Traducido del inglés para Rebelión por Sara Plaza
A diferencia de otras muchas innovaciones industriales, la puerta giratoria no surgió en Detroit. La creación de Theophilus Van Kannel, que enseguida se convirtió en el fundador de la Van Kannel Revolving Door Company, giró por primera vez en Filadelfia en 1888. El invento tenía un doble propósito: mejorar el aislamiento térmico de los edificios y permitir que numerosas personas pudieran entrar fácilmente en ellos en cualquier momento.
El pasado 31 de marzo, en la Oficina del Tesoro del Condado de Wayne, esa invención de la época victoriana no cumplió ninguno de los dos. Una vez más, ninguna puerta de la historia de la arquitectura -giratoria o de otro tipo- hubiera podido albergar la última perversidad que los funcionarios de Detroit estaban infligiendo a sus residentes: el posible desahucio de decenas de miles de personas, tal vez 100.000, todas desplazadas al mismo tiempo.
No es de extrañar que pareciese que todo el mundo se quedaba atascado en las puertas giratorias de dicho edificio el último día para pagar o acordar un plan de pago del impuesto de bienes inmuebles atrasado. El ayuntamiento había avisado de que quienes no pagaran ese día perderían sus viviendas por la vía de la ejecución fiscal, el procedimiento por el cual el gobierno local se hace con la propiedad de una vivienda por impago del impuesto de bienes inmuebles.
«Oh, Dios mío», exclamó una mujer muy abrigada cuando vio aquel río de gente con sus documentos en sobres y carpetas de todo tipo bajándose de coches, caminando encorvados con la ayuda de andadores, conduciendo ciclomotores eléctricos, siendo empujados en sillas de ruedas o simplemente agolpándose para tratar de llegar a pie al edificio. Era una tarde gris y excesivamente fría para esa época del año. Al día siguiente, en mitad de una pradera sin nieve de la Sierra Nevada, el gobernador de California anunciaría las primeras restricciones de agua de la historia de ese estado debido a una sequía sin precedentes vinculada al cambio climático. Mientras tanto, en Michigan, los habitantes de la ciudad se enfrentaban a otro tipo de catástrofe, en cuyo origen también estaba la acción humana: posiblemente la mayor ejecución fiscal en la historia de Estados Unidos.
«Es el último día para pagar», gritó una mujer de camino hacia el cubículo acristalado giratorio dirigiéndose a un transeúnte que había aminorado el paso al ver aquel tumulto. En el interior, un funcionario de la oficina del sheriff del condado de Wayne convertido en «controlador de tránsito» bramaba instrucciones a una serpenteante fila de gente. «En el octavo piso les darán un número. ¡Guarden ese número! Luego bajen al quinto piso».
El octavo piso, sin embargo, resultó no ser más que otro embotellamiento humano, un espacio para retener a miles de propietarios angustiados que tenían por delante horas de espera antes de llegar a la mesa de alguno de los funcionarios sobrecargados de trabajo en el quinto piso. Con todo, como me dijo un repartidor de la oficina postal que se quedó boquiabierto ante semejante fiasco, había menos agitación de la que había habido solo unos días antes, cuando la oficina del tesoro tuvo que alquilar la Segunda Iglesia Bautista al otro lado de la calle. Allí es donde la gente esperó para poder atravesar las puertas giratorias y subir en ascensor hasta el octavo piso antes de descender al quinto para… bueno, ya se harán una idea.
Lo cierto es que toda la semana fue un horrible caos. Corrían rumores de que un día antes había fallecido una mujer en el ascensor, entre el octavo y el quinto piso, cuando iba a «hacer arreglos», eufemismo para «acordar un plan de pago» que podría salvar tu vivienda.
«¿Y qué pasa si no puedes pagar?» me preguntó un hombre delgado mientras esquivábamos una nueva ola de gente que salía del cilindro de cristal.
«Pues que subastan tu casa», respondí.
«¿En serio?», preguntó alucinado.
