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Franco, a 30 años

Fuentes: La Jornada

Madrid. «¡Españoles, Franco ha muerto!» Estas palabras fueron pronunciadas por un presentador de televisión con gesto de solemnidad y duelo hace 30 años, el 20 de noviembre de 1975, para anunciar que la máxima autoridad de la dictadura fascista surgida tras la cruenta Guerra Civil había dejado de respirar, tras una larga agonía. Había muerto […]

Madrid. «¡Españoles, Franco ha muerto!» Estas palabras fueron pronunciadas por un presentador de televisión con gesto de solemnidad y duelo hace 30 años, el 20 de noviembre de 1975, para anunciar que la máxima autoridad de la dictadura fascista surgida tras la cruenta Guerra Civil había dejado de respirar, tras una larga agonía. Había muerto Francisco Franco Bahamonde, ese hombre bajito, regordete y con voz de niño malcriado que dejó a su paso una estela de asesinatos, represión y sangre.

La noticia de aquel 20 de noviembre de 1975 sacudió a todos los españoles de dentro y de fuera del país, incluidos los centenares de miles de exiliados que estuvieron durante 40 años a la espera de la muerte o caída del dictador que les expulsó de su tierra. Pero las llamadas «Dos Españas» se manifestaron con nitidez con el fallecimiento de Franco: para sus partidarios se había ido «el caudillo», «el más grande de España», «el general que evitó que el país cayera en las garras del comunismo y la masonería»; mientras para la otra mitad, la de sus detractores, había muerto finalmente «el tirano», «el dictador fascista más cruel de Europa», «el responsable de la muerte, la represión y la diáspora de millones de españoles», «el general que dos meses antes de morir firmó sus cinco últimas ejecuciones sumarias».

Francisco Franco se convirtió en el referente de la sublevación militar que derivó en el estallido de la Guerra Civil (1936-1939), al asumir el mando de las llamadas «fuerzas nacionales», las defensoras de la ideología fascista, para derrocar al régimen de la II República española, de Manuel Azaña. Después de tres años de guerra sangrienta entre ciudadanos del mismo país, finalmente las huestes franquistas se hicieron con el poder e instauraron un régimen dictatorial y fascista con la connivencia y colaboración de la Iglesia católica, en el interior, y de las grandes potencias occidentales, en el exterior, incluida Estados Unidos.

Las cuatro décadas de dictadura representan uno de los periodos «más negros» en la historia de este país; se suprimieron de inmediato las libertades más esenciales, como las de expresión, de participación política y de movimiento; se marginó aún más a las mujeres; se persiguió activamente a los rojos (comunistas, republicanos, anarquistas o simples opositores al régimen), a los sospechosos de formar parte de la masonería y hasta a los homosexuales y ateos. Era un país que penalizaba con condenas de cárcel la práctica de la homosexualidad, el uso de los anticonceptivos, el adulterio y el amancebamiento.

Pero, sin duda, la principal razón para sufrir en carne propia la dureza del régimen era por cuestiones políticas, para lo que el dictador tejió una sofisticada red de centros clandestinos de represión y encarcelamiento, donde eran habituales los siniestros «paseos», que se hacían al alba y de los que nadie regresaba. Miles fueron ejecutados y la mayoría enterrados en fosas comunes, diseminadas hasta la fecha en todo el territorio español, donde se calcula que hay restos de más de 30 mil personas todavía sin exhumar.

El historiador español José Alvarez Junco sostiene en su libro Mater dolorosa: «la política nacionalizadora de los vencedores no se fundó en la integración sino en la represión y el adoctrinamiento coactivo; la nacionalización española que el franquismo quiso imponer era tan agresiva como grosera; en ningún momento el franquismo pretendió difundir una idea realmente nueva de España que pudiera atraer a una parte importante de los vencidos en la Guerra Civil».

El investigador explica así la duración del régimen franquista: «Sobrevivió a sus camaradas fascistas en 1945, en parte gracias a su identificación con el catolicismo y en parte también a la protección recibida de Estados Unidos en pleno ambiente de la guerra fría. Pero en los años 1960 y 1970, al final de su trayectoria, en medio de una Europa próspera, democrática y en proceso de unión, la España de Franco resultaba una rareza bochornosa, asociada a atraso económico y cultural, opresión política, clericalismo y omnipresencia militar y policial en el paisaje».

