El lanzamiento de la bomba atómica sobre Hiroshima, el 6 de agosto de 1945, pudo ser la noticia más impactante del siglo XX, pero la manipulación informativa dirigida por Washington y Tokio disolvió el impacto educativo de esa tragedia y trocó al periodismo en agente cómplice de la guerra
A conclusiones como ésta llega un libro de Silvia González, periodista venezolana e investigadora del Colegio de México, «Hiroshima, la noticia que nunca fue», tomando ese episodio para mostrar cómo se censura la información en tiempos de conflicto.
Con base en ese «modelo atómico» de comunicación, seis décadas después «se repiten las prácticas manipuladoras desde los círculos de poder, y se divulgan informes inexactos o apresurados, exagerados o parciales, o rumores, que pueden afectar hasta el largo plazo la percepción del público», advirtió González en entrevista con IPS.
A las ocho y doce minutos de la mañana del 6 de agosto de 1945, en las postrimerías de la segunda guerra mundial, el bombardero estadounidense B-29 Enola Gay dejó caer sobre Hiroshima el artilugio bautizado Little Boy (niñito), que estalló a 300 metros sobre la ciudad, para aumentar su alcance letal, con una explosión de una magnitud equivalente a 12.000 toneladas de dinamita.
Se calcula que más de 80.000 de los 250.000 habitantes de Hiroshima murieron ese día y al menos otros 60.000 en las semanas siguientes, víctimas de las quemaduras causadas por las radiaciones de uranio y los incendios causados por la bomba.
Tres días después, Estados Unidos lanzó una segunda bomba, de plutonio, sobre Nagasaki, otra ciudad japonesa, causando otras 80.000 víctimas, lo que forzó la rendición incondicional del imperio del sol naciente.
El 7 de agosto de 1945, los diarios japoneses dedicaron apenas unas pocas líneas a informar que aviones B-29 habían arrojado bombas incendiarias sobre Hiroshima «causando unos cuantos daños», según la escueta reseña del rotativo Asahi.
En la prensa estadounidense, en cambio, hubo una explosión informativa. «Solamente The New York Times, al día siguiente de la detonación de la bomba, hizo 209 menciones de las palabras átomo y atómico», según la investigación de González.
Estados Unidos había pasado una primera etapa de silencio, impuesto oficialmente, desde que en 1942 comenzó el Proyecto Manhattan, de experimentos atómicos de carácter militar. La Oficina de Censura del gobierno entregó el 28 de junio de 1943 una directiva a 2.000 diarios, 1.000 semanarios y a la mayoría de estaciones de radio, con prohibición expresa de informar sobre la materia.
Pero desde el 6 de agosto hubo un giro, para apuntalar en los medios la búsqueda de la rendición japonesa, pero la censura en la etapa previa sirvió para que la Ley de Energía Atómica de 1946 advirtiese de penas de muerte o cárcel de por vida a quien diseminase escritos, fotografías u otras piezas informativas que pudiesen lastimar a Estados Unidos.
La utilidad de la restricción sobre la información antes de la bomba, y la conducción del debate después de su estallido permitieron a los círculos del poder en Washington, según González, subsumir temas como la propuesta de científicos e intelectuales al presidente de entonces, Harry S. Truman, quien ordenó la acción del Enola Gay.
El Reporte Franck, de 57 científicos encabezados por James Franck, premio Nobel de Física en 1925, recomendó a Truman el 11 de junio de 1945 que con la bomba «no se atacase una ciudad sino que se hiciera una demostración abierta, para mostrar a Japón y al mundo el poderío estadounidense», recordó González.
Pero «ni el Congreso (legislativo), ni los medios, ni la sociedad, y ni siquiera círculos políticos cercanos al núcleo de poder accedieron a información sobre tales iniciativas», y el resultado fue que Truman «tomó una decisión sin considerar los principios de participación que se suponen valores fundamentales en una democracia», añadió.
Los iniciales reflejos japoneses fueron similares, pues su físico Yoshio Nishina, quien encabezaba proyectos sobre el átomo en Tokio, corroboró rápidamente que la explosión en Hiroshima era un ataque nuclear, pero el comando militar nipón ordenó a los medios no usar ese término sino hablar de «un nuevo tipo de bomba».
En la inmediata posguerra tras la rendición de Tokio el 15 de agosto, y ocupado Japón por fuerzas estadounidenses, los mandos aliados implantaron una censura de prensa en el archipiélago para revisar todas las informaciones referidas a energía atómica, bombardeos y sus resultados sobre la población civil.
La división de censura en Japón llegó a ser tan compleja que en el verano boreal de 1946 laboraban en ella 6.000 personas, que intervenían todo tipo de comunicación, desde correspondencia y conversaciones telefónicas hasta el cine y los carteles. La prensa pasaba por una censura previa y una post-censura.
La labor periodística padeció por partida doble: la información cerrada sobre la bomba restringió el derecho de los periodistas para acceder a la información, y la no divulgación coartó la libertad de expresión. «Los periodistas resultaron incapaces de atender el derecho del público a informarse, fueron a la vez víctimas y cómplices», sentenció González. En su investigación, González sometió un cuestionario a 400 periodistas, de ellos 180 de Estados Unidos, 180 de Japón, y 40 de otros países. Entre 15 acontecimientos del siglo XX, 78 por ciento de ellos ubicó en primer lugar el lanzamiento de la bomba sobre Hiroshima.
Resultados similares consiguieron en encuestas el museo de noticias Newseum, de Washington, y la agencia noticiosa estadounidense AP, por lo que la tragedia de Hiroshima «pudo ser la noticia de mayor impacto del siglo XX», pero la censura y la manipulación cortaron y mermaron su trascendencia.
«Hubo muchas historias que no se contaron, crónicas que no se escribieron y hasta la fecha laten bajo tierra, sepultadas con las víctimas. La noticia fue disimulada y se arrastró por días, meses y años, hasta quedar silenciada», deploró González.
En el marco de la actual década de la paz decretada por la Unesco (Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura), la periodista postula que el periodismo debe insistir en «investigar para conocer, conocer para divulgar, y divulgar para crear conciencia».