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Israel ha perdido la guerra

Fuentes: red voltaire.net

Hoy hace cinco años que llegué por primera vez a un Tel-Aviv hermoso. Hacía un sol espléndido, y mientras caminaba rumbo a la plaza de Dizengoff me sentí maravillado por mi primer viaje a Oriente Medio. Desconocía en ese entonces que mi viaje me llevaría a una estancia de más de seis meses a lo […]

Hoy hace cinco años que llegué por primera vez a un Tel-Aviv hermoso. Hacía un sol espléndido, y mientras caminaba rumbo a la plaza de Dizengoff me sentí maravillado por mi primer viaje a Oriente Medio.

Desconocía en ese entonces que mi viaje me llevaría a una estancia de más de seis meses a lo largo de los cuales visitaría no sólo los países vecinos, sino que a la vez descubriría la verdad sobre la guerra que libra el gobierno judío contra la población palestina.

Meses después de haber partido de Israel, logré comprender la solución al enigma que rodea la tierra del Golán y del mar de Galilea. Una respuesta sencilla a un problema complejo: Israel ha perdido la guerra.

La perdió desde hace tiempo, pero el mundo aún cree que los palestinos son los derrotados después de cada bombardeo.

No hace falta ser un experto para comprender que la guerra es igual a una honda cicatriz, producto de las garras de un felino difícil de domesticar. Una herida que si no lo mata a uno, lo deja marcado. Poco a poco ese corte inicial se comienza a devorar la vida y a desangrarlo a uno gota a gota, robándose el aire y la esperanza que se lleva en el alma.

Lo primero que me gustó de Israel fueron sus mujeres. Tenía veinte años y en cada esquina o en cada autobús perdía el aliento al descubrir cada quince segundos a la futura madre de mis hijos. Mujeres hermosas, atléticas, con una piel perfecta que reflejaba una mezcla exótica, producto de su influencia de raíces rusas, polacas, suramericanas, anglosajonas y árabes.

En compañía de un combo de amigos que hice en mis viajes por Israel, intentábamos durante horas conquistar a alguna de esas bellezas que con paso firme caminaban por las calles de Tel-Aviv, dejándonos a todos boquiabiertos. Sin embargo, hubiese sido más fácil cruzar a nado el mar Rojo o caminar descalzo desde Jerusalén hasta El Cairo. Las jóvenes israelíes no sonríen. Ellas sólo caminan imponentes, con una mirada dura que hace juego perfecto con su maquillaje y con el fusil de guerra que llevan en la espalda. En los bares, en las discotecas y en las heladerías donde se beben malteadas de chocolate, se puede ver a jóvenes de mi edad con un fusil al lado de la mesa. Fusiles Galil 5.56 o M16 del gobierno estadounidense, tan precisos y fáciles de usar que hasta un niño de diez años puede dispararlos después de un entrenamiento preocupantemente corto, rápido y efectivo.

Yo utilicé esos fusiles cuando presté servicio militar en el ejército colombiano, y mientras recordaba esa época, descubría con tristeza la realidad del pueblo israelí: tener un arma en ese país no es obligación sino una filosofía de vida de la gran mayoría de sus ciudadanos.

Ciudadanos que han perdido la guerra, pues ésta se pierde cuando el ser humano desiste en el objetivo de aprender sobre los errores del pasado. Sin embargo, el Israel en el que yo viví era algo diferente: la gente no se inmolaba dentro de los autobuses, ni se destruían casas de familias enteras con vehículos blindados y tanques.

Era diferente, un poco más calmado, pero algo en el ambiente sugería que de repente todo explotaría. Quizás por eso las mujeres nunca me sonrieron, quizás por eso nunca me mandaron un beso al cruzar las aceras…

En ese entonces comprendí por qué los jóvenes israelíes soñaban con evadir el servicio militar y largarse a recorrer el mundo con una maleta y un par de alas de libertad detrás de la espalda. Ellos me hablaban de Suramérica o de sus ganas de irse a trabajar a Londres y dejar por un tiempo aquel conflicto que sólo empeoraba con el paso de los días.

Yo los escuchaba mientras ellos recorrían las calles de Tel-Aviv en la mitad de la noche, en busca de inmensas discotecas donde pudieran aspirar delgadas líneas de cocaína o tomar diminutas pildoritas que les dieran cinco horas de fiesta y de falta de preocupaciones. Pildoritas mágicas. Evasión necesaria…

… Y así bailaban, al ritmo del trance, mientras las luces de los bares simulaban otros paisajes, otras culturas, otra región donde no tuvieran que ser ellos y donde la guerra no golpeara en forma cruda sus puertas. Ellos bailaban y mientras lo hacían los comandantes engrasaban los rifles y los políticos justificaban los ataques. Ellos bailaban y mientras lo hacían yo los miraba desde el balcón del hotel en donde me hospedaba.

Israel ha perdido porque ha cometido los mismos errores que sus agresores en la segunda guerra, me dijo un anciano una vez en un bar en la ciudad sureña de Eilat.

