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Conversaciones en Ground Zero

¡Hasta donde hemos caído!

Fuentes: CounterPunch

Traducido del inglés para Rebelión y Tlaxcala por Germán Leyens

El 11-S tuvo un efecto positivo: que los neoyorquinos hablaron los unos con los otros, y no sólo de dolor y sufrimiento, que fueron profundos; pero todo el aparato del dolor fue groseramente exagerado. Este último aniversario del 11-S, casi no hubo neoyorquinos en la fiesta ritual de sollozos en Ground Zero, aparte de familias y amigos de los muertos, fuerzas de seguridad y regurgitadores de teorías conspirativas, conspicuos por sus camisetas negras marcadas «Investiguen el 11-S». Hubo algunos curiosos, como yo, y un montón de turistas que consultaban sus mapas de Manhattan. Fuera de eso, el día de conmemoración fue una atracción secundaria para Nueva York, que provocó poco o ningún comentario. 

Después del primer 11 de septiembre, sin embargo, los neoyorquinos hablaron, y hablaron sobre la política exterior de USA, y del lugar de USA en el mundo durante los últimos 50 años, y de Israel-Palestina, y de por qué diablos la gente «nos odia» tanto. Fueron conversaciones ásperas – en Union Square, en Washington Square, en bares locales y cafés. Me involucré en más discusiones apasionadas, y discusiones tensas, en medio de la hediondez y del humo, que las que he tenido en toda mi vida en esta ciudad y temo que las que vuelva a tener. 

Cinco años después, ¿qué queda de la discusión? No la política exterior de USA, tampoco el papel de USA en el mundo, ni el capitalismo, ni siquiera el petróleo, que siempre fue demasiado fácil, y por seguro no Palestina. Hablan de NORAD y del Edificio 7, de los despegues urgentes y de las cargas de demolición. La única presencia opositora en Ground Zero era la de los en camisetas negras. Y no cabe duda; estaban organizados. Pero su presencia, a falta de cualquier otra cosa, presagiaba hasta donde hemos caído. El movimiento por la paz: ausente. El movimiento por la justicia: ausente. Alguna tendencia hacia un futuro humanista, liberado: ausente. Había una mujer enfurruñada que llevaba una bandera arco iris con el aburrido eslogan, improvisado por Unidos por la Paz y la Justicia, [UPFJ, por sus siglas en inglés] para la Convención republicana de 2004 – junto con las líneas «Decimos no al orden del día de Bush» – y un monje o dos. Mientras tanto, la gente en camisetas negras estaba ocupada distribuyendo panfletos, distribuyendo DVDs. Instando a la gente a ir a sus ordenadores, a «investigar ustedes mismos…» 

Era el fracaso supremo de la política, interpretado. Idos a vuestras habitaciones, solos, sumergíos en objetos inútiles, solos, juntaos con otros como vosotros para que podáis hablar interminablemente sobre éste o aquel cabo suelto descubierto recientemente en vuestras horas de aislamiento frente a la pantalla. 

Si empujas un poco a algunos sale a la luz el tipo de conversación que fue posible en 2001, pero se traba pronto porque «lo más importante» es: que Bush et al. organizaron el 11-S, que son la encarnación misma del mal, que han mentido sobre lo que sucedió ese día, la mentira más importante en el día más importante de la historia usamericana. Como señalara Alexander Cockburn: tienen una fe absoluta en la capacidad militar de USA, a pesar de la evidencia de Iraq. Tienen confianza absoluta en la maquinaria del Estado para que haga LO QUE DEBE HACER para proteger, a… «nosotros». No he escuchado semejantes apologías al poder de NORAD desde que hablé a los gárrulos militares del Comando Espacial mientras investigaba la absurdidad tecnológica que es la defensa contra misiles. 

