Decía Bertold Brech: «Quien ignora la verdad es un iluso, pero quien conociéndola la llama mentira es un delincuente». Y uno casi lamentaría, si no fuera por el delito y sus consecuencias, tener que referirse de tal forma a quien fuera periodista del New York Time. Desgraciadamente para ella, el éxito que asienta sus reales […]
Decía Bertold Brech: «Quien ignora la verdad es un iluso, pero quien conociéndola la llama mentira es un delincuente».
Y uno casi lamentaría, si no fuera por el delito y sus consecuencias, tener que referirse de tal forma a quien fuera periodista del New York Time.
Desgraciadamente para ella, el éxito que asienta sus reales en la mediocridad de la mentira, no tiene larga vida aunque, dependiendo del caso, tampoco excesiva pena: seis meses de prisión para la ganadora del Pulitzer y el despido del periódico que la celebrara como su periodista estrella.
Nada, si se compara con los muertos en Iraq que nunca acabarán de contarse y a los que ella contribuyó con sus bien retribuidas mentiras, en una compleja historia de ex embajadores, misiones de la CIA, armas de destrucción masiva, mentiras, desmentidos y venganzas.
La historia de esta indecente trama viene de lejos pero, bien pudiéramos iniciarla cuando Wilson, un ex embajador estadounidense en Africa que trabajara para Bush I, es encargado de investigar qué había de cierto en un supuesto trasiego de uranio de Nigeria a Iraq. Hecha su investigación, el espía en labores diplomáticas o, si lo prefieren, el diplomático en trabajos de espionaje, rindió su informe: «Todo era falso».
Claro que, su gobierno no iba a echar para atrás su premeditada guerra por nimiedades como esa y, Blair primero y Bush después, confirmaron la existencia de aquel falso trasiego. Y lo confirmaron tanto que, indignado mister Wilson, acudió a la prensa e hizo público su informe.
La venganza no se hizo esperar y, a través de Robert Novak, una de esas plumas periodísticas que, como en el caso de Miller, nunca tienen que ir detrás de la noticia porque es la noticia la que los busca a ellos, la prensa se hizo eco de que Wilson no era de la CIA aunque sí su esposa Valerie Plame.
Se calentó el asunto con tan grave imputación y saltó a la palestra el nombre de Judith Miller sin que, a ciencia cierta, se sepa todavía cuál era su relación con este embrollo y por qué el gran jurado que la condenó a 18 meses de prisión, de los que sólo cumplió seis, no hizo lo propio con Novak. La sentencia fue debida a que Miller no quiso revelar las fuentes de un artículo sobre este caso que, como quiera, tampoco fue publicado.
Para entonces, la intrépida periodista, ya se había ganado una enorme fama como experta en asuntos de terrorismo y armas de destrucción masiva. Desde Libia hasta Iraq, pasando por Palestina, no había secretos para ella. Bastaba que Cheney o Bush señalaran un lunes a Iraq como objetivo militar para que, ya el martes, la acuciosa reportera publicara densos informes sobre las terribles armas en poder de Sadam y sus aún más terribles amenazas.
Y no se limitó únicamente a sus labores periódisticas al respecto, que incluían conferencias, libros y otras actividades, digamos, literarias, sino que, en el propio teatro de operaciones, tuvo parte activa en la construcción de tan canallas mentiras. Ni más ni menos que lo que ya había venido haciendo antes, durante tantos años y con tanto esmero y reiteración, con en auxilio del hoy vicepresidente iraquí y banqueros de dudosa reputación (si es que se puede dudar de la reputación de los banueros) y que sólo ahora quedaba al descubierto. Su periódico, finalmente, se declaraba conturbado por las inexactitudes publicadas, dolido por la ingenuidad con que había actuado, tan extraña en un periódico como el New York Time, y pedía públicas disculpas a la opinión pública por el engaño, sin especficar a cuál de todos se refería, si al de tener una periodista que no era tal; si al del contenido de un artículo que no se publicó; si al de la denuncia de un uranio que no hubo; si al de la certeza de unas armas que no existían…
Feliz jubilación Judith… que tú al menos tienes con qué hacer frente al desempleo y, al fin y al cabo, los remordimientos sólo son para los infelices que conservan la vergüenza.