Traducido por S. Seguí
La razón por la que Furio Colombo ha escrito El fin de Israel (La fine di Israele, ed. Il Saggiatore) se aclara en la introducción, en la que el autor recuerda una manifestación de solidaridad con Israel celebrada hace un año en el Portico d’Ottavia, el viejo gueto judío de Roma, en plena furia de la guerra del Líbano entre Israel y Hezbolá. Colombo, que obviamente participó en la manifestación, recuerda con amargura el cortés y educado saludo de la comunidad judía a los líderes de la izquierda presentes y el júbilo y las ovaciones reservadas en cambio a Gianfranco Fini, Renato Schifani, Fabrizio Cicchitto y demás distinguidos acompañantes.
Lo que a la mayoría parece obvio, y que explica perfectamente este episodio, es decir, la perfecta conformidad de la causa de Israel con los valores, los principios y los objetivos de la derecha occidental, es en cambio para Colombo fruto de un malentendido y de una peligrosa situación de aislamiento, en el que ha venido a encontrarse el Estado judío tras su creación, y que ahora mismo lo obligaría a conseguir discutibles aliados en una unión anti natura que podría tener resultados funestos para la supervivencia misma de Israel.
«Israel pertenece a la izquierda», dice Colombo, que sabiendo bien hasta qué punto una idea así parecerá a la mayoría una paradoja o una provocación, escribe un libro para demostrar que no es cierta ni una cosa ni otra. Convencer a la gente de su tesis servirá a Furio Colombo no solo para no quedar detrás de Gianfranco Fini en las manifestaciones del Portico d’Ottavia, sino también, de propina, para salvar a Israel de sí mismo, al margen de sus enemigos jurados, porque, asegura Colombo, «sin la izquierda, Israel no puede sobrevivir.»
Que «Israel pertenezca a la izquierda» es obviamente un problema histórico, y puede ser útil proporcionar algunos ejemplos de cómo trata Colombo los datos históricos cuando se trata de su obra apologética en favor de Israel.
En el raquítico capítulo con el que Colombo intenta limitar como puede los daños del último libro de Jimmy Carter (Peace, not apartheid), uno de sus grandes héroes progresistas junto a Kennedy, que hoy acusa sin ambages a Israel de organizar un repugnante sistema de apartheid basado en la raza, leemos la siguiente frase de apertura: «¿Quién es Jimmy Carter? Es el presidente estadounidense de Camp David, el hombre que en 1978 insistió en retener las manos del primer ministro Menachem Begin y del jefe de la OLP, Yasir Arafat (que en esos momentos no era todavía presidente de la Autoridad Nacional Palestina) hasta conseguir que se uniesen en un apretón de manos.» (p. 111).
Naturalmente, nunca sucedió nada parecido. Colombo confunde el encuentro entre Begin y el presidente egipcio Anwar Sadat -efectivamente, patrocinado por Carter- con el encuentro entre Rabin y Arafat, en el mismo lugar, Camp David, en 1994, en el que fue Clinton, no Carter, quien «insistió en sostener las manos» de ambos líderes, hasta entonces enemigos.
En la página siguiente leemos: «Jimmy Carter, el presidente bueno que ha preferido la humillación de los rehenes (el personal de la embajada de EE UU en Teherán, secuestrado durante meses por militantes jomeinistas y fundamentalistas iraníes) a una acción bélica, acusa a Israel del mismo delito…» (p. 112).
Sí, se puede expresar así y decir que Carter renunció a una acción bélica, pero a condición de olvidar el fallido raid sobre Teherán en 1980, que tenía por objetivo la liberación de los rehenes y que fue abortado tras varios problemas técnicos, entre otros la colisión de un helicóptero y un C130 justo al comienzo de la misión, en la que encontraron la muerte ocho soldados estadounidenses. Este fiasco, entre otras cosas, costó a Carter la reelección.
En cuanto a la bondad desplegada por Carter en sus relaciones con Irán, se podría recordar la asistencia continua proporcionada por su gobierno a la Savak, la policía política del Sha, hasta pocos meses antes, organización que según Amnistía Internacional ostentaba el primer lugar mundial en el uso sistemático de la tortura contra los disidentes del régimen. Pero aparte de esto último, debido a la visión fabuladora de la política exterior estadounidense que tiene Colombo, los otros dos despistes antes citados pueden deberse a los cortos plazos de edición de un instant book como el que comentamos, El fin de Israel. Pero cuando esa misma falta de precisión toca a asuntos más relacionados con la historia de Israel, entonces nos encontramos ante un problema más serio.