Estaba esperando a su hermana, que había acudido hasta allí para hacer estos «arreglos». Él no tenía que preocuparse por nada de todo eso, me explicó, pues desde que perdió su trabajo, que era el que le proporcionaba alojamiento, había estado viviendo en moteles. Tanto el Victory Inn, en el corazón de Dearnborn, como el Viking, en frente del casino Motor City estaban razonablemente bien, me aseguró, pero el más barato de todos era el Royal Inn en Eight Mile, que costaba 35 dólares la noche más 10 dólares de fianza. El único y enigmático comentario en Yelp sobre ese establecimiento decía: «Sin duda el lugar escogido donde pasan cosas absolutamente normales».
Planificar un infierno municipal
En algún momento Detroit fue famosa por crear las versiones más grandes y más espectaculares de lo que sea que sus residentes se propusieran, ya fuesen cadenas de montaje, sellos discográficos o asociaciones sindicales revolucionarias. A la ciudad se le atribuye la invención y producción en serie del propio siglo XX, mientras de manera simultánea sus trabajadores se ponían al frente de las revueltas contra las injusticias de la época. Sus fábricas pusieron al mundo sobre ruedas e impulsaron la legislación laboral. Sus trabajadores y pensadores provocaron y alentaron algunos de los movimientos de resistencia más influyentes del país.
Detroit: cada artículo sobre ti debería incluir una carta de amor, una nota de agradecimiento, una lección de historia ya que sin ti…
Sin embargo son muy pocos los que advierten que la ciudad que fuera el arsenal del siglo XX también puede servir de modelo para una época más precaria. Lo que nos devuelve a las ejecuciones fiscales en serie del momento actual. Más de 60.000 viviendas, aproximadamente la mitad de ellas ocupadas, van a ser subastadas. Se calcula que unos 100.000 residentes -alrededor de la séptima parte del total- se encaminarían hacia lo que muchos ya llaman una «cinta transportadora» de desahucios.
Es una imagen que se viene rápidamente a la cabeza en una ciudad cuyas fábricas de automóviles fueron famosas por sus eficientísimas plantas de producción. Lamentablemente, estos días resulta demasiado fácil imaginarse la versión del siglo XXI de una clásica cadena de montaje de Detroit procesando a sus propios residentes, trabajadores, y jubilados: todos los que ya no necesita, los demasiado viejos, los demasiado jóvenes, los poco preparados, los demasiado ineficientes para una ciudad posbancarrota. Al parecer, hay que convertir a estos indeseables en un montón de refugiados económicos subidos en una cinta transportadora hacia ninguna parte. Aunque a todo el mundo le gusta oír hablar de la legendaria Detroit industrial, nadie quiere saber nada de su descendencia desindustrializada y mucho menos de sus ejecuciones: otra vez no.
Mike Shane, residente en Detroit y uno de los promotores del grupo anti-ejecuciones Moratorium Now! (¡Moratoria Ya!), lo sabe mejor que nadie. «Llamamos a la prensa y responden, dadnos cualquier cosa menos ejecuciones», me dice con tristeza.
Unir los puntos
El 31 de marzo algunas personas consiguieron hacer los «arreglos» necesarios para salvar sus hogares. Entre ellas se contaba una mujer con un peinado al estilo Hillary Clinton que llevaba viviendo en la calle Winthrop desde los años sesenta pero que, como muchas otras personas de clase trabajadora, se había retrasado en el pago de impuestos. «Me preguntaron, ‘¿Por que no pagó el impuesto de bienes inmuebles?'», explicaba mientras descansaba en uno de los bancos del primer piso. «Y yo dije, ‘porque me dio un infarto'».
El año pasado, recordaba, la vivienda de una vecina iba a sacarse a subasta pública. Un hombre que vivía en el mismo bloque reconoció la dirección en la lista de propiedades que se subastaban y compró de nuevo la casa para ella, me cuenta. «Le dijo a la mujer ‘páguemela cuando pueda, si puede'».
Detroit está llena de historias parecidas repletas de un terco sentido de esperanza. Pero hay muchísimas más direcciones en la lista de ejecuciones que vecinos angelicales. A primera hora de la tarde de ese último día de marzo, con el edificio a punto de reventar con miles de personas en su interior, la oficina del condado admitió su incapacidad de hacer frente a la situación y amplió el plazo de las ejecuciones otras seis semanas.
