Eleuterio Sánchez (mayo de 1965, no ejecutados). Eso por no hablar del Estado de Excepción declarado en agosto de 1968 en las «provincias traidoras» vascas, prorrogado durante tres meses en Guipúzcoa y ampliado a todo el Estado a partir del 1 de enero de 1969, en el que se detuvo y torturó a discreción.

Imposible compensar tanto horror.

Han transcurrido cuarenta años, pero le pueden preguntar sobre el particular al aún silenciado dramaturgo Alfonso Sastre, o a los que queden vivos entre los otros 101 intelectuales que el 30 de septiembre de 1964 dirigieron una carta al flamante ministro de Información protestando por la brutal represión policial de la huelga en las cuencas mineras asturianas y la posterior censura informativa sobre la misma. Varios de los detenidos acabaron sus días en tétricos manicomios, y uno murió tras su paso por la Inspección de Policía de Sama de Langreo. A aquel escrito, Manuel Fraga respondió a su manera, acusando a los firmantes de pretender «desacreditar unas instituciones, sin tener en cuenta el grave daño que se puede hacer al buen nombre de España».

En vano se esforzó Fraga Iribarne empleando todo su empeño en lavar la imagen del criminal régimen. No pudo ser. Así, pese a la machacona promoción de la consigna «España es diferente» en una prolongada campaña mediática sin precedentes, la trágica realidad represiva se impuso una y otra vez a la falsa comedia. Si por un lado se celebraba con bombo y platillos el recibimiento al turista «once millones», por el otro se creaba el farsista Tribunal de Orden Público. Y si se organizaban conciertos del conjunto de moda «The Beatles» en Madrid y en Barcelona, las notas de Let it be no conseguían amortiguar los gritos de indignación de los habitantes de Palomares.

El caso Palomares

El 17 de enero de 1966, un bombardero B-52 de los EEUU que transportaba cuatro bombas «H», se estrelló, hundiéndose en el Mediterráneo, a la altura de la pequeña localidad de Palomares, en el norte del litoral almeriense. Una de las bombas fue a parar al mar, mientras las otras tres caían en los terrenos próximos. La laxa negligencia de las autoridades puso en serio riesgo la salud pública y el medio ambiente al no intervenir inmediatamente en la zona afectada.

Hubo que esperar varios días hasta que las Fuerzas Armadas yanquis -responsables en primera instancia de la catástrofe- se dignaron aparecer por allí y se hicieron cargo de las operaciones de rescate, descubriendo una fuga radiactiva en una de las bombas caídas en el campo. En un desesperado intento de ocultar a la opinión pública la verdadera situación y frenar el negativo impacto en el turismo internacional, el hombre de recursos que siempre fue Fraga Iribarne, en compañía del embajador de los EEUU, Angier Biddle, organizó un circo propagandístico-mediático consistente en un baño ante las cámaras para «demostrar» la ausencia de peligro y lo «infundado» del temor popular.

La astracanada tuvo lugar el 7 de marzo de 1966, justo un mes antes de que, al fin, fuera rescatada la bomba sumergida. Sumergida, por cierto, a bastantes kilómetros del lugar en que se bañaron los «arrojados» Fraga y Biddle.

El asunto no habría pasado de ser una bufonada más de una dictadura naranjera, si no fuera porque los habitantes de Palomares sufrieron las consecuencias de la contaminación de sus cosechas y de sus playas, habiéndose detectado posteriormente secuelas genéticas.

Para colmo, con la cicatería que caracteriza a los gobernantes a la hora de repartir la pólvora del rey entre quienes no sean ellos mismos, las indemnizaciones, pagadas tarde y mal, bien se pueden calificar de miserables. Si quieren saber más sobre el particular y tienen ocasión, lean «Palomares», el libro en que mi querida amiga, la escritora Luisa Isabel Álvarez de Toledo, narra espléndidamente aquellos sucesos y que -se veía venir- fue más que parcialmente censurado en el Estado español gracias a la Ley de Prensa e Imprenta de Manuel Fraga. Afortunadamente, la UNED lo recuperó hace un par de años, publicándolo en formato electrónico en su colección «Aula abierta»

Luisa Isabel, la única noble noble que conozco, consciente de los riesgos que entrañan las radiaciones nucleares, se implicó activamente en las manifestaciones que llevaron a cabo los sufridos habitantes de Palomares, lo que le costó una condena del TOP a un año de prisión (cumplió nueve meses en la cárcel de mujeres de Alcalá de Henares), diez mil pesetas de multa y el exilio.

A dictador muerto, rey puesto… y ministro de la Porra que lo guarde

Así llegamos a la muerte del dictador, al nombramiento como Jefe de Estado de su sucesor y al regreso a primera línea política del incombustible Fraga, ahora convertido nada menos que en vicepresidente para asuntos de Interior y en ministro de la Gobernación del último gobierno de Carlos Arias Navarro, el carnicerito de Málaga.

Nadie que las viviera puede olvidar las fechas. Desde el 12 de diciembre de 1975 hasta el 7 de julio de 1976, Manuel Fraga Iribarne fue el responsable de todo el horror vivido en el Estado español, que fue mucho, muy especialmente en el País Vasco.