Los de las camisetas negras se basan en la interpretación equivocada del tiempo de un televidente. Una y otra vez decían, con impresionante convicción, que la maquinaria militar-gubernamental tuvo entre treinta minutos y una hora y quince minutos – entre 8:14 a.m., cuando fue desconectado el transponder del Vuelo 11, y 8:46 cuando fue alcanzada la Torre Sur, 9:03 cuando fue alcanzada la Torre Norte, 9:37 cuando fue alcanzado el Pentágono y 10:03 cuando el Vuelo 93 se estrelló en Pensilvania – para sacar a otros aviones comerciales del espacio aéreo, dar la orden a la Fuerza Aérea, encontrar a los aviones errantes, derribarlos y sacarnos de apuros, o por lo menos en parte. Dije a un chico que sonaba como si hubiera visto demasiados episodios de «24», a lo que respondió irasciblemente que nunca había oído hablar de «24» – uno de los programas más populares de la televisión en los últimos cuatro años – y que no tenía televisión. 

Puede que sea así, pero «24» forma parte del sistema de aire acondicionado de la cultura, y ese chico y los otros lo han aspirado profundamente porque la manera como se imaginan lo que se requiere para lograr mover algo en una burocracia está totalmente conformada por su contenido. En cada episodio, Jack Bauer tiene exactamente una hora (incluyendo los comerciales) para extraer alguna información, seguir una pista confusa, arreglar algunos asuntos personales y salirse de apuros o por lo menos matar o torturar a alguien que permita que en la semana siguiente le resulte más fácil salirse de apuros. Y lo hace solo, con su amiga hablando por teléfono móvil o con otra amiga con un ordenador portátil y algunas veces con la ayuda de un equipo SWAT. Es televisión muy excitante y absolutamente alejada de la realidad. Pero toda la gente con camisetas negras hablaba de todo el tiempo que los burócratas tuvieron para actuar: «¡y no lo hicieron! ¿Por qué?» 

¿Porque el gobierno es lento, porque los militares son lentos, porque la mierda no funciona? Sólo se rieron de mí, negaron con la cabeza ante semejante ingenuidad: «Por favor, me basta con que me prometa que va a investigar… » 

Algunos de los de camisetas negras me dijeron que creen que si los usamericanos hicieran la investigación habría un levantamiento masivo en este país y que de repente todas las otras cosas de las que yo hablaba estarían sobre el tapete. Pero cerca de un tercio de los usamericanos ya cree que el 11-S fue perpetrado sin ayuda de afuera. Pregunté si realmente creían que «Investiguen» era una consigna electrizante, y me corrigieron diciendo que el eslogan más popular es «Pregunta, exige respuestas». A lo que el neófito podría indagar: ¿qué preguntas? Y le responderían con una andanada de detalles sobre NORAD y la resistencia al fuego del acero y lo que Larry Silverstein dijo sobre el Edificio 7 y que un bombero dijo que había oído a qué hora y cómo había habido «contratistas» trabajando en un ascensor del World Trade Center en las semanas o días antes del ataque. Es el punto en el que el neófito se va, con literatura y un DVD, y no vuelve a aparecer. Uno de los de camisetas negras estuvo de acuerdo en que se trataba de un mensaje complejo para la gente, pero la culpa, claro, la tiene la gente. «No se trata de un «sound bite,» y han condicionado a la gente para que escuche sólo sound bites.» [El sound-bite es la menor unidad de declaración capaz de ser procesada por un telespectador, N. del T.]

¿Es posible que todo esto no sea otra cosa que una distracción? – Un muchacho sudasiático me apoyó en esta argumentación. «¿Una distracción de qué?» preguntó el de camiseta negra. «De la política exterior de USA,» respondió el chico. También lo aporrearon verbalmente con información del profesor Griffin, y promesas de que una vez que la gente se informara «vería» como todo no es más que una mentira, la mayor mentira, sumada a todo el montón de mentiras que constituyen la política exterior de USA. ¿Por qué no comenzar por la política exterior de USA? Porque es la mayor mentira. Es lo que plasma todo. Y seguimos dando vueltas. 

¿Cómo se explica una disciplina y un silencio tan completos ante el horror? – «Mira el Proyecto Manhattan; fue un secreto verdaderamente bien cuidado, que involucró a mucha, mucha gente.» 