«No sé si será porque están absolutamente desbordados», se preguntaba Mary Crenshaw, una mujer de ojos hundidos que se sintió aliviada con el anuncio, pues le daba tiempo a recibir el pago único de jubilación de British Airways, su antiguo empleador. Había venido a salvar su vivienda familiar en Highland Park, una pequeña ciudad absorbida por Detroit cuyas casas lucían antaño suelos de roble y ventanas de cristal biselado. Hoy más de la mitad están vacías, los jardines descuidados, las ventanas clausuradas, los antiguos propietarios expulsados del vecindario después de verse atrapados en una de esas cintas transportadoras de ejecuciones.
Después de todo, esta crisis de ejecuciones fiscales viene pisándole los talones al último gran desalojo de la ciudad: el desastre hipotecario de 2008, que se expandió por Detroit como una marejada arrastrando fuera de ella a casi un cuarto de millón de personas y dejando a su paso decenas de miles de propiedades desocupadas.
El hecho de que el gobierno de la ciudad esté amenazando con desahuciar a lo largo de este año a la séptima parte de los habitantes que le quedan por no haber pagado el impuesto de bienes inmuebles podría parecer un tanto absurdo hasta que uno empieza a unir los puntos: los cortes de agua masivos, el cierre de docenas de escuelas públicas, el abandono de las bocas de incendios en determinados barrios y ahora esta avalancha de ejecuciones.
Al observar el patrón que aparece se ve que Detroit no es solo una ciudad en mitad de un «revival«, como aseguran los inversores y los medios nacionales. Es verdad que está habiendo nuevos desarrollos urbanísticos en algunos barrios y que los funcionarios municipales anuncian grandes cambios, a menudo ilustrados con documentos coloridos que muy bien podría haberlos formateado un equipo de magos del diseño gráfico en la parte de atrás de los autobuses de Google en San Francisco.
Pero esa es solo una parte de la historia de Detroit. Para sus habitantes con pocos recursos, negros y viejos, Detroit no es una ciudad en auge sino asediada.
Una emergencia que no se acaba nunca
Una ventosa tarde de sábado, justo dos semanas antes de la fecha límite para las ejecuciones, en la Old Christ Church, la iglesia protestante más antigua de Michigan, tuvo lugar una asamblea popular de emergencia en contra de las ejecuciones fiscales donde se trató el asunto. Era una de las varias «asambleas populares» que se habían convocado para discutir la última crisis de una ciudad a la que no le han faltado en los últimos años. Antes de las asambleas sobre ejecuciones fiscales hubo asambleas en contra de las ejecuciones hipotecarias, campañas anti-desahucios (Emergency Pack-The-Court Actions), en defensa de las pensiones y los servicios (Emergency Town Halls to Defend City Pensions & Services), en contra de la gestión del director financiero de emergencia (Emergency Meetings Against the Emergency Financial Manager), etc.
«Emergencia» ha sido la palabra del momento durante años y años. Ese sentido de urgencia interminable invadiéndolo todo lo encontramos también en la literatura de estos grupos, en las chillonas letras mayúsculas, en los equivalentes tipográficos de los signos de exclamación. Cuando me enteré del último acto que acababa de tener lugar estaba en una reunión con Mike Shane y le dije: «No ha habido una sola vez en los tres años que llevo viniendo a Detroit que al llegar no fuerais a celebrar una asamblea popular de emergencia al sábado siguiente».
Shane se rió. «Sí, es cierto», contestó. «Llevamos así más o menos desde 2007».
Ese día la Old Christ Church tiritaba de frío. Del banco ubicado a mis espaldas llegó el crujido de los abrigos de dos niños que se retorcían. A su lado estaban sentados su abuela y su abuelo, Lula y Daryl Burke, que habían venido a contar cómo se vendió su casa en una subasta pública el año anterior. Lula explicó que con la ayuda de la plataforma anti-desahucios Detroit Eviction Defense, un movimiento de base, habían logrado convencer al comprador de que les vendiese la que había sido su casa.