Recojamos unos párrafos de la página 16: «Los israelíes han comenzado habitando una pequeña parte de Palestina, cuando ésta era territorio del ex Imperio Otomano y estaba reclamada también por Jordania y ocupada por las tropas y la administración del Imperio británico. Lo hicieron bajo el mandato de las Naciones Unidas, en 1948. Ese mismo día se instituyó un pequeño Estado palestino -igualmente nuevo y que nunca había existido- que sin embargo todos los árabes (no los palestinos, sino los poderes de los grandes países árabes de la zona) rechazaron, iniciando así de repente una cadena de guerras.»
El único acto de la ONU que fundamenta el nacimiento de Israel junto a un Estado palestino es la Resolución 181 de la Asamblea General, de 28 de noviembre de 1947, y no 1948. Dicha Resolución era, por otra parte, una simple sugerencia vinculada a la aceptación por las dos partes y que por sí misma no «instituía» nada en absoluto. El rechazo por parte palestina, es decir de los líderes de las comunidades palestinas y no genéricamente de los árabes, como sostiene Colombo, no era de hecho un rechazo a la creación de un Estado palestino, sino el acto legítimo de repulsa ante lo que era sólo una sugerencia, que le quitaba cualquier efecto legal. La ONU era tan consciente de todo ello que en 1948 aprobó la Resolución 194 que pretendía soslayar el rechazo palestino, y que vinculaba a Israel en la readmisión de los expatriados de la Nakbah, so pena de nulidad de la Resolución. Israel respondió con una ley que prohibía la acogida de un solo exilado. Además, para volver al Plan de Partición de 1947, en la página 104 Colombo afirma que la resolución que daba nacimiento a Israel fue aceptada por unanimidad, cuando en realidad el resultado de la votación de la Resolución 181, única resolución a la que Colombo puede hacer referencia aun a costa de equivocarse de año, fue de 33 a favor, 13 en contra y 10 abstenciones.
Siempre refiriéndose a este periodo, Colombo sostiene que fue la Unión Soviética el principal patrocinador de Israel, venciendo incluso la reticencia estadounidense, pero el único hecho histórico que confirma mínimamente esta afirmación es que la Unión Soviética fue la primera nación que reconoció con carácter bilateral a Israel tras la unilateral declaración de independencia de este país en 1948. Un acto diplomático entre dos Estados que no tiene ninguna relación con la ONU, que admitirá a Israel como Estado miembro sólo un año más tarde. En cuanto a la presunta reticencia de EE UU, en el caso hipotético en que se manifestase en algún momento del proceso de nacimiento del Estado de Israel, no fue así con ocasión de la aprobación del Plan de Partición, criatura bienamada de Harry Truman, quien soslayó a su Departamento de Estado, fuertemente contrario, y ejerció enormes presiones sobre Estados que se hallaban en situación de dependencia de EE UU, como por ejemplo Filipinas, cuya orientación primera de voto era en contra.
Hemos acordado el beneficio de la duda a Furio Colombo, admitiendo la posibilidad de que las boberías que dice a propósito de la primera cumbre de Camp David en 1978 y de la crisis de los rehenes de Irán en 1979 sean resultado de la prisa por sacar rápidamente a la venta un instant book. Pero, ¿cómo hemos de tomar las boberías que dice a propósito de los datos históricos del nacimiento de Israel y de la fatídica fecha de 1948? ¿Como ignorancia o como desinformación deliberada? Y admitiendo que la acusación de ignorancia sea menos grave para un periodista que una operación activa de desinformación, ¿cómo puede cuadrarse esta ignorancia con la afirmación que Colombo hace en su libro de tener una experiencia de varios decenios en el apoyo al Estado de Israel? ¿No ha tenido tiempo de leerse siquiera los textos oficiales de las Resoluciones de la ONU?
