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Inversiones e impuestos: el «mal ejemplo» de los EE.UU.

Fuentes: Rebelión

Hace varias semanas, el presidente Joe Biden acordó el “American Rescue Plan”, con la movilización de 1.9 billones de dólares para atender la situación económica y social generada por la pandemia del coronavirus.

El pasado miércoles (marzo 31), anunció la primera parte del “American Jobs Plan”. Lo hizo bajo la consideración de que, durante la pandemia, ciertos sectores han acumulado más riqueza, a tal punto que el 1% más rico incrementó su fortuna colectiva en más de 4 billones de dólares en 2020, mientras que el 80% de la pérdida del empleo en ese año, afectó al 25% más bajo de los asalariados. El eje del plan Biden es la gigantesca inversión de 2.25 billones de dólares para infraestructuras en carreteras, puentes, aeropuertos, centros de tránsito, puertos, abastecimiento de agua, renovación de redes eléctricas; modernización de casas, edificios comerciales y federales, escuelas; empleo, incrementos salariales, beneficios para empleadas domésticas, revitalización de las manufacturas, productos, inversiones, innovación tecnológica, creación de trabajos bien remunerados, capacitación. (https://bit.ly/3wlz3v3). El presidente ha previsto la segunda parte del plan en abril, que traerá la inversión de por lo menos 1 billón de dólares más para expandir la atención médica, extender el crédito tributario por hijos y ofrecer licencia familiar pagada. Biden ha comparado estas inversiones con la carrera espacial y con los resultados tan grandiosos logrados por el “New Deal”, que inauguró Franklin D. Roosevelt (1933-1945), quien fue el primer presidente en edificar una economía social de bienestar para los EEUU, que fue liquidada por el neoliberalismo introducido desde el presidente Ronald Reagan (1981-1989).

¿Y cómo financiar semejante inversión estatal? Contrariando los criterios neoliberales, el presidente Biden ha anunciado que ese financiamiento se hará con más impuestos a las capas ricas. De acuerdo con la Casa Blanca, “El plan garantizará que las corporaciones no puedan salirse con la suya pagando poco o ningún impuesto al trasladar empleos y ganancias al extranjero. Recompensará la inversión en casa, detendrá la transferencia de ganancias y garantizará que otras naciones no obtengan una ventaja competitiva al convertirse en paraísos fiscales”. En esencia, la propuesta incluye el incremento del impuesto corporativo del 21 al 28%, además, que el impuesto mínimo global sobre las corporaciones igualmente suba del 13 al 21%. La representante socialista-democrática Alexandria Ocasio-Cortez ha sostenido que el plan es “demasiado pequeño”, pues debería llegar a una meta de 10 billones en 10 años. Desde luego, reaccionaron de inmediato los políticos republicanos, pero también algunos débiles demócratas que creen que podrían perder en las elecciones intermedias de 2022. Quienes han puesto sus alarmas económicas son los voceros empresariales. Desde la Cámara de Comercio se cree que el plan “haría de los Estados Unidos un lugar menos atractivo para invertir utilidades”; a su vez, Cathy Schultz, vicepresidenta de política del Consejo Nacional de Comercio Exterior, sostiene: “No tienen idea de lo difícil que será para las empresas estadounidenses competir contra competidores extranjeros que no están sujetos a estas altos impuestos mínimos”; algo que repite John Kartch, vicepresidente de comunicaciones de Americans for Tax Reform, al afirmar: «Y lo que Biden está pidiendo va a dañar los empleos, hará que Estados Unidos no sea competitivo a nivel internacional y aumentará los costos«. Incluso se respalda en un “estudio” del American Enterprise Institute, una organización de pensamiento conservador, según el cual supuestamente un aumento del 1% en la tasa de impuestos corporativos se correlaciona con una disminución del 0,5% en los salarios reales (https://bit.ly/3sOTGxI), algo que, examinado con rigor teórico e histórico, no ocurre, excepto cuando se retuercen los datos para “comprobar” una tesis al servicio directo de los empresarios. 

No parece que Biden intente un giro radical hacia la economía social de bienestar, pero los programas que ha inaugurado para su país y que todavía el Congreso tiene que convertir en leyes, desarman las posiciones neoliberales de las elites económicas y empresariales latinoamericanas, cuyas consignas sobre el retiro del Estado van más lejos que los propios EEUU, donde siempre ha existido un Estado fuerte.

Desde el New Deal de Roosevelt y desde el aparecimiento del keynesianismo, quedó definitivamente demostrado que las inversiones estatales producen adelanto material en infraestructuras, bienes y servicios, generan empleo y permiten dinamizar la demanda, revitalizando el crecimiento y despegando la prosperidad. Pero no es una relación mecánica, pues requiere, además, de gobiernos que estén dispuestos a ejecutar un plan de semejante dimensión, bajo el inexorable aumento de impuestos.

Durante el siglo XIX latinoamericano, el progreso en obras materiales solo fue posible por el intervencionismo estatal y con gobiernos que comprendieron bien que con ellas impulsaban la modernización en cada país. Pero los Estados tuvieron que acudir a créditos o empresas extranjeras, como ocurrió con las redes de ferrocarriles, en las que predominaron capitales ingleses, primero y norteamericanos, después. Buena parte de los países permanecieron atrasados y regionalizados a pesar de estos avances. Y los ingresos tributarios dependieron del comercio externo, altamente fluctuante y sujeto a la exportación agrícola o minera. De modo que hasta mediados del siglo XX solo podían distinguirse un puñado de países con mayor desarrollo (Argentina, Brasil, México y medianamente Chile), pues el conjunto seguía “subdesarrollado” y bajo regímenes todavía oligárquicos. Literalmente, gracias a las políticas desarrollistas de las décadas de 1960 y 1970, que privilegiaron el papel interventor, regulador e inversionista del Estado, se afirmó la modernización capitalista.

Las décadas finales del siglo XX, en las cuales triunfó el neoliberalismo en la región, fomentó el progreso de los negocios privados incluyendo la privatización de infraestructuras, bienes y servicios del Estado, que aprovechó a reducidos conjuntos de grupos económicos. También se generalizaron los impuestos indirectos sobre los directos. Y los Estados fueron debilitados en sus capacidades para el manejo y orientación de la economía, sujeta a las fuerzas del mercado.

Los programas que el presidente Biden ha promovido en los EEUU dan luces sobre el camino que hay que recuperar en América Latina. La región pasó a ser la más inequitativa del mundo precisamente durante las décadas finales del siglo XX y esa situación solo fue revertida en los países donde se implantaron gobiernos progresistas, que reimplantaron los roles conductores del Estado junto a mayores impuestos directos y ejecutando acciones de gobierno destinadas a la redistribución de la riqueza.

Ese progreso económico y social volvió a interrumpirse con la ola de gobiernos conservadores que siguió al primer ciclo progresista; pero en América Latina se afirma la tendencia hacia un segundo ciclo progresista. En consecuencia, se vuelve posible la reimplantación de políticas de Estado para regular la economía, realizar inversiones y promover la redistribución de la riqueza sobre la base de fuertes impuestos directos, que no solo pueden concentrarse en el de rentas, sino extenderse a los patrimonios, herencias y ganancias de los grupos económicos monopolistas y oligopolistas. Las elites de la región ahora pierden piso al tratar de atacar ese “intervencionismo” estatal, pues si en los EEUU se adopta un esquema de vanguardia, no hay razones para impedir la superación del modelo neoliberal-oligárquico para construir economías sociales de bienestar.

Blog del autor: Historia y Presente – www.historiaypresente.com