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Golpe al Capitolio (I)

Fuentes: Rebelión

Si bien este evento fue catalogado de bochornoso y escandaloso, no fueron llamadas así las múltiples intrusiones, violencia y agresiones que Washington ha perpetrado contra pueblos y países a lo largo de la historia.

En ocasión de que las huestes fascistas comandadas por Donald Trump asaltaron violentamente el 6 de enero del naciente 2021 el Capitolio donde sesionaba el Congreso de Estados Unidos para confirmar el triunfo del presidente electo, Joe Biden, ni demócratas, ni republicanos pudieron culpar a “fuerzas externas” de tal acontecimiento bochornoso. No fueron árabes, rusos, chinos, venezolanos, cubanos o inmigrantes los “responsables;” sino gringos de pura cepa, de carne y hueso, en defensa del huésped de la Casa Blanca quien perdió la elección por doble partida: en el llamado voto popular (que en el régimen político norteamericano desempeña un papel secundario) y en el elitista Colegio Electoral que le confirió 302 votos a Biden contra 270 al presidente saliente.


El evento, que para muchos resultó bochornoso y de escándalo, pero no así las múltiples intrusiones, violencia y agresiones que Washington ha perpetrado contra pueblos y países a lo largo de la historia, no es sino el resultado de la profunda crisis política, moral e institucional derivada de un sistema de clases sociales elitista, institucionalmente racista y socialmente desigual que excluye a la mayoría de la población de los asuntos del Estado que son patrimonio exclusivo de sus clases dominantes (civiles y militares) y de una burocracia corrupta que se reproduce y perpetúa a la sombra de los privilegios que le otorga su status dentro de la estructura de poder.
¿Estado fallido? Depende de lo que se entienda por este concepto, ya que fue desarrollado en Estados Unidos justamente para calificar así a los Estados, países y pueblos objeto de su dominación imperialista que considera como sus enemigos.
Débiles, fallidos, frágiles, cuasi-Estados, canallas vs. Estados fuertes, gobernables, democráticos, son los adjetivos más utilizados para delimitar a los Estados políticos que cierta literatura considera como «fracasados», la mayoría de ellos ubicados en el ámbito de los países periféricos y subdesarrollados del Sur del mundo (sobre el tema puede consultarse el siguiente libro colectivo: Robert I. Rotberg, Christopher Clapham y Jeffrey Herbst, Los Estados fallidos o fracasados: un debate inconcluso y sospechoso, Siglo del Hombre Editores-Universidad de los Andes-Pontificia Universidad Javeriana-Instituto Pensar, 2007.
La primera definición de Estado fallido» (failed state) fue obra de Gerald Herman y Steven Ratner (1993) preocupados por los Estados que se estaban volviendo incapaces de sostenerse a sí mismos como miembros de la llamada y conceptualmente ambigua «comunidad internacional» (Helman G. y Ratner S., «Saving failed states», Foreing Policy, vol. 89, invierno de 1993). Referían un Estado que se estaba volviendo incapaz de sostenerse a sí mismo como miembro de la comunidad internacional, poniendo, así, en riesgo a sus ciudadanos y a los países vecinos.
Otro origen, y definición, del concepto geoestratégico «Estado fallido» surge de la Agencia Central de Inteligencia (CIA) de Estados Unidos en un Informe intitulado: «State Failure Task Force Report» fechado en 1995 suscrito por Esty, Daniel C. Jack Goldstone, Ted Robert Gurr, Pamela Surko, and Alan Unger. Working Papers: State Failure Task Force Report. McLean, VA: Science Applications International Corporation, 30 November 1995 (disponible en: http://www.researchgate.net/publication/248471752_Working_Papers_State_Failure_Task_Force_Report). Posteriormente estos autores escribieron un segundo Reporte: State Failure Task Force Report: Phase II Findings (http://www.isn.ethz.ch/Digital-Library/Publications/Detail/?ots591=0c54e3b3-1e9c-be1e-2c24-a6a8c7060233&lng=en&id=136281) y que tiene el objetivo de identificar qué países podrían considerarse «fallidos» y, por ende, como un genuino riesgo para la seguridad internacional y para la propia seguridad interna de ese país. Aquí encuadra muy bien la declaratoria del régimen gubernamental de Obama al considerar a Venezuela como una “amenaza inusual y extraordinaria» a la seguridad nacional y a la política exterior de Estados Unidos que ha sido la piedra de toque del ataque sistemático de Donald Trump y sus halcones comandado por el Secretario de Estado Pompeo contra ese país.
No cabe duda que la misma orden ejecutiva emitida por Obama se puede aplicar al mismo Trump al ser este una “amenaza inusual y extraordinaria” contra la llamada “democracia” norteamericana que ha conducido a cientos de legisladores de ambos partidos a exigir juicio político para destituir al presidente en funciones mediante la aplicación constitucional de la Enmienda 25 para inhabilitarlo por incapacidad para seguir ejerciendo el poder, y ser electo en el futuro, a causa de los acontecimientos violentos contra el Capitolio por parte de sus fanáticos partidarios que causaron cinco muertos.