Pero quizás tras la ignorancia y deliberada desinformación existe una tercera posibilidad, más convincente y más próxima a la tesis de la ignorancia, aunque no se identifique totalmente con ésta. En su obra de propagandista proisraelí, Furio Colombo demuestra un soberano desprecio por los datos histórico-filológicos, a la vez porque sabe o intuye que es mejor no ir a husmear estos asuntos demasiado de cerca, y sobretodo porque está convencido de que la habilidad literaria (que nadie le regatea) unida a esa particular retórica manifiesta en el libro, es decir la traducción del programa sionista al lenguaje político de la izquierda, le permitirá evitar los inconvenientes de su frágil y raquítica documentación.
Dado que a cada vuelta de hoja hay muestras de esta retórica, nos limitaremos a uno. Escribe Colombo en la página 20: «Pero quien se ha formado en el recuerdo de la Resistencia, que fue una liberación del racismo y las persecuciones, se halla con amarga sorpresa frente a un áspero sentimiento de rabia y desdén contra Israel, nacido de la victoria contra el nazismo y el fascismo, y por consiguiente de la Resistencia.»
Con estas pocas palabras, Colombo comienza a autonombrarse albacea testamentario de la Resistencia, ya que él, más que ningún otro, conoce sus auténticos valores y sabe que sus herederos más fieles aman a Israel. Es sin duda posible que en la izquierda alguien incube hacia Israel estos sentimientos de «rabia y desdén», aunque puede que sean más de uno dado que el libro El fin de Israel trata precisamente de la soledad de Israel respecto a la izquierda mundial, o al menos la europea. Pero el asunto se explica rápidamente con el hecho de que tras esta izquierda supermayoritaria a la que no gusta Israel, no hay nadie que se haya «formado en el recuerdo de la Resistencia, que ha sido una liberación del racismo y las persecuciones.» A diferencia de Colombo. Y si esta gente de izquierdas dice, en cambio, que se inspira precisamente en la resistencia al nazi-fascismo en su hostilidad hacia Israel, es porque está hablando de otra resistencia y no de aquella en la que Colombo -gran historiador, como hemos visto- ha estampado su personal certificado de denominación de origen.
Además, siguiendo con su estilo de lógica deductiva («y por consiguiente…») se podría afirmar que la CIA es una gran institución antifascista, por haber nacido de la reestructuración del OSS, conjunto de servicios secretos estadounidenses que combatieron a Hitler, y es sólo una lástima que la CIA haya sido el ángel de la guarda de casi todos los regímenes fascistas del mundo desde la Segunda Guerra Mundial hasta hoy, a menudo maridada en una especie de joint venture con Israel (por ejemplo, en África del Sur, Guatemala y El Salvador en los años 80).
Otro ejemplo de la vacuidad del lenguaje de Colombo es su equiparación del sionismo al Risorgimento italiano (y aun gracias que tras la Resistencia y el Risorgimento no haya citado también a Pietro Micca, Pier Capponi, las vísperas sicilianas, las guerras púnicas y Furio Camillo.) La idea sería que Italia se convirtió en un Estado unitario mediante el Risorgimento e Israel lo hizo mediante el sionismo, tal cual y sin diferencias perceptibles. Violento fue el Risorgimento y violenta, necesaria a la vez que legítimamente, fue la implantación del proyecto sionista. Al reconocer las violencias sionistas en la fase de fundación de Israel, Colombo hace al menos el esfuerzo de tomar distancia del obsceno eslogan «Un pueblo sin tierra para una tierra sin pueblo», con el que se justificaron por parte sionista las violencias que Colombo admite y que, útil es recordarlo, se concretaron en nada menos que una limpieza étnica de la anterior población indígena. Pero la verdadera objeción es que antes del Risorgimento solo Metternich negaba que existiese un territorio llamado Italia y que éste pertenecía a los italianos que la habitaban desde siempre. No eran un Estado unitario, pero eran un pueblo y una nación que vivía en su territorio ancestral y cuyas aspiraciones de independencia habían sido obstaculizadas durante siglos por las potencias extranjeras ocupantes y por la Iglesia católica. En tierras de Palestina no existía nada parecido antes del inicio del proyecto sionista. A esta dificultad responde Colombo de dos maneras: primero, como cualquier estúpido estudiante de una Yeshivá afirma: «Las Naciones Unidas no eligieron los territorios palestinos que se concedieron a Israel, éstos habían sido escogidos siglos antes con el célebre saludo de la Diáspora («El próximo año en Jerusalén»); y en segundo lugar, afirma «…y había sido confirmada, como fe e invocación pública, por el sionismo laico y socialista, nacido en los mismo años en que los patriotas italianos proclamaban Roma…», sobreentendiendo que el folklore judío y las fantasías sionistas son una fuente de Derecho más que suficiente para hacer que la «elección» de los palestinos de tomarse las tierras de los palestinos sea la cosa más natural y legítima del mundo.
