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La democratización ambiental, pieza clave en el posconflicto colombiano

Fuentes: Rebelión

«No hay un camino para la paz, la paz es el camino» Mahatma Gandhi   Colombia en transición hacia la paz con justicia ambiental El año 2016 marca un nuevo comienzo en la historia de Colombia. Con la ratificación del acuerdo entre el Estado colombiano y las FARC se pretende poner fin a un período […]

«No hay un camino para la paz, la paz es el camino»

Mahatma Gandhi

 

Colombia en transición hacia la paz con justicia ambiental

El año 2016 marca un nuevo comienzo en la historia de Colombia. Con la ratificación del acuerdo entre el Estado colombiano y las FARC se pretende poner fin a un período de más de 50 años de hostilidades. Igualmente quedó abierta la puerta para la negociación entre el Gobierno nacional y el Ejército de Liberación Nacional – ELN.

Sin minimizar la trascendencia de este proceso, argumentamos que el fin del conflicto armado en Colombia podría conducir a la exacerbación de los conflictos socioambientales que han caracterizado la larga historia de actividades extractivas y de los métodos violentos que han primado en este país para lidiar con dichos conflictos. Recordemos que el Gobierno de Colombia depende del sector extractivo como generador de ingresos y ha asignado grandes áreas a inversionistas privados para el desarrollo de actividades asociadas con la extracción petrolera, minera, y los monocultivos para exportación; y por otro lado, porque propone el extractivismo como fundamental para financiar espera que los ingresos que se obtengan del extractivismo sean una fuente fundamental de financiamiento de muchos compromios del proceso de transición a la paz.

Con la terminación del conflicto armado se desactiva un foco de violencia en los territorios, y se crea la idea de que ahora será más fácil el acceso a las áreas previamente afectadas por la guerra, existiendo, por lo demás, una creciente demanda mundial de minerales y energéticos como el petróleo. Es probable, entonces, que se amplíen los extractivismos con lo que se estaría abriendo la posibilidad de que se exacerbe la violencia intrínseca a los mismos.

A las comunidades marginadas de zonas rurales que han sido gravemente afectadas por el conflicto armado, les preocupa este modelo extractivista que se expande cada vez más en sus territorios. En este contexto, aún en condiciones muy adversas por el conflicto y sus secuelas, se han activado mecanismos de resistencia y de participación democrática para poder intervenir de forma vinculante y consecuente en las decisiones sobre el uso de los bienes naturales locales en actividades que podrían impactar sus medios de vida y su entorno.

Desde 2004 varios mecanismos de participación democrática incorporados en la Constitución de 1991 han sido activados por las comunidades afectadas con la llegada de las actividades extractivas en sus territorios [1] . Estos mecanismos incluyen el referendo, la iniciativa popular normativa y legislativa, la consulta popular, el cabildo abierto y las veedurías ciudadanas [2] , y han sido llevados a la práctica con el fin de proteger las fuentes de agua, las economías locales, y debatir visiones alternativas al extractivismo. Los casos en que alguno de estos mecanismos fue efectivamente usado, así como en los que fueron bloqueados por diferentes actores estatales, reflejan las potencialidades y las barreras en la democratización ambiental.

 Metabolismo social, extractivismo y fronteras extractivas

Para entender lo que sucede nos proponemos adentrarnos en el análisis de la mano de tres conceptos que son útiles para razonar sobre la relación entre los conflictos socio-ambientales y la economía: metabolismo social, extractivismo y frontera extractiva.

El primero es el concepto de metabolismo social, que se refiere a la manera en que las sociedades organizan los intercambios de energía y materiales con la naturaleza (Martínez-Alier, 2009). En él se describen la escala y las velocidades de uso de los bienes naturales, tanto para el consumo como para depositar residuos resultantes de los procesos de transformación (que llamaremos sumideros). Por lo tanto el metabolismo social es un concepto que vincula los procesos económicos con el consumo, el agotamiento y la apropiación del patrimonio natural.

El metabolismo social está aumentando a un ritmo nunca antes visto. Esto es debido a los cambios en los patrones de consumo y producción de grandes grupos humanos, en particular en China y no muy atrás la India; también por la búsqueda de rentas del capital global, y el crecimiento de la población que se ha multiplicado por cinco desde 1900 (Martínez-Alier et al., 2010). Las economías asiáticas en crecimiento están exportando menos de sus propios bienes naturales y aumentando su demanda de energía y materia, sumideros y fuerza de trabajo de otras regiones, en competencia con los tradicionales países centrales cuyas economías hasta ahora han estado basadas en el acceso desproporcionado a recursos con base en su poder económico, político y militar (Brand y Wissen, 2013).