Su propia iniciativa también ayudó. La mujer recordaba haberle dicho al inversor que había adquirido su casa en la subasta que ahora podía intentar vender la vivienda a otro. Pero claro, antes de que pudiera hacerlo, ella estaba dispuesta a vaciarla por completo. «No va a tener ni caldera ni baño ni puertas ni ventanas, ni siquiera interruptores de luz», le advirtió.
En la pared detrás del altar había tres ángeles vestidos de blanco pillados en mitad de sus juegos, ignorantes de las condiciones actuales de la que una vez fuera su majestuosa ciudad. Delante de ellos estaba el abogado Jerry Goldberg, un destacado activista en contra de las ejecuciones hipotecarias. «¿Vamos a permitir 62.000 ejecuciones más este año?» tronó su voz, su rostro cada vez más rojo. Me enteré luego de que, años atrás, Goldberg había vendido cacahuetes en el viejo estadio de los Tigres de Detroit (hoy convertido en un aparcamiento), donde supo sacar buen provecho a su implacable vozarrón.
«¡No!», respondió enfáticamente a su propia pregunta. «¿Vamos a permitirles que conviertan nuestros barrios en un montón de estanques?»
Quizá debería haber comenzado por ahí: en algunos de esos últimos y llamativos documentos de planificación de la ciudad elaborados con Adobe InDesign, ciertos barrios decadentes aparecen transformados en estanques. O, para ser más precisos, han sido convertidos en «depósitos de retención de agua», que los planificadores creen que permitirán a la futura Detroit gestionar mejor las aguas pluviales.
Minutos antes, Alice Jennings, una de las más célebres abogadas por la justicia social de la ciudad, había explicado que, según los documentos de planificación de Detroit, está previsto que esos depósitos de retención se construyan encima de barrios actualmente habitados. Es decir, también hablamos de estanques al hablar de ejecuciones fiscales en Detroit.
«¡No!», gritó Goldberg una vez más. «Tenemos que parar estas ejecuciones con una moratoria, una suspensión! ¡La idea de que eso no se puede hacer es absurda! ¡El Tribunal Supremo ya declaró en 1934 que durante un periodo de emergencia la necesidad de sobrevivir de las personas prevalece sobre cualquier contrato financiero! ¡El gobernador tiene la responsabilidad de declarar el estado de emergencia!»
Todas sus frases terminaban con signos de exclamación y en la iglesia resonaba aquel torrente de palabras. En un universo al revés Goldberg habría sido un subastador experto en vez de un hombre desesperado por salvar todas esas viviendas y a sus habitantes.
Quisiera dejar claro que Goldberg no está sugiriendo otra de esas declaraciones de emergencia que han servido a los gobernadores de Michigan para nombrar a dedo directores de emergencia para los municipios y distritos escolares desde Detroit hasta Muskegon Heights. En vez de eso, lo que está pidiéndole al gobernador es que declare el estado de emergencia bajo la ley 10.31 de Michigan, lo que permitiría a quien ocupe su puesto «promulgar ordenanzas, reglamentos y normas para proteger la vida y la propiedad» incluyendo, por supuesto, la paralización de las ejecuciones fiscales. En 1933 medidas similares permitieron a la legislatura de Michigan aprobar la Ley Moratoria Hipotecaria, luego confirmada por el Tribunal Supremo, que imponía la paralización de las ejecuciones hipotecarias durante 5 años.
Detrás de la aprobación de esa moratoria hubo, entre otras cosas, un Partido Comunista nacional bien organizado, cientos de consejos de trabajadores, miles de desahucios paralizados mediante la desobediencia civil y -me atrevería a decir, aunque no tengo pruebas documentales- un ingente número de «asambleas de emergencia».
¡Ay de aquellos que meditan iniquidad!
A última hora de la tarde Goldberg estaba descansando sus cuerdas vocales y aproximadamente una docena de personas del público esperaban en fila para acercarse al micrófono, entre ellas Cheryl West, un pequeña mujer de pelo gris que abrazaba con fuerza una gruesa Biblia contra su estómago. Cuando le llegó el turno de hablar empezó diciendo: «Perdí la que fue mi casa durante 60 años». No había ni rastro de amargura en su voz, tan solo un toque de asombro e incredulidad. «Ha sido una verdadera odisea. Una verdadera odisea».
