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La democracia y L’Oreal

Fuentes: Rebelión

El mensaje más reconocible en las movilizaciones organizadas desde el 15 de mayo es el de pedir una «democracia real». ¿Qué sentido tiene? ¿Por qué tanta gente se ha identificado ahora, de pronto, con esta historia? Pues parece que hay varias cosas. Cuando decimos «democracia» todos/as entendemos, más o menos, un gobierno en que todas/os […]

El mensaje más reconocible en las movilizaciones organizadas desde el 15 de mayo es el de pedir una «democracia real». ¿Qué sentido tiene? ¿Por qué tanta gente se ha identificado ahora, de pronto, con esta historia? Pues parece que hay varias cosas.

Cuando decimos «democracia» todos/as entendemos, más o menos, un gobierno en que todas/os participan de alguna manera en la toma de aquellas decisiones que les afectan. Hablar de democracia «real» puede significar, entonces, dos cosas: por un lado, que exista realmente esa participación de todos/as en el gobierno y por otro que a través de esa participación se pueda intervenir realmente en esas decisiones.

Respecto a lo primero, esa participación, que sólo existe en España desde el 77 (salvando el paréntesis republicano), viene arrastrando, desde entonces, los problemas introducidos en la ley electoral transicionosa no tanto por la bendita Ley de D’Hont quediosconfunda sino, sobre todo, por la circunscripción del voto a la provincia decuandofernandosétimousabapaletó y no al ámbito de la elección en cada caso (local, autonómico, nacional o europeo), con el efecto acumulativo que eso ha ido teniendo, como todo el mundo sabe ya a estas alturas, de des-representación de opciones no mayoritarias a nivel nacional, y sobre-representación de opciones mayoritarias (o a veces ni siquiera tan mayoritarias) a nivel regional (en nuestro caso autonómico) en el parlamento, dando como resultado el bipartidismo éste estatal de facto con su bisagra en diversos partidos regionales que, además, a menudo han aparecido como demasiado centrados en el tema de las transferencias de poder (= gestión de dineros) por encima de sus afinidades ideológicas. Al menos parece que es esto lo que ha ido siendo percibido, cada vez por más gente, como una primera pérdida de realidad de su participación.

Pero aunque el caso ejemplar es el de aquellos votantes de opciones como IU, cuyos votos en las dos últimas elecciones nacionales realmente no contaron en absoluto, al menos, en todas aquellas provincias en las que no llegaron al 3% (pese a sus resultados globales a nivel nacional e incluso autonómico), ese no es un caso único. Con un sistema electoral como este la única posibilidad para una opción no mayoritaria -es decir: para cualquier posible partido no tradicional que tratase de comenzar a plantear alternativas a las propuestas de los partidos mayoritarios-, sería la de proponer a sus potenciales votantes que se mudaran masivamente a Murcia para poder llegar a estar realmente representados/as en el parlamento estatal.

Ese mismo problema de pérdida de representación de las opciones menos mayoritarias (y por tanto potencialmente más alternativas) se ha reproducido también, por arriba, en relación con las instituciones europeas, donde, a la vez que los altos índices de abstención en las votaciones han ido consolidando el mismo bipartidismo, la incorporación de nuevos miembros ha fragmentado aún más -regionalizando y provincializando y disolviendo territorialmente- el papel de las distintas ciudadanías nacionales y sus movimientos internos más diversos. Así, si a nivel nacional las opciones menos mayoritarias quedan desactivadas -hasta estando coordinadas- con la fragmentación de la circunscripción del voto, a nivel europeo -donde no parece, hoy por hoy, ni que existan atisbos de una posible coordinación para ellas-, esas mismas opciones están completamente ausentes.

La denuncia de esta falta de capacidad del sistema para representar cualquier otra realidad que no sea la del bipartidismo mayoritario rotatorio y cuasihereditario es uno de los temas que han aparecido continuamente en las protestas, y es lo que les ha dado, incluso, una primera forma y un primer impulso bajo el hashslogan de «#nolesvotes» que se caracteriza, a la vez, por su no adscripción partidista -de hecho, hasta los colores de los carteles convocando a las concentraciones eran el amarillo y el negro (evitando el rojo y el azul)- y por su clara adscripción democrática, ya que es una llamada a la participación, al voto -pero a un voto no condicionado por un sistema que ha convertido en «inútiles» a ciertos votos y consagrado como «votos útiles» sólo a los mayoritarios (regional o nacionalmente)- , y no una invitación a la a inacción, al boicot o a la abstención -por más confusión que se introduzca al respecto-, diferenciándose así también de ciertos movimientos «antisistema» -así llamados-, más radicales en su rechazo del sistema democrático o de la democracia parlamentaria.