El segundo argumento, menos vacuo y más sutilmente consciente de la naturaleza colonial y agresiva del proyecto sionista, es la afirmación de que no había existido nunca un Estado en Palestina antes de la inmigración sionista, ni siquiera en la forma fragmentaria del mosaico estatal italiano antes de la unificación. Esta idea se repite y se repite y se repite, hasta llegar a sugerir, sin decirlo nunca explícitamente, que si no había allí un Estado en la acepción propia del término, no existían por ello tampoco derechos nacionales por parte de la población indígena, y por consiguiente tenían derecho de depredación los que, viniendo de fuera, podían disponer de más riqueza y fuerza militar. Esto era cierto para los nuevos saqueadores coloniales, los británicos, sustitutos de los otomanos, y era también cierto para los saqueadores judíos sionistas, que utilizaron la infraestructura colonial británica para forzar las puertas de la inmigración y aprovecharse de la ignorancia de los campesinos palestinos que no sabían defenderse legalmente de los frutos envenenados del reciente código civil otomano, que inventaba propiedades individuales donde durante siglos habían existido derechos comunitarios, permitiendo así al Fondo Nacional Judío comprar a particulares residentes en Damasco o Estambul tierras comunales que pertenecían a las comunidades campesinas, que con el trabajo de generaciones habían hecho fértil el suelo y creado una admirable red de irrigación.
Podríamos presentar innumerables ejemplos, pero ya debería estar claro el procedimiento de Furio Colombo: se toman palabras como holocausto, resistencia, Risorgimento, sionismo, etc., se las agita en una coctelera y se crea un halo emotivo en el que aparecen como una misma cosa asuntos muy diversos. Llegado aquí, Colombo se vuelve hacia la izquierda y dice: ¿lo veis?, si sois de izquierda sólo podéis amar a Israel. Algunos amantes de este brebaje podrían incluso acabar mal.
Otro recurso de Furio Colombo es la mención constante a David Grossman como ejemplo del alma más profunda de Israel y de la vocación pacifista de Israel. ¿Cómo se ubican los críticos de izquierda de Israel ante Grossman, que obviamente los descoloca? Colombo parece dar por descontado que la figura de David Grossman está más allá de cualquier crítica, y ello porque cuando La Repubblica, diario de izquierda, quiere un artículo pacifista sobre el conflicto israelo-palestino se lo encarga a Grossman. Volveremos más adelante sobre esta confusión que Colombo hace constantemente entre la oficialidad de la izquierda de los partidos y los grandes órganos de prensa, y las opiniones y sentimientos reales de las gentes de izquierdas. Partamos del hecho de que David Grossman no es exactamente la mujer del César, y por consiguiente puede ser discutido. El sionismo fundamental de Grossman lo lleva a evitar atentamente cualquier tipo de análisis sobre las causas reales del conflicto, lo que resta consistencia a sus críticas a las posiciones de Israel y reduce todo su discurso sobre la paz a una llamada a los buenos sentimientos. La mejor prueba de lo que afirmo es que las organizaciones pacifistas y de derechos humanos de Israel ignoran totalmente, o casi, a David Grossman, como a Amos Oz y Abraham Yehoshua, en cuanto autores de un pacifismo literario para uso y consumo de la reluciente prensa europea. La naturaleza del compromiso de paz de los tres se puede ver en su carta de apoyo a la invasión del Líbano, hace un año, publicada cuando todos creían que Israel había vencido, y desmentida después por medio de otra carta, firmada también por los tres e invocando esta vez la paz, publicada pocos días antes del cese de hostilidades cuando ya estaba claro que Israel no podía con Hezbolá. Instintos pacifistas que, como el Guadiana, aparecen y desaparecen según los pronósticos sobre la marcha de las operaciones del ejército israelí.