Aparte del hecho de que el Proyecto Manhattan parece haber sido una especie de secreto a voces conocido por los círculos internacionales de la física, y que el secreto fue revelado, por cortesía de espías que consideraron que USA no debía ser la única nación del globo con la Bomba, existe el tema del remordimiento. A la mayoría de la gente no le gusta vivir con el recuerdo de que tiene sangre en sus manos. A Oppenheimer no le gustó. Estoy seguro de que tampoco les gustó a numerosos científicos a bajo nivel una vez que la Bomba dejó de ser un problema teórico o una prueba en el desierto, sino el fuego destructor de Hiroshima y, especialmente, Nagasaki. 

Es inconcebible que cinco años después del 11-S, nadie que haya participado en la incineración de miles de personas sienta arrepentimiento, dudas – o incluso un tremendo interés propio. Basta con imaginar el negocio con el libro, el negocio con la película, que esperan al que hable. 

¿Qué sucedió con el Vuelo 77, el que, según la teoría de la conspiración, no dio en el Pentágono porque un misil hizo ese agujero? ¿Se llevaron a toda a esa gente a algún sitio y los asesinaron? «Probablemente, pero no somos nosotros los que tenemos que dar la respuesta, es cosa de ellos.» 

¿Para qué utilizar aviones si te has dedicado a poner explosivos en todos esos edificios? – «Necesitaban chivos expiatorios. Nadie hubiera creído que se trataba de un ataque terrorista.» 

Pero todos creyeron que el atentado contra el World Trade Center en 1993 fue un ataque terrorista. ¿Piensas que si los edificios se hubieran derrumbado en una inmensa explosión la gente no hubiera pensado: «terror?» – «No de la misma manera. Necesitaban el espectáculo.» 

¿Por qué es tan difícil creer que cuando andas maltratando a la gente tanto tiempo, destruyendo sus países y matando a sus hijos, llega el momento en el que alguien te paga con la misma moneda? – «Seguramente quisieran hacerlo, pero no podrían haber hecho esto. Tienes que investigar.» Hubo numerosas referencias a «gente en cuevas» que es imposible que logren hacer algo semejante. Sólo, USA, la nación más poderosa del globo, podía hacer algo tan grande.

Era como si se tratara de religión, y profundamente triste. En un momento, uno de los camisetas negras confesó que no hay nada que la gente pueda hacer ante tanto mal, porque mataron a 3.000 usamericanos el 11-S y no tendrán el más mínimo escrúpulo al matar a los críticos si es necesario. Qué punto de partida para la política, y el mejor argumento para justificar que la gente se siente ante sus monitores de ordenadores y simplemente se quede ahí. ¡Pero la verdad! ¡Tenemos que conocer la verdad! Es una verdad de imbéciles, simple en extremo, que no requiere otra cosa que la memorización de los acontecimientos «no explicados» de ese día, las anécdotas de los testigos presenciales y una vívida repetición de las mismas a otros. También es la política de la sala de clases, similar al argumento de que si cada usamericano simplemente enviara un dólar, tendríamos 350 millones de dólares para combatir la pobreza. Si cada usamericano simplemente realiza la investigación, simplemente exige la verdad, la verdad saldrá a la luz, las columnas temblarán, los templos se derrumbarán. 

No creo que los templos vayan a caer por esas conversaciones en Union Square ese primer 11 de septiembre. Pero fueron por lo menos un punto de partida lógico. Por lo menos contenían posibilidades. Y no creo que la mujer delante de mí en el negocio de bagels cuando comenzaron los bombardeos de Afganistán (llorando ante una portada del Times con la foto del humo que salía del edificio de la Cruz Roja, que recordaba extrañamente, en menor escala, las fotos de las torres) representaba a todos los neoyorquinos. Pero eran días en los que el mensaje más simple de muchas conversaciones en la ciudad era: «No queremos que esto vuelva ocurrir aquí, ni en ninguna otra parte.» 