Pero junto con este sentimiento de pérdida de contacto participativo con las instituciones democráticas experimentado por aquella parte de la ciudadanía que no se siente representada por los partidos mayoritarios, hay otro elemento igualmente fundamental y, probablemente mucho menos minoritario que tiene que ver con el segundo sentido en el que podía estarse echando en falta ese carácter de «real» en una democracia como la actual, a saber: el de hasta qué punto a través de esa participación -incluso cuando se la lleva a cabo votando por opciones mayoritarias como las representadas por los grandes partidos- se está realmente interviniendo en la toma de las decisiones que, realmente, nos afectan.

En este sentido, a todos esos desengaños con que los grandes partidos nacionales mayoritarios -sean otanes, decretazos, guerrasdeirakes, rescatabancazos, pensionazos, descuatrocientoseurazos, etc.- han ido sembrando desde hace décadas España de corazones partíos, y que han hecho que ya hasta el propio régimen parlamentario empiece a parecer como algo realmente incontrolable democráticamente, se ha ido uniendo con creciente intensidad el recelo despertado por la sombra cada vez más oscura que arrojan por encima suyo unas autoridades mucho más distantes, inescrutables e inapelables como son las europeas.

La indiferencia demostrada por la ciudadanía española y europea por estas instituciones, contrasta violentamente con el peso que las decisiones tomadas allí han ido adquiriendo en sus vidas, y con la manera en que, quedito quedito, han llegado a condicionar y a limitar seriamente las propias decisiones en las que estos/as ciudadanas/os podían efectivamente participar en la actividad política, al menos desde su esfera nacional.

Es bastante evidente la forma en que durante los últimos años Europa se ha convertido en una especie de cartel de «pregunte en la otra ventanilla» que todas las instituciones, locales, autonómicas y nacionales, han colocado encima de la puerta mientras iban «adaptando a la normativa europea» desde la producción de los quesos de cabra hasta la frecuencia de las señales de los canales de televisión. El modo en el que se impuso la reforma de las universidades -ante las lamentables profesiones de impotencia y la completa claudicación de autoridades nacionales como la española para las que parecía «como si es que hubiera bajado el jodido Moisés de la montaña con los acuerdos de Bolonia metidos en el culo» (por decirlo con las palabras de un manifestante)-, fue el anuncio de todo lo que ha seguido cayendo después, hasta acabar con la venida a España de la mismísima Merkel hecha hombre.

Si, por abajo, la representatividad parece que se disuelve en una ciudadanía provinciana, localizada, territorializada y superpulverizada, por arriba la efectividad de su ejercicio es como si se chocara contra una especie de techo de cristal de unas instancias que son vividas como una cosa así como imperial, dada su lejanía (¿pero quién se va a ir a manifestar allí a Bruselas que está en casadiós con el frío que hace y si no hay ni sitio para estar porque eso es un poblacho?), dado el amasijo de complejidad administrativa, legal e institucional que le rodea (que ya hubiese querido para sí el Sacro Imperio Romano Germánico), y dada su capacidad de subordinar a las propias soberanías nacionales descolgándose con unos decretos que nadie ve venir, de los que nadie ha oído hablar hasta que parece que ya es demasiado tarde y ya no tienen remedio.

Esta falta de identificación con las superinstituciones europeas se agudiza, además, en el caso de nacionalidades periféricas como la Española, cuyos representantes (incluso aun tratándose de representantes integrados en los grupos mayoritarios del parlamento europeo) ven continuamente cómo sus posibilidades de influir en las decisiones de Europa, defendiendo los intereses de sus ciudadanas/os nacionales, chocan constantemente con las directrices impuestas por las potencias centrales de la UE que dan la impresión de estar jugando a un juego que han inventado ellas, en el que juegan 27 contra 27, pero donde siempre gana Alemania (por decirlo como Lineker).

Ese estrechamiento de los márgenes de maniobra de los dos grandes partidos nacionales a la hora de tomar decisiones capaces de influir, realmente, en esa realidad que se vive actualmente en su nación, tal y como ha sido completamente asumido, al menos por ellos mismos, como un hecho consumado al que no resulta realista oponerse, acaba reduciéndolos a ser, en realidad, una misma opción, y es lo que aparece también en otro de los hashlóganes más difundidos al hilo de las últimas manifestaciones: #PPSOE y similares.