Pero hay algo más que decir sobre Grossman. Sus límites, de los que Colombo no sospecha ni se lo permitiría, son fundamentalmente ideológicos, ligados a su sionismo, que le impide asumir conductas que podrían en realidad inquietar a Israel. De hecho, al querer ser la conciencia crítica de Israel, Grossman consigue ser únicamente el clavel del ojal de este país ante la opinión pública internacional. Sus afligidos llamamientos a la paz hacen menos por retirar los obstáculos existentes dentro de Israel y que impiden avanzar en esa dirección, que no para permitir a los defensores de Israel decirnos: ¿Cómo podéis decir que somos unos guerreristas cuando nuestros más grandes escritores -Grossman, Oz, Yehoshua- no cesan de hablar de la necesidad de hacer las paces con los palestinos y el mundo árabe? No obstante, los límites de Grossman son esencialmente ideológicos, y no puede actuar de manera realmente incisiva porque para ello debería poner en cuestión sus propios tabúes. Pero esto no significa, en la modesta opinión del autor de estas líneas, que Grossman no sea una persona íntegra, con un sincero deseo de paz, aunque su trabajo en pro de ésta sea inadecuado. Y hay también que decir enseguida que si Colombo, implícitamente, por medio de la mención elogiosa de Grossman, desea sugerir al lector de El fin de Israel que el Grossman italiano es él, esta pretensión queda inmediatamente refutada. De Grossman, Colombo no tiene la integridad, y su deseo de paz es mucho más de circunstancias y retórico, mientras utiliza todas sus energías en la apología de Israel. Furio Colombo no es el Grossman italiano, es el Dershowitz italiano, es decir el fabricante a escala industrial de sofismas pro israelíes en salsa liberal-izquierdosa. El consenso de los progresistas, valor de cambio en el plano político en Oriente Próximo como en Italia, le interesa bastante más que la paz.
Donde, sin embargo, la mezquindad dialéctica de Furio Colombo brilla en todo su esplendor es cuando llega a hablar de los enemigos directos de Israel, que son, por este orden, los «ricos países árabes», Irán, Hezbolá y Hamás. No, entre los enemigos de Israel no se incluyen los palestinos, por aquello de la ética política que Colombo tiene en común con Walter Veltroni.
Los «ricos países árabes» son presentados continuamente en el libro para dar realce a la común visión de Israel: estados ricos y potentes, por sí mismos y por los apoyos internacionales de que gozan, que le permite proponer un nuevo esquema David (Israel) contra Goliat (Estados árabes), en el que la diferencia del poder la da el petróleo, que los árabes tienen e Israel no. Tras dar comienzo con un ensayo de la historia contemporánea vista por Furio Colombo, se tiene la impresión de disparar sobre la Cruz Roja cuando se recuerda que los países líderes del nacionalismo árabe, el enemigo histórico de Israel antes del surgimiento de la amenaza islamista, eran Egipto y Siria, países con una producción petrolífera modesta, y cuyo rango internacional era debido en todo caso a su alianza con la URSS. Análogamente, se puede recordar que los países del Golfo, a partir de Arabia Saudí, son satrapías pro occidentales, que no normalizan sus relaciones con Israel porque sus pueblos derrocarían esos regímenes en cinco minutos. Los únicos estados que se ajustan a la caracterización de Colombo serían Irak e Irán, pero el primero ha tenido únicamente un papel secundario en las guerras con Israel, hasta salir definitivamente de escena en 1991, y el segundo nunca hasta 1979 había sido una amenaza porque la dictadura pro estadounidense del Sha hacía de ese país un buen amigo. No obstante, en el discurso de Colombo estos estados estarían conjurados contra el nacimiento de un Estado palestino, sea por voracidad hacia aquella tierra sobre la que muchos tendrían miras anexionistas (a diferencia de Israel), sea por un irreconciliable odio hacia Israel, país al que nunca habrían concedido ninguna oportunidad. Los palestinos habrían sido únicamente observadores pasivos de este gran juego que se jugaba por encima de sus cabezas, entre la irracional violencia árabe y el pobre y mísero Israel, obligado a defenderse para su supervivencia. Para aquellas personas de izquierda que puedan hallar interesante una posición así, conviene advertir que la lectura de El fin de Israel deja pocas dudas: Colombo les permitirá sentir simpatía hacia los palestinos, pero si desean saltar a su barca deberán compartir su racista caracterización de la política árabe. El correlato iconográfico es un árabe barbudo, con ojos de loco y un puñal entre los dientes, que sostiene un Kalashnikov con una mano y una manguera de gasolina con la otra.