Muerto el perro no acabó la rabia

Con la muerte de Franco no se cumplió la máxima del dicho popular de «muerto el perro, se acabó la rabia». El hecho de que el dictador muriera en el poder e incluso hubiera cedido en vida los poderes del Estado al entonces príncipe Juan Carlos, hoy rey, permitió fortalecer más a las fuerzas adictas al régimen, tanto las más radicales como las moderadas o pragmáticas. La llamada «transición a la democracia» se inició prácticamente al día siguiente de la muerte de Franco, en la que se abrió un periodo de intensas negociaciones y reformas con el propósito de construir un nuevo orden político que integrara a toda la sociedad.

La legalización del Partido Comunista Español y de los principales sindicatos que funcionaron en la clandestinidad en los últimos años del régimen abrieron la puerta a la construcción del nuevo régimen, que derivó en la vigente monarquía parlamentaria, cuyo máximo jefe es el rey Juan Carlos, a pesar de la incipiente oposición de las formaciones de izquierda, y de la contrariedad de los grupos falangistas, militares y clérigos más radicales, que pugnaban por el nombramiento de un nuevo «caudillo».

La transición democrática culminó con la redacción de la Constitución de 1978 y con la firma de los Estatutos de Autonomía, con las que se pretendió integrar al Estado a las comunidades más perseguidas y vilipendiadas durante la dictadura, sobre todo Cataluña y el País Vasco. Sin embargo, este pacto de «partidos» y «grupos de poder» no permitió ni el revisionismo histórico ni el reconocimiento y repatriación de los miles de exiliados por la guerra y el franquismo, que hasta la fecha son los grandes olvidados de la historia reciente.

Francesc-Marc Alvaro, profesor de la Universidad Ramón Llull, señala en un artículo del suplemento cultural del periódico catalán La Vanguardia que «el mito oficial de la transición democrática permanece intocable desde que se forjó a conciencia entre 1975 y 1982. Está tan blindado que puede resistir incluso disolventes tan corrosivos como las epopeyas lujosamente publicitadas de algún juez español que quiere hacer con ciertos dictadores latinoamericanos aquello que aquí no se hizo nunca ni con Franco ni con los franquistas tras la muerte del tirano».

Alvaro, también autor del libro Los asesinatos de Franco, sostiene que tras la transición «se igualaron opresores y oprimidos, se aceptó que se podía haber sido demócrata dentro del franquismo y, en justa correspondencia, se dio por descontado que el mero hecho de oponerse a Franco ya convertía a alguien en demócrata. De hecho, la transición democrática fue una gigantesca impostura. La de los héroes de una oposición incapaz de evitar que Franco se muriera en la cama y la de los ex franquistas que deseaban seguir teniendo vida después del régimen. Esta fábula oficial tiene una moraleja según la cual nos reconciliamos a través de la Constitución de 1978. Es pensamiento mágico creer que la reconciliación pueda venir automáticamente por la redacción de unas nuevas reglas de juego. Lo cierto es que nadie asumió responsabilidades de ningún tipo, ni nadie pidió perdón por nada, ni tan sólo hubo nada parecido a una comisión de la verdad».

Herederos del franquismo

Tres décadas después de la muerte de Franco su memoria sigue viva tanto en las calles de numerosas ciudades como en la mente de miles de españoles que todavía sienten nostalgia por su régimen fascista. Hace sólo unos meses, la decisión de quitar definitivamente la última escultura ecuestre que había en Madrid del dictador, que además estaba en la sede de un ministerio, suscitó una agria disputa entre falangistas y demócratas.

La herencia ideológica del franquismo nadie la asume como tal, si acaso algunos grupos minoritarios y marginales de la extrema derecha, que cada año rememoran su muerte con el derecho en alto, al grito de «¡Viva España!» Pero la llamada derecha democrática, la integrada en el Partido Popular, mantiene un doble discurso: por un lado condenan en voz baja los excesos de la dictadura, mientras por el otro se han negado de forma sistemática a respaldar las numerosas medidas propuestas en el Parlamento para homenajear y beneficiar a los reprimidos por aquel régimen. Incluso se oponen activamente a «abrir de nuevo las cicatrices de la historia», por lo que han mostrado malestar tanto por la decisión de quitar las esculturas de Franco de las calles y plazas públicas como por apoyar públicamente la exhumación de fosas comunes. Incluso un miembro de este partido en su calidad de presidente de Melilla autorizó apenas esta semana la colocación de una estatua del dictador en una céntrica calle de la ciudad. Un dato revelador e inquietante en el 30 aniversario de la muerte del tirano.