Luego de eso, de descubrir la vida en la capital, las autopistas que emergen de Tel-Aviv me condujeron hacia Jerusalén, donde me vi envuelto en la feria internacional de las religiones: todas en promoción y cada una con su propio templo, debidamente fortificado para resistir ataques externos.

Visité cada uno de los templos y contemplé las edificaciones que se extendían a lo largo de la capital del imperio judío. Jerusalén era una ciudad encantadora, pequeña y perfectamente protegida por precisos francotiradores que vigilaban cada movimiento desde los techos de las casas alrededor de la ciudad santa. Y para mi sorpresa, al igual que en Tel-Aviv, ¡ningún israelí sonreía! Tan sólo el pueblo árabe. Tan sólo los comerciantes que me mostraban los dientes llenos de caries mientras intentaban venderme camellos de juguete construidos con pelos de asno y sucios trapos encontrados en el suelo.

Debo confesar que adquirí varios. La verdad, nunca sentí la necesidad de comprar camellos en las calles de una ciudad en Oriente Medio, pero al encontrar la primera sonrisa tras varios meses de estadía, me sentí conmovido y no pude resistir pagar una y varias veces por volver a ver la felicidad dibujada en el rostro del comerciante de juguetes.

¿Son felices los israelíes?

Sin duda. No tanto como los palestinos, ni como aquel pueblo que, al igual que el otro, vive enterrando a sus victimas civiles y velando a sus niños masacrados. Sin embargo, sonríen; el pueblo palestino, entre la miseria, la pobreza y la opresión, aún es capaz de dejar escapar una carcajada y de invitar a los extranjeros a una taza de té caliente de melocotón servido en una delicada copa de cristal.

En Jerusalén sopla un viento tibio que protege del frío y trae un aroma de incienso mezclado con especias que simulan el delicioso olor del fallafal caliente. Las calles son pequeñas y en las esquinas los niños del barrio árabe juegan imitando a Zidane y a Ronaldo. Ríen a carcajadas mientras intentan evitar a los turistas que les toman fotos con sus inmensas cámaras Kodak, llenas de rollos y de ignorancia ante la realidad de aquellos pequeños, que sin duda no llegarán nunca a ser jugadores profesionales. Sin duda no lograrán siquiera tomar un balón de cuero y patearlo dentro de un campo de fútbol real, con arcos y una grada de espectadores que los animen a jugar. Pero eso no importa, pues ellos siguen corriendo y sus carcajadas retumban por aquellas callejuelas donde tantos hombres iluminados enseñaron a sus hermanos la máxima de amar y perdonar al prójimo.

Palestina: poblaciones destrozadas. Familias desmembradas. Falta de agua. Ríos de sangre y soledad infinita. Aquí no hay ejército. No existen cazabombarderos o helicópteros de ataque táctico. Pero se juega fútbol, los niños lo saludan a uno y lo invitan a tomar algo, así uno no hable su idioma. Por todo esto, Israel perdió la guerra, ya que no le puede quitar nada más a Palestina. Ha violado todos los derechos humanos de sus habitantes y ha extinguido el mínimo respeto que se debe sentir hacia un pueblo vecino. Eso fue lo que descubrí: el pueblo palestino es más nación que cualquier ejército israelí, pues las naciones están unidas por el dolor y por las ansias de una libertad eterna. Una libertad que Israel olvidó en menos de cincuenta años debido a que se dedicó a masacrar al enemigo débil, y a crear una muralla mental y física que los proteja de sus propios miedos.

Un miedo que no lo vence nadie, un miedo que se nota en los ojos del individuo que camina por las calles de Tel-Aviv, Haifa o Tiberíades. Miedo a perder el alma, a descubrir que luchar por una tierra en guerra no vale la pena.

Londres no es más hermoso que Tel-Aviv ni los océanos de Suramérica tienen agua más dulce que el mar de Galilea. Sin embargo ellos, los futuros combatientes, quieren partir y no regresar al Líbano. Desean compartir Jerusalén, dejar de patrullar Gaza y entregar el maldito Golán, que tantos muertos ha costado conservar.

Pero eso no lo dice la prensa o el informativo especial de CNN. Eso sólo se entiende cuando se tienen veinte años y se comparte la visión de la guerra entre las palabras de los futuros combatientes.

Al final de más de medio año de estar en Israel, de oír los comentarios de aquellos jóvenes que se estaban convirtiendo en los hombres que un día liderarían aquellos gobiernos, pude comprender que no existe el arte de la guerra. Tan sólo existe el arte de descubrir que las guerras se pierden y que la imbecilidad humana, como dijo Einstein, es infinita.

Por eso Israel perdió la guerra, porque un ejército sabio debe comprender que al enemigo no se le puede quitar la dignidad, así le destruyan las casas, le roben sus tierras o se someta a todo su pueblo.

Hace ya algún tiempo dejé Israel. Sus calles siguen siendo iguales, sus ciudades continúan en las mismas coordenadas, sus funerales siguen existiendo, pero una mayor intolerancia se construye entre los pueblos.

Sería bueno hablar con los jóvenes y decirles que cuando se pierde una guerra es hora de permanecer en silencio, meditar y empezar a reconstruir la convivencia perdida entre los pueblos.

Bogotá (Colombia) 2 de julio del 2004