De conformidad con las directivas de propaganda del Ministerio de Asuntos Exteriores de Israel, la verdadera y nueva bestia negra de Colombo es Irán y Ahmadineya. A lo largo de todo el libro, de manera obsesiva y casi hipnótica se repite que Mahmud Ahmadineya habría proclamado su intención de «borrar Israel del mapa». El tormento es exasperante. Hay que añadir que el libro se ha publicado en junio de 2007, por lo que Colombo habría tenido todo el tiempo para saber que la traducción de las palabras del presidente iraní es, en la mejor de las hipótesis, controvertida, y muy probablemente fraudulenta y tendenciosa. En el original en farsi, de hecho, no aparecen ni la palabra «borrar» ni la palabra «mapa». Ahmadineya dijo en cambio que Israel desaparecerá de la Historia (no de la Geografía), expresando una previsión curiosamente similar a la que llevó a Colombo a titular su libro El fin de Israel. Para el líder iraní, Israel desaparecerá porque es demasiado malvado para sobrevivir, y para Colombo porque le quedan pocos buenos amigos. Matices diversos para una sustancia que no cambia mucho. Pero en una cuestión como ésta, no vale realmente la pena escribir una carta a L’Unità como las que Colombo recoge en su libro, abiertamente críticas con Israel, y que están por ello aquejadas de «prejuicio antijudío» (no vamos a llamar antisemitas a los lectores de L’Unità, ¿no es cierto?) El hecho de que Ahmadineya sea el equivalente político de Freddie Krüger, y que esto se demuestre por su afirmación de «borrar Israel del mapa», pertenece al género de creencias que resistirán siempre, entre las personas como Furio Colombo, a cualquier asalto de pruebas a contrario basadas en hechos, y que, con el tiempo, llegan a integrarse en un núcleo duro de propaganda proisraelí que hay que guardar y pasar a las futuras generaciones con la actitud más dogmática y cerrada a la crítica. Otra creencia de este tipo, obviamente confirmada en el libro, es la de la agresión árabe desbaratada por Israel en 1967 con el ataque preventivo que dio lugar a la Guerra de los Seis Días. Que hasta en el frente proisraelí, desde Michael Oren a Abba Eban, haya quienes consideran impresentable esta versión de los hechos, o que ésta deba como mínimo debatirse a la luz de las declaraciones de Moshe Dayan, que en una entrevista a Le Monde admitía francamente haber llevado a cabo en los días precedentes al ataque provocaciones activas en la zona desmilitarizada fronteriza con Siria, para impulsar Damasco a la guerra, constituye el tipo de argumento que no tiene ninguna posibilidad de penetrar siquiera mínimamente en las certezas graníticas de Furio Colombo. Porque se sabe que si se llegan a tocar estos aspectos, todo el edificio de la propaganda israelí se viene abajo.