Así pues, cuando alguien mete una papeleta en una urna de Cuenca, puede que sea más o menos realista pensar que eso va a influir de alguna manera, por poco que sea, en cómo su ayuntamiento o su comunidad autónoma van a gestionar los dineros que les va a repartir su estado nacional; puede que, incluso -especialmente en el caso de quienes optan por iniciativas mayoritarias (nacionales o regionales)-, sea realista tener alguna esperanza de que eso vaya a influir en la manera en que su estado nacional va repartir los dineros que va a ingresar y hasta en la forma en que se cuida a los dependientes, o se previene la violencia machista, o se ayuda a las pymes o se financia a la iglesia, o se conduce, se fuma, se bebe, etc. en su país, lo que está muy bien; pero lo que parece ya mucho menos realista, hasta en esos casos, es creer que eso va a tener algún efecto real en lo que Europa le va a dejar a nuestro estado nacional ingresar o repartir, o en lo que nos va a exigir que hagamos y deshagamos si no queremos que nos vengan a embargar el estado como a los griegos; y eso por no hablar de, hasta que punto, esa/e votante de Cuenca es consciente de que ni siquiera va a poder influir, realmente, en esas otras decisiones en cuya toma realmente no va participar -por más que sean las que más profundamente le/la van a acabar influyendo, las que van a tener realmente unas consecuencias globales capaces de modificar de forma radical (como de hecho ya lo están haciendo desde hace tiempo) sus condiciones de vida-: las decisiones que van a tomar quienes dirigen nuestro bloque (el occidental), unos partidos y unos líderes a los que no vamos a poder votar o dejar de votar. La expectación con la que fueron seguidas en Europa -hasta en Cuenca- las últimas elecciones presidenciales en USA (frente al desinterés generalizado suscitado por el proceso de ratificación de la Constitución Europea) es suficientemente indicativa respecto a ese desfase entre el carácter decimonónico de nuestra ciudadanía provincial y nuestra soberanía nacional, y la dimensión supraestatal y global de las esferas de decisión real, que es causa también de ese aspecto irreal e ineficaz que ha ido adoptando la participación democrática. Si las autoridades europeas tienen para las/los ciudadanos/as españolas/es un carácter imperial y medio teocrático, y nos parecen tan ajenas a todas nuestras posibilidades de control político como el Santo Papa de Roma, las americanas tienen un carácter directamente alienígena. Nuestro planeta simplemente ha sido invadido por ellos, como en V, no hay más que decir, porque en el fondo ni siquiera nos creemos del todo que sean de verdad, que no sean todos actores -como Reagan-, y que pretender influir políticamente sobre eso no resulte tan inverosímil como intentar cambiar el final de una película de Tarantino desde la butaca.

Y sin embargo, por detrás de toda esta irrealidad que ha ido difuminando la concepción misma de la participación ciudadana desde el punto de vista formal, y como consecuencia de su difícil adecuación al las dimensiones del nuevo contexto social en el que ha de ejercerse, lo que también está saliendo a la luz por detrás de todos los hashloganes y de todas las pancartas y de todos los twitts, mails, posts, y blogs, es el hecho de que si por «democracia» entendemos esa forma de gobierno en que todos/as participamos en la toma de aquellas decisiones que nos afectan, nos encontramos en un mundo en el cual las decisiones que más profundamente nos afectan, no sólo tienen hoy en día dimensiones formalmente globales y no pueden ser tomadas por ciudadanías provincianas aisladas y alienadas unas respecto de las otras, sino también un carácter descarnadamente económico y que, por tanto, la mera existencia de unas instancias económicas y globales como las grandes corporaciones financieras e industriales, que están completamente fuera del control político -organismos en los cuales los/as ciudadanas/os sencillamente no participan como tales y cuyas restricciones regulativas son ridículas-, y su manifiesta capacidad de tomar y de hacer que se tomen decisiones tan graves y que repercuten de forma tan directa sobre las/os ciudadanos/as como las que se han estado tomando a raíz de esta crisis, es lo que desrealiza por completo, esta vez desde un punto de vista material, el carácter democrático de nuestras instituciones políticas y deja al descubierto que el lugar que ocupamos las y los ciudadanos/as realmente en el sistema no es más que un corralito. Tanto las condiciones formales, como las condiciones materiales de la democracia, son igualmente reales, y ningún sistema democrático puede ser, sin un control político efectivamente real de ambas, más que simple maquillaje (como el que se anunciaba en la gran valla publicitaria de Sol). Pero bueno, eso ya se lo han contado.

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