«Permítanme hacer un poco de historia», continuó. «Toda mi familia está muerta. Mi padre fue el primer profesor de música afroamericano de Detroit, posiblemente de todo el estado de Michigan. Trabajó en las escuelas del estado. Vivió en esa misma casa. Vivió allí las revueltas de 1967, estábamos justo en el lugar donde comenzaron. Mi hermana era periodista y durante las revueltas fue una de las personas que sacó la historia en los medios porque entonces trabajaba para la UPI. Mi hermana apareció en la portada del London Times, hasta allí viajaron sus noticias de la ciudad ardiendo a nuestro alrededor».
Luego, después de hacer unos pocos comentarios más sobre su pasado, abrió la Biblia. «Como estamos en una iglesia…», dijo a modo de explicación y empezó a leer del Libro de Miqueas. Se saltó el principio:
«¡Ay de aquellos que meditan iniquidad,
que traman maldad en sus lechos
y al despuntar la mañana lo ejecutan,
porque está en poder de sus manos!
Codician campos y los roban,
casas, y las usurpan;
hacen violencia al hombre y a su casa,
al individuo y a su heredad».
Indudablemente asumió que todos en la iglesia estaban familiarizados con tales «iniquidades» y las líneas bíblicas que las acompañaban. Al fin y al cabo, en los últimos años habían vivido la crisis de la ejecuciones hipotecarias de 2008, la imposición de un director de emergencia para la ciudad, cortes de agua masivos y recortes importantes de las pensiones en el caso de los trabajadores municipales, por no hablar de todos los males anteriores.
En su lugar leyó los versos que más le gustaban, esos que, según dijo, le había mostrado Dios cuando perdió su casa:
«A los que pasan seguros
volviendo de la guerra,
les despojáis del manto
que llevan sobre sus vestidos.
A las mujeres de mi pueblo
echáis fuera de las casas de sus delicias,
y a sus niños despojáis
de mi gloria para siempre».
Hizo una pausa y de repente, con una voz sorprendentemente poderosa, gritó la siguiente línea: «¡Levantaos e idos!»
Su admonición reverberó entre aquellas paredes. Y entonces, sonriéndose de su propia audacia, añadió: «The end«.
Poco después salimos de la iglesia. Pero ese no fue el final. Nunca lo es.
Ya hay, por ejemplo, una nueva fecha tope, el 12 de mayo, para que los residentes acuerden un plan de pago para no perder sus casas a causa de una ejecución fiscal. Eso ofrece más tiempo a la gente para atravesar las puertas giratorias de la Oficina del Tesoro del Condado de Wayne, subir hasta el octavo piso e ir luego al quinto, todo en un intento de encontrar la manera de bajarse de la cinta transportadora hacia ninguna parte. Y, por supuesto, también les concede más tiempo para celebrar asambleas populares con el fin de impedir, de una vez y para siempre, que siga funcionando esa cadena de montaje de desahucios y expulsión.
Sin embargo, incluso si esto sucediera, es indudable que estas reuniones, convocadas con muchas mayúsculas y signos de exclamación, seguirán existiendo. Se han convertido en parte integrante de esta ciudad, como lo son las mujeres y los hombres que las organizan, las iglesias que las alojan y los barrios cuya supervivencia depende de ellas. Después de todo, la peor injusticia no sería aquello que convocase la próxima asamblea popular de emergencia sino la posibilidad de una futura Detroit sin tales reuniones, una en la que estos encuentros y esta gente hubieran desaparecido, en la que todas las historias hubieran sido suprimidas. Imaginen entonces la peor iniquidad de todas, esa contra la que tantos están luchando: una Detroit donde las calles que una vez estuvieron pobladas hayan sido sumergidas en el silencio de los depósitos de retención de agua, donde los residentes de toda la vida hayan sido dispersados y desplazados por la cinta transportadora de las ejecuciones, y donde no quede nadie que sepa la historia de lo que fue anegado.
Laura Gottesdiener es una periodista freelance radicada en Nueva York. Autora de A Dream Foreclosed: Black America and the Fight for a Place to Call Home, ha publicado en Mother Jones, Al Jazeera, Guernica, Playboy, RollingStone.com, y lo hace habitualmente en TomDispatch.