Durante la etapa inicial de la restauración borbónica, la represión fue generalizada, alcanzándose cotas de detenciones y de torturas no recordadas desde los primeros años de la sublevación franquista.

En Vitoria, por ejemplo, el 3 de marzo de 1976, la Policía disparó fuego real contra una concentración de trabajadores, asesinando a dos obreros y a un estudiante (posteriormente morirían dos personas más); en Basauri (Vizcaya), resultaría muerto Vicente Antón Ferrero el día 8, durante las protestas por los sucesos de Vitoria; y en Montejurra (Navarra), el 9 de mayo del mismo año, un comandante del Ejército, José Luis Marín García-Verde, al frente -junto con el mismísimo presidente del Consejo de Estado, Oriol y Urquijo- de un grupo de fascistas, disparó su pistola contra los participantes en el tradicional Vía Crucis carlista, asesinando a Aniano Jiménez Santos y a Ricardo García Pellejero.

Fraga, padre de la Constitución. Así salió.

El 21 de octubre de 1976, en el madrileño hotel Mindanao, se presentó en sociedad el engendro neofascista Alianza Popular, liderado, claro, por Fraga Iribarne, que intentaba así aglutinar a todas las familias del Régimen. Consiguió el apoyo de los franquistas López Rodó, Fernández de la Mora, Licinio de la Fuente, Silva Muñoz, Thomas de Carranza y Cruz Martínez Esteruelas, quienes, junto a él, fueron bautizados por el ingenio popular como «los siete magníficos».

Pero, de nuevo, Fraga demostró tener más dotes camaleónicas que los demás, aunque algunos lo calificaron, simplemente, de chaquetero. Las demostró cuando, en el I Congreso de AP, se alejó del discurso continuista de sus compañeros, apostando por apoyar el advenimiento de un sistema constitucional al estilo europeo, lo que él llamaría «la derecha sociológica».

Por la pusilánime política de «reconciliación» impulsada por la presunta izquierda y por la tácita «ley de punto final» que se escondía tras la Reforma, el fascista Fraga Iribarne quedó reconvertido por arte de birlibirloque en el «demócrata de toda la vida» Manuel Fraga. Y después de eso, ya cualquier cosa era posible. Hasta que se le encargara formar parte del grupo de sesudos juristas que habrían de articular la Constitución de la monarquía, como efectivamente sucedió, con el resultado por todos conocido.

Camino de Santiago

Cuando Fraga Iribarne, al morir el dictador, regresó de su purgatorio londinense, fracasó en su intento de hacerse con la presidencia del Gobierno, cargo que, en su prepotencia, llegó a pensar que le pertenecía por derecho. Después, entre UCDs y PSOEs no consiguió pasar de diputado, conque tras las elecciones del 22 de junio de 1986, a la vista del estancamiento sufrido por la Coalición Popular (AP+PDP+PL) y de la consiguiente fuga de sus socios del PDP y del PL al Grupo Mixto, a Fraga no le quedó más remedio que dimitir como presidente de Alianza Popular, después de cambiar a su secretario general Jorge Verstrynge por el hoy presidente de la Comunidad Autónoma de Madrid, Alberto Ruiz Gallardón, que jugó el papel de correturnos a la espera de que el líder encontrara un sustituto definitivo. Por fin, el 7 de febrero de 1987, el andaluz Antonio Hernández Mancha fue nombrado nuevo presidente de Afananza Pandillar, como llamaba Forges al engendro.

«Cuando no hay pan, buenas son tortas», dice el refrán. Así, si no pudo serlo de las Españas, al menos lo sería de su Galicia natal, esa bella tierra en que lo parió su santa madre. Y como faltaba mucho para las elecciones autonómicas, mató el tiempo en el Parlamento Europeo, para el que salió elegido diputado en junio de 1987. Entretanto, entre el 21 y el 23 de enero de 1989, se celebró el IX Congreso de Alianza Popular -al que llamaron «congreso de la refundación»- en el que se decidió cambiar el antiguo nombre por «Partido Popular», abandonando el cargo Hernández Mancha y regresando Fraga Iribarne a la presidencia para poner orden por última vez, con Aznar ya de vicepresidente.

El esperado día llegó al fin, y el 5 de febrero de 1990 consiguió sentarse en su trono compostelano. El PP celebró su X Congreso en los meses siguientes (marzo y abril de 1990), y el ya flamante presidente de la Xunta dejó su puesto a José María Aznar López, que lo llevaba ocupando de manera interina desde septiembre de 1989, cuando «don Manuel» se presentó formalmente como primer candidato autonómico.

Total, que después de doce años gobernando en Galicia y toda una vida mandando, a secas, a punto de cumplir 82 años, Fraga Iribarne amenaza a los gallegos con repetir. Ignoro si llegará a las próximas elecciones. Aunque lo que es seguro, es que, antes o después, se va a morir sin rendir cuentas. Ni al pueblo gallego, ni al resto del Estado que, como es sabido, siempre le cupo en la cabeza.