Después de que se derrumbaron las torres un señor en un edificio en Cedar Street, vecino de mi fisioterapeuta, cuyas ventanas miran hacia los escombros, pintó una inmensa señal de la paz en blanco y negro en una ventana y en la de al lado una simple reacción indignada ante todas las banderas y el alboroto nacionalista que estallaba a su alrededor: «El disenso es patriótico,» escribió. Ambos mensajes siguen en su lugar, todavía dominan el «terreno sagrado,» sigue siendo fácil que aparezcan por casualidad en las cámaras de los turistas. Pero querían decir algo en 2001 que es diferente de lo que podría imaginarse en el quinto aniversario, cuando los únicos disidentes son esos con sus camisetas negras. Nunca quiso que su señal de la paz acompañara argumentos de que los militares usamericanos son todopoderosos y que sólo se vieron obligados a abandonar el estrado. Nunca quiso que el «disenso» se limitara a ver quien mea más lejos sobre los detalles de un solo día. Era algo más importante y que abarcaba más, algo sobre todo el prolongado drama siniestro que nos llevó al 11-S y la esperanza de cambiarlo, de imaginar un mundo diferente. 

Tal vez las reuniones de los compradores y vendedores de conspiraciones contengan alguna energía, pero si es así, peor todavía, porque es un desperdicio. En Union Square este 11 de septiembre, no hubo una discusión apasionada. La ciudad realizó conciertos de música en toda Nueva York; «una celebración» dijo uno de los gaiteros. Extraña palabra. Así que, muda, la gente se asoleó y escuchó. En Washington Square el único mensaje político que vi fueron grandes mensajes escritos con tiza en el suelo: «Salven Darfur.» Tal vez podemos poner a NORAD a hacerlo. 

Una semana después, el 19 de septiembre, George Bush llegó a la ciudad a la reunión de la ONU y UFPJ convocó a una pequeña protesta, pero su emoción no estuvo a la altura del momento. Al final, después que Jesse Jackson llamó a todos a «Detened la guerra, salvad a los niños,» y la multitud se marchaba, después de repetir el sonsonete del jingle sin gran convicción, se escuchó el cántico: «¡El 11-S fue un complot interno! ¡El 11-S fue un complot interno!» No había tantas camisetas negras como las que habían estado junto al agujero la semana anterior. Vi a un puñado de personas que había visto allí, pero ahora la mayoría llevaba camisas más comunes contra la guerra. Pero incluso su pasión era insignificante comparada con la de los seguidores de Maryam Rajavi y de los Muyahidín del Pueblo de Irán. Nunca he visto a la atractiva Maryam y a su esposo, supongo, Mohammed, pero sus retratos eran alzados por catervas de fogosos iraníes, que sonreían, tocaban música grabada y repiqueteaban un tambor con platillos. Cuando se movían, era con una excitación determinada. Sus banderas ondeaban alegremente, y habían decorado su estrado con leones de papel maché dorado y baldes llenos de girasoles. Un grupo entusiasta, tan diferente de los tristones del lado de la calle contrario a la guerra. 

Pocos después del comienzo del mitin de los iraníes, comenzó un desfile de hombres por la Calle 47, viniendo de la 2ª Avenida hacia la 1ª, los brazos en alto, banderas al aire, esta vez de USA y Pakistán, enarbolando asimismo retratos de su héroe, Musharraf. La alegría de los devotos del dictador se equiparaba a la de sus oponentes, que presionaban duro contra una barricada en la 1ª Avenida con sus propias banderas paquistaníes, retratos de Benazir y Jinnah y letreros que denunciaban a Musharraf y todo lo que representa. Cerca de ellos había tailandeses con camisetas amarillas, más caras sonrientes y banderas al aire, más gritos alegres contra Thaksin que fue depuesto esa mañana, y junto a ellos la brigada Musharraf. 

Piénsese lo que se quiera de sus posiciones políticas, en comparación con las imágenes usamericanas hechas en casa de la mañana – policías, perros policiales, vehículos policiales, servicio secreto, francotiradores en los techos, equipos del SWAT, hombres de civil viajando como guardias armados con carabinas en sus todo terrenos, activistas por la paz desvalidos, camisetas negras – las delegaciones extranjeras de celebración o resistencia transmitían un mensaje: Ahora nos toca actuar a nosotros. USA se acabó.

Para contactos con JoAnn Wypijewski vea: [email protected] 

http://www.counterpunch.org/jw09222006.html 

Germán Leyens es miembro de los colectivos de Rebelión y Tlaxcala, la red de traductores por la diversidad lingüística. Esta traducción es copyleft y se puede reproducir libremente, a condición de mencionar al autor, al traductor y la fuente.