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Hillary, el derecho divino

Fuentes: La Jornada

Esposa de ex presidente, ex primera dama, senadora por el poderoso estado de Nueva York, y con un notorio interés por los de abajo (que le permite disfrazar su perenne ambición por el poder y el dinero), Hillary se pavoneaba a últimas fechas en el Senado de Estados Unidos como la próxima presidenta; la presidenta […]

Esposa de ex presidente, ex primera dama, senadora por el poderoso estado de Nueva York, y con un notorio interés por los de abajo (que le permite disfrazar su perenne ambición por el poder y el dinero), Hillary se pavoneaba a últimas fechas en el Senado de Estados Unidos como la próxima presidenta; la presidenta inevitable, era el consenso general. Imposible pensar en alguien más.

Este es el año de los demócratas, reconocen hasta los republicanos, cansados del descrédito que le trajo al partido y al país la nefasta presidencia de George W. Bush. Ella sería la primera mujer, la que regresaría el binomio conocido como Billary (Bill y Hillary) a la Casa Blanca.

Había rumores sobre una incipiente candidatura de Obama, el joven senador por Illinois. ¡Imposible! Hillary era esposa de Bill, el presidente campechano, el hombre bautizado por la Nobel Toni Morrison como «el primer presidente negro de Estados Unidos», y la historia jamás permitiría dos «primeros» presidentes negros. «Obama no tiene experiencia. Ya llegará su hora», declaraban indiferentes los voceros de Hillary a los medios de comunicación.

Y así, con la arrogancia que caracteriza a los políticos iluminados, la candidata inevitable asistía de mala gana a los debates que precedieron al proceso electoral como mero formalismo: una generosa contribución al proceso democrático. «Aquí estoy, pero no necesito este foro», parecía decir su lenguaje corporal. Su actitud era condescendiente; su tono, paternalista. No «contestaba» preguntas de periodistas y moderadores: ¡hablaba ex cátedra!

Jamás esgrimió argumentos vulgares como «ha llegado la hora de la mujer» o «yo sé gobernar». No era necesario. Todos los sondeos la favorecían, y todos los analistas estaban conscientes de que durante el mandato de Bill había compartido el poder. Especialmente cuando el presidente mujeriego, considerado un adicto sexual, luchaba en la Cámara de Representantes para evitar el desafuero por el affaire Monica Lewinsky, al tiempo que también litigaba en los tribunales comunes otras acciones legales por acoso sexual. Hillary mantuvo el timón en la Casa Blanca y diseñó un formidable contrataque que ridiculizó el histórico predicamento de Bill, caracterizándolo frente a tirios y troyanos como el «último ataque de la derecha fundamentalista».

Ahora sabemos por qué toleró con paciencia franciscana las infidelidades de Bill, cuando fue procurador de justicia en Arkansas, gobernador del estado y finalmente presidente de Estados Unidos. Imaginó que esa humillación traería como recompensa la Casa Blanca. Terminó creyéndose su propio cuento: nadie quería a los pobres como Hillary, nadie protegía a las minorías como Hillary. Convenció a negros, obreros, latinos y discapacitados.

La lista era interminable. Tuvo el ingenio para surgir de su fracasada reforma al sistema de salud como autoridad en la materia. Con el paso de los años asumió el monopolio de la compasión social; era defensora de todas las causas y protectora de los pobres. ¿Cómo imaginar que su país no la premiaría con la presidencia? Había llegado su hora: ¡le correspondía la presidencia por derecho divino! No solamente la nominación del Partido Demócrata (¡eso era poca cosa!), sino la presidencia misma. John McCain, cuyo triunfo sería considerado por propios y extraños como «el tercer mandato de Bush», era un mero escollo en el camino a la elección general.

Nada ni nadie se interpondría entre los Clinton, eternos campeones de las minorías, y la Casa Blanca. Pero, parafraseando a un famoso cómico estadunidense, «algo curioso le sucedió a Hillary en el camino a la Casa Blanca»: ¡Obama!

Más que una expresión de sorpresa, el apellido africano se convirtió en una pesadilla. Obama ganaba incontenible en todos los frentes: más estados en las primarias, más delegados electorales y, finalmente, más apoyo de los superdelegados (los jerarcas del partido con derecho a decidir en caso de empate técnico).

Eso obligó a Bill, «el primer presidente negro», y a Hillary, campeona de las minorías, a lanzar una guerra sucia para convertir a Barack Obama, un candidato que rehúsa recurrir a temas raciales, en un afroestadunidense más que busca el sueño imposible. «Obama no puede ganar entre los incansables trabajadores blancos», declaró Hillary, inyectándole a la campaña un explosivo tema racial que está destruyendo al partido. Parece decidida a que la elección sea suya o de nadie más. ¡Al diablo con el partido! Además de destruir al partido está dispuesta a hundir la candidatura de Obama en la elección general.

McCain, por razón de la edad, será un presidente de cuatro años. Si gana, Hillary tendría oportunidad, y edad, para buscar la presidencia en 2012. Obama, en cambio, sería seguramente un presidente de ocho años. Y en 2016 Hillary sería muy vieja para buscar la presidencia. Así que contra viento y marea, y contra todos los pronósticos, continúa en una campaña en la que invirtió recientemente 11 millones de dólares de su propio dinero. Busca bloquear (o destruir) la candidatura de Obama al precio que sea.