Estas tendencias están exacerbando la presión para extraer bienes naturales desde regiones periféricas como África y América Latina, con consecuencias socioeconómicas y ambientales importantes para estos continentes (Muradian, Walter y Martínez-Alier, 2012). La intensificación de la extracción de materia y energía en América Latina responde a lo que Maristella Svampa ha llamado el consenso de los commodities, «basado en la idea de que hay un acuerdo tácito o explícito sobre el carácter irrevocable o irresistible del extractivismo como resultado de la creciente demanda mundial de commodities» (2015: 67).

La intensificación del metabolismo social a través de la extracción de bienes naturales en América Latina se refleja en dos indicadores. La balanza comercial física y la balanza comercial monetaria. La balanza comercial física es la diferencia entre el número de toneladas de materiales que son importados por una economía y el número de toneladas que se exportan. Con términos de intercambio negativos (una tonelada de importaciones más cara que una tonelada de exportaciones) conduce a una balanza comercial monetaria negativa. En Colombia, se ha producido un aumento significativo en la cantidad de materiales exportados desde el año 1985 en comparación con los materiales importados. Las exportaciones de petróleo, carbón, ferroníquel, oro, y agrocombustibles y otros materiales superan las importaciones en un factor de no menos de tres (Pérez-Rincón, 2014); esta tendencia está presente en toda América Latina. (Vallejo, Samaniego, Martínez Alier 2015).

A pesar del gran desequilibrio comercial físico, Colombia y otros países de la región no son capaces de pagar sus importaciones. Los términos de intercambio negativos de dos a cinco veces conducen a una balanza comercial monetaria negativa. El déficit comercial conduce a una intensificación del metabolismo social ya que este déficit debe ser compensado con más extracción, con más beneficios a los inversionistas extranjeros, que incluyen la reducción de las normativas sociales y ambientales. A lo anterior se suma un creciente proceso de endeudamiento público, que tarde o temprano tiene que ser pagado, normalmente recurriendo a una ampliación de los extractivismos.

Recurrimos al concepto de extractivismo, en segundo lugar. El extractivismo, en general y a lo largo de la historia, se refiere a actividades que remueven, casi siempre de forma intensiva, grandes volúmenes de recursos naturales, y cultivan de manera agroindustrial con muchos insumos, sobre todo para exportar según la demanda de los países centrales, sin mayor procesamiento. Normalmente, requieren grandes montos de inversión y provocan efectos macroeconómicos relevantes, así como graves impactos sociales, ambientales y culturales en los territorios afectados (Gudynas, 2011) [3] . El extractivismo no se limita a minerales o petróleo. Hay también extractivismo agrario, forestal, pesquero, inclusive turístico (Machado, 2015). Así, en línea con Eduardo Gudynas (2016) -quien propone esta definición- es mejor hablar de extractivismos.

El concepto «extractivismo», junto con conceptos como «acumulación originaria» (Carlos Marx), permiten explicar el saqueo, acumulación, concentración, devastación colonial y neocolonial, así como el origen del capitalismo moderno. Por otra parte, el «extractivismo» sumado a conceptos como «acaparamiento de tierras» (Landnahme, en el sentido de Rosa Luxemburg), «acumulación por desposesión» (David Harvey) o «extrahección» (Eduardo Gudynas), ayudan a entender la evolución actual del capitalismo moderno e, incluso, el «desarrollo» y «subdesarrollo», como dos caras del mismo proceso de expansión del sistema capitalista mundial.

Si bien el extractivismo comenzó hace más de 500 años, ni éste ni la conquista y colonización (atados al extractivismo) concluyeron al finalizar la dominación europea en América Latina. Estos procesos siguen presentes en toda la región, sea en países con gobiernos neoliberales o «progresistas»; [4] basta observar cómo con estos últimos gobiernos se expanden aceleradamente los extractivismos en la actualidad.

Un tercer concepto útil es el de la frontera extractiva (Moore, 2015). Las fronteras extractivas son los territorios de los que depende el capitalismo como las proveedoras de recursos (alimentos, materias primas, energía, mano de obra) para ser transformados y consumidos o usados como sumideros donde se depositan los residuos de la transformación y la utilización de los recursos. El sistema capitalista metropolitano ha dependido siempre de un exterior menos desarrollado, sus colonias, por ejemplo, y de un proceso de ampliación permanente de sus fronteras, para asegurar el suministro de estos bienes y servicios.