Resulta divertido el desconcierto de Colombo ante la pasividad del mundo frente al programa nuclear de Irán. Este país quiere dotarse de la bomba atómica, y cuando la tenga pasará a «borrar Israel del mapa». Punto. Que en realidad Irán no esté haciendo hada a lo que no tenga un derecho inalienable, en virtud del Tratado de No Proliferación (que ha suscrito), que permite e insta al uso de la energía con fines civiles, y que Irán tenga necesidad de energías alternativas porque el mar de petroleo sobre el que lada no elimina de por sí el elevado coste de refinado, que obliga a Irán a importar gasolina del exteriore, se ignora con tal arrogante suficiencia que llega a molestar hasta a quien no desea excluir la posibilidad de que el verdadero objetivo de Teherán sea la adquisición de la bomba atómica. Hay un punto en el libro en el que el autor expresa su angustia ante la negligencia del mundo hacia la potencia cohetera norcoreana (ampliamente bajo control) y el arsenal nuclear iraní (inexistente). Pero el lector que comenzase la lectura de El fin de Israel ignorando los términos elementales del problema nuclear, llegaría a la última página sin haberse enterado de que la única potencia nuclear de Oriente Próximo es Israel, que el arsenal norcoreano palidece cuando se compara con otros, que Israel se niega a suscribir el Tratado de No Proligferación nuclear, y que en la diplomacia occidental el poderío atómico de Israel es un tabú del que ni siquiera se puede dar el menor indicio. Otra clamorosa omisión que restituye bien el sentido de la integridad moral de la apologética proisraelí de Colombo es que en todo el libro no se lee ni una sola vez la palabra «asentamiento», y el autor parece ignorar totalmente que en el momento en que ponía fin a su libro, hace uno o dos meses (y ahora mismo, para quien esté leyendo esta recensión), la actividad de expansión colonial israelí en Cisjordania avanza a todo vapor. Todo sea por contribuir a la causa de la paz.
En todo el libro, se habla de Hamás y Hezbolá como si fuesen Spectra o Fantomas, es decir organizaciones dedicadas al mal por su carácter intrínsecamente maligno, y conjuradas contra todas las personas de bien del mundo. Si alguien describiese polémicamente a Israel con el sentido del matiz de Furio Colombo cuando habla de Hamás y Hezbolá se diría que está sus ejemplos de los Protocolos de los Sabios de Sión, pero se sabe que si la Okrana zarista hubiese apuntado hacia los árabes sería mucho más simpática. A decir verdad, hay un pequeño «análisis» dedicado a Hezbolá, en el que se destacan la abundancia de sus fuentes de financiación y el caracter sofisticado de su armamento. Esto, según su lógica, debería ser suficiente para desmentir su naturaleza de organización partisana. A Furio Colombo «formado en el recuerdo de la Resistencia», los partisanos que le gustan son los que llevan los pantalones remendados, son financiados con colectas hechas en el bar de la esquina, y van armados con la escopeta del abuelo.
Para acabar, hablemos de la astuta confusión con que Colombo habla de «la izquierda». La frase clave de todo el libro es ésta: «Los europeos van tirando a base de estrictas demandas hacia Israel, bloques de acuerdos culturales y académiucos, y bloqueo de la cooperación militar, pero nunca han soñado siquiera ser tan severos con Hezbolá y con el presidente iraní. Ni tampoco de poner objeciones, desde la izquierda, a la completa participación británica (gobierno laborista) en la desastrosa e infinita guerra de Irak. ¿Por qué Blair merece toda nuestra confianza mientras ponemos a Olmert bajo severa tutela? ¿Por qué todos nos especializamos en la relación de sus errores mientras que Blair no paga ni siquiera el precio puesto a Bush?» Colombo está más a la izquierda de Tony Blair, por lo que parece. Y le importuna ver que los europeos de izquierda, aquellos que invocan las «estrictas demandas hacia Israel, bloques de acuerdos culturales y académicos, y bloqueo de la cooperación militar» no se metan con Blair al menos tan seriamente como lo hacen con Olmert. Naturalmente, quienquiera que se haya ocupado de campañas de boicotéo o de «tutelaje» de Israel sabe que estas posiciones vienen de ambientes de la izquierda que desprecian a Blair al menos tanto como desprecian a Olmert, y en realidad mucho más. Al contrario, la izquierda que conoce el senador Colombo (ex dirigente de Fiat), la que se reune en las redacciones de la Gran Prensa Libre italiana o en la cantina del Palazzo Madama, de Turín, como nunca habla mal de Blair ni sueña de noche en proponer «de estrictas demandas hacia Israel, bloques de acuerdos culturales y académiucos, y bloqueo de la cooperación militar». Pero usando la palabra «izquierda» como amalgama dialéctica, es como se funden en una sola dos cosas completamente diferentes, y lo que en realidad la distingue radicalmente se presenta como contradicción interna de una única entidad. Y la izquierda pasa por hipócrita.
La verdad es que la empresa que Furio Colombo se propone con este libro -conquistar a la izquierda para la causa de Israel- es desesperada e intrínsecamente contradictoria. Porque en el momento en que lo consiguiese no sería ya la izquierda, sino otra cosa.