Evidentemente que, en este esquema del Estado fallido, elaborado por los más altos círculos de poder y por sus “tanques de pensamiento”, no cabe un país imperialista como Estados Unidos, puesto que la nomenclatura de “fallido” se reserva únicamente para los Estados de los países dependientes y subdesarrollados que es preciso dominar mediante la Doctrina Monroe rediviva en los últimos años para recuperar y recolonizar el territorio latinoamericano con el fin de enfrentar, económica y militarmente, a los poderes comercial, nuclear y militar emergentes de países como Rusia y China, Irán y Corea del Norte.


Lo propio de los acontecimientos del 6 de enero y de los constantes llamados del magante a la protesta e insurrección contra el presunto “fraude” “perpetrado” por los demócratas, es caracterizar el movimiento sedicioso como parte de una estrategia del sector extremista de ultraderecha de los republicanos para desencadenar un “autogolpe de Estado”, a la norteamericana, con el objetivo de prolongar la permanencia de Trump en la Casa Blanca y continuar ejecutando su política genocida y aislacionista en torno al neoproteccionismo en el contexto del distópico slogan supremacista “America First”.


No menos importante es constatar que la misma estrategia utilizada por los Estados Unidos de Trump al “nombrar” un presidente encargado” para Venezuela, el inefable y apátrida Guaidó, con el objeto de destituir al presidente constitucional, Nicolás Maduro Moro, es la misma que intentó Trump al autoproclamarse “ganador” en la elección presidencial de noviembre pasado frente a su rival Joe Biden. Es esta la bandera que enarbola desde antes de que ocurrieran las elecciones presidenciales y la sigue utilizando, incluso, ante la toma del poder del presidente electo próximo 20 de enero de 2021.


La prensa norteamericana y mundial habla de miles de entes fanáticos armados por todo el territorio norteamericano para protestar el día de la ceremonia de traslación de poderes, a la que anunció Trump que no va a asistir y celebró Biden. En su lugar, se dice, lo hará el vicepresidente Pence que tuvo que ser desalojado del Capitolio por la violencia desatada. Mientras tanto, continúa la cascada de agresiones a países e instituciones soberanos a través del Secretario de Estado Pompeo con el objetivo de empañar al próximo gobierno de la nación. De este modo, Cuba fue declarada sin argumentos como país que “alienta el terrorismo”; comenzaron maniobras marítimas conjuntas entre Estados Unidos y Guyana a razón del diferendo existente por el territorio del Esequibo (venezolano) en disputa; se adoptaron medidas contra el mercado de valores de China y Trump emitió la “declaratoria de emergencia” en Washington D.C. el 11 de enero de 2021, con el presunto objetivo de “garantizar” la seguridad en los días previos a la toma de posesión del presidente electo y extendida hasta el 24 de enero.


Articuladas y planeadas, además de pretender entorpecer la toma de posesión, estas acciones son indicativas de la fuerte pugna interna entre las élites de ambos partidos, el demócrata y el republicano, además de la crítica posición de su alicaída hegemonía imperialista que tiene Estados Unidos en el plano internacional, al ser incapaz de ajustarse a las condiciones que reclama un mundo multilateral, policéntrico y diverso que se niega irracionalmente a reconocer.