Como explica Moore, desde el siglo XVI ha habido movimientos mundiales de apropiación de zonas fronterizas de baja o mínima mercantilización. Basado en el concepto de relaciones de valor, Moore (2014) explica que las fronteras extractivas se convirtieron en las mediadoras entre la reproducción de la vida y la acumulación de capital. Para Moore, la creación activa de las relaciones de valor determina el bajo nivel de precios que el sistema capitalista paga por los bienes naturales, la mano de obra y los sumideros. Se refiere a las formas en que las sociedades capitalistas han definido la naturaleza como fuente de bienes y servicios que están disponibles para aquellos que tienen el conocimiento y los medios para utilizarla. Por lo tanto, las sociedades capitalistas han creado naturalezas en letras minúsculas, a través del desarrollo de regímenes científicos y simbólicos necesarios para identificar, cuantificar, medir, y permitir el avance de la mercantilización. Este proceso también implica renombrar el agotamiento de los recursos como «producción» y la fijación de precios de los productos transformados por encima de los precios de los recursos necesarios para producirlos, por lo tanto, creando un sistema para extraer de forma continua, transformar y disipar los recursos naturales (Hornborg, 1998).

La intensificación del metabolismo social implica la expansión y el desplazamiento de las fronteras extractivas a nuevos territorios. La economía de los países o regiones centrales es tan dependiente de la energía y materiales de las fronteras, que incluso sin crecimiento económico, la presión en las fronteras extractivas tiende a crecer (Martínez-Alier et al., 2010). La continua expansión de las fronteras extractivas está conduciendo al agotamiento de estos bienes y entrando en territorios que son ecológicamente vulnerables y habitados por indígenas o grupos sociales históricamente oprimidos, y por lo tanto se crean condiciones para el surgimiento de cada vez mayores conflictos alrededor de la extracción de los bienes naturales (Muradian et al.2012; Martínez-Alier y Walter, 2016).

En este sentido se podría decir que una característica distintiva del capitalismo en la actualidad es que las fronteras extractivas de las que ha dependido históricamente son cada vez más problemáticas de ampliar. Esta tendencia puede ser calificada de dos maneras: en primer lugar, hay indicios de que los costos de la extracción de los cuatro insumos del capitalismo: mano de obra, alimentos, materias primas y la energía están aumentando, una tendencia que comenzó alrededor de 2003 (Moore, 2015). En segundo lugar, la extracción genera cada vez más resistencia por parte de los habitantes locales debido a múltiples razones, entre ellas los graves impactos ambientales de la extracción que se exacerban por la disminución de la calidad de las reservas minerales (Mason et al., 2011). Esto conlleva a un tercer aspecto, que tiene que ver con los métodos extremos que se requieren para extraer energía y minerales, mediante técnicas no convencionales y extremas, tales como la fractura hidráulica, que requieren enormes volúmenes de agua y energía, y procesos de ocupación invasivos. Todo esto aumenta los riesgos de accidentalidad para la naturaleza, los pobladores y los trabajadores. A la postre esto exacerba el uso de violencia involucrada en la apropiación de estos bienes.

La masiva apropiación de la naturaleza, o sea de «recursos naturales» extraídos vía múltiples violencias, atropella derechos humanos y derechos de la naturaleza. La violencia, entonces, como bien señala Eduardo Gudynas (2013), «no es una consecuencia de un tipo de extracción sino que es una condición necesaria para poder llevar a cabo la apropiación de recursos naturales».

No hay, en síntesis, un extractivismo bueno [5] y un extractivismo malo. El extractivismo es lo que es: en lo económico, un conjunto de actividades de extracción masiva de bienes primarios para la exportación que, dentro del capitalismo, se vuelve fundamental en el contexto de la modalidad de acumulación primario-exportadora. De este modo, el extractivismo es, en esencia, depredador; como lo es «el modo capitalista (que) vive de sofocar a la vida y al mundo de la vida, (…) la reproducción del capital solo puede darse en la medida en que destruya igual a los seres humanos que a la naturaleza», como afirmó el filósofo ecuatoriano Bolívar Echeverría (2010).

En este escenario los conflictos crecen permanentemente. Más aún cuando se amplían masivamente los extractivismos. Las comunidades que viven en las fronteras extractivas se resisten a abandonar sus territorios, sus medios de vida campesinos y trasladarse a las ciudades. Las sociedades, incluyendo las citadinas, cobran cada vez más conciencia de los efectos de tanta depredación, y se organizan para resistir. Frente a eso los gobiernos de toda la región -neoliberales y progresistas- recurren cada vez más a la represión para imponer los extractivismos [6] . Las empresas extractivas recurren también a mecanismos de imposición, en alianza con el poder gubernamental o recurriendo a grupos paramilitares.

En síntesis, las crecientes tensiones socio-ambientales en las fronteras extractivas están creciendo y ganando importancia geopolítica y geoeconómica. Por eso, ampliar las fronteras extractivas resulta cada vez más costoso, más riesgoso y más conflictivo.

 Conflictos socioambientales y violencia en Colombia

Vistas así las cosas, no es de extrañar que el mundo sea testigo de un aumento de conflictos ambientales sobre todo en regiones con ecosistemas vulnerables, una ocupación humana intensiva del territorio y altos niveles de organización social. Este es el caso colombiano.

Colombia reporta un elevado número de conflictos socio-ambientales en el atlas de justicia ambiental (AJATLAS 2016). Es el tercer país a nivel mundial -después de Brasil y Filipinas- con el mayor número de asesinatos de activistas ambientales (Global Witness 2016). La base de datos de luchas sociales del CINEP – Centro de Investigación y Educación Popular – para el período 2001-2011 registró 274 movilizaciones sociales asociadas con petróleo, carbón y la extracción de oro (CINEP, 2012). Estas movilizaciones, que corresponden sólo al 3,7 por ciento de las movilizaciones totales durante el período, mostraron un rápido aumento en 2005 y un crecimiento constante desde el año 2008.

Esto coincide con el análisis de los conflictos ambientales realizados por Pérez-Rincón (2014). Con base en los casos reportados en el atlas internacional de conflictos ambientales (EJATLAS 2016), Pérez-Rincón muestra que hasta el 2001 había 19 conflictos visibles en el país. Durante el período 2002-2010 correspondiente a los dos Gobiernos de Álvaro Uribe, se iniciaron 47 conflictos. Durante el primer Gobierno de Santos ya se habían reportado seis nuevos conflictos. 61 por ciento de los 72 conflictos estaban relacionados con la minería o la energía fósil (Pérez-Rincón 2014). Estos conflictos están asociados con la expansión exponencial de las actividades extractivas en los últimos años, como consecuencia de los cambios en el marco regulatorio para la transformación de la economía colombiana cada vez más en una economía minera. Esto se ha hecho principalmente facilitando la inversión extranjera en las actividades extractivas.

Los cambios comenzaron en la década de 1980 durante el Gobierno de Ernesto Samper con la redacción de un nuevo código minero, sacado adelante con la asesoría y la financiación del Gobierno de Canadá, un importante actor global en las actividades mineras. El código minero aprobado en 2001 durante el Gobierno de Álvaro Uribe redujo drásticamente las regalías que deben pagar al Gobierno de Colombia los inversionistas extranjeros, como un incentivo para dichas inversiones. Durante los ocho años de Gobierno de Uribe se concedieron aún mayores incentivos a la inversión extranjera a través de exenciones o reducciones fiscales, la flexibilización laboral y el desmoronamiento de las normas ambientales (Pérez-Rincón, 2014). Uribe transformó radicalmente la política petrolera, iniciando con la privatización de Ecopetrol, abandonando el contrato de asociación por el de concesión, que favorece notablemente a las empresas extranjeras, disminuyendo las regalías y flexibilizando aún más las normas ambientales y laborales, y otorgando beneficios tributarios a los inversionistas. La política de «confianza inversionista» del Gobierno de Uribe fue seguida por la «locomotora minero-energética» de los dos períodos del Gobierno de Santos.

No sólo se han mantenido los incentivos para la inversión extranjera en el sector extractivo, sino que se tiene la confianza en que este sector proporcione al menos parte de los aproximadamente US $ 45 mil millones de dólares que costará el post-acuerdo (de Angellis, 2015). El Fondo Monetario Internacional ha manifestado su confianza en que en el escenario del post-conflicto, las zonas rurales de Colombia tendrán un crecimiento económico muy superior a la de las zonas urbanas con base en las actividades extractivas como el petróleo (Noticias Uno, Octubre 9, 2016). Como se ve, la confianza en que el extractivismo dinamice la economía colombiana es enorme, inclusive para financiar el proceso de silenciamiento de las armas.

Los resultados de estas políticas se reflejan en una expansión significativa de la inversión extranjera directa, como se muestra en la figura 1. La reducción en los últimos dos años es el resultado de los menores precios internacionales de los commodities.

Figura 1.

Inversión extranjera directa en Colombia 2000 – 2015

Fuente: Banco de la República, 2016

La dependencia de los mercados foráneos, aunque resulte paradójico, es todavía más marcada en épocas de crisis. Así las cosas, todas o casi todas las economías atadas a exportar materias primas caen en la trampa de forzar las tasas de extracción de sus bienes naturales cuando los precios se debilitan. Buscan, a como dé lugar, sostener los ingresos provenientes de las exportaciones primarias. Esta realidad beneficia a los países centrales, pues un mayor suministro de materias primas -petróleo, minerales o alimentos-, en épocas de precios deprimidos, crea una sobreoferta, lo que debilita aún más sus precios. De esa manera, se genera un «crecimiento empobrecedor» (Bhagwati, 1958) y la sobre-explotación de las materias primas.

Las exportaciones totales de Colombia crecieron de 6.721 millones de dólares (FOB) en 1990 a