Si yo no hubiera leído el libro lloroso de Rimas y leyendas, del autor español Gustavo Adolfo Bécquer, seguramente habría seguido creyendo lo que me enseñaron cuando estaba pequeño: que las palabras son de origen material, por lo tanto, habían sido inventadas para nombrar lo tangible, y no servían para expresar las cosas inmateriales como, […]
Si yo no hubiera leído el libro lloroso de Rimas y leyendas, del autor español Gustavo Adolfo Bécquer, seguramente habría seguido creyendo lo que me enseñaron cuando estaba pequeño: que las palabras son de origen material, por lo tanto, habían sido inventadas para nombrar lo tangible, y no servían para expresar las cosas inmateriales como, por ejemplo, los sentimientos, las emociones, la alegría, la tristeza o la sed de ser querible. Y, sin embargo, las palabras están como rodeadas de una atmósfera emocional. A las palabras debemos consentirlas, tenemos que saborearlas, pronunciarlas cuidando su fragilidad. Los coleccionistas de palabras, sonidos, imágenes, acciones, experiencias e ideas lo saben mejor que yo.
Bécquer desacreditó con su poesía quejumbrosa aquella enseñanza primaria antedicha, pues la plenitud de la obra poética citada hállase recorrida de un largo gemido causado, sobre todo por el amor, el desamor y la tuberculosis, que lo mandó a yacer acostado durmiendo para siempre en el regazo del sueño profundo, asilo fúnebre.
La poesía fue un analgésico para las dolencias más antiguas de su alma, para la agonía y el desespero existenciales. En Bécquer pervivía un sentimiento de orfandad, de búsqueda del tibio afecto de las mujeres; no obstante, la palabra escrita parece que obró en él lo mismo que una poderosa herramienta de tratamiento psicoanalítico.
Probablemente el escritor sevillano quiso aprovechar las propiedades curativas de desahogarse por medio del arte poético; la lírica es un oasis para descansar del crudo destino; hay quienes la sienten similar a una salida de emergencia para huir hacia adelante, como diría Alberto Manguel. Bécquer derramó el dolor en el crisol de los poemas. Hizo catarsis mediante el llanto de las rimas mojadas. Así tramitaría su desgarramiento.
La susodicha obra de arte es arduamente patética, dosificada en su justa proporción; la labró de magistral modo, casi perfecto; por eso el defecto en Gustavo Adolfo Bécquer es una virtud. Conjugó el vivir como se conjuga el padecer. Cinceló su lamento hasta convertirlo en deleite de sus admiradores; es una sugerencia de lástima. La suya era una tristeza que fascinaba más bien que fastidiaba. Mi imaginación resultó humillada por la belleza de los versos lacrimógenos de Bécquer. Soy capaz de permanecer despierto durante todos los días de mi vida con el fin de encontrar el sueño de ser heredero de la fragancia de tal lírica. Permutaría mi vida por un instante de inspiración con generosidad, por dominar un campo mental.
Absorto en sí mismo así como aquel personaje Iván Ilich del magnífico León Tolstói, Bécquer contemplaba su mundo interior desde adentro y desde afuera para terminar elevándose por encima de su angustia. Definió la poesía de un modo lírico y filosófico: los poetas sin la poesía son unos don nadie, son nada, mas la poesía sin los poetas sigue siendo la poesía.
Ya no interesa que Gustavo Adolfo Bécquer haya sido una muñeca lloricona, que dijo el poeta León de Greiff refiriéndose a los poetas, porque el poeta es, en el mejor de los casos, un poema de su propia inspiración. Muchos días después del día siguiente de su muerte, sigo acordándome de su paso por el mundo. Como un ser humano envuelto en las llamas de la pasión, de la sensualidad diligente, hombre cardíaco por excelencia, romántico a carta cabal, de heridas abiertas, de remordimiento, culpable; pero al fin de cuentas era un individuo de sensibilidad poética en alto grado, pienso que así fue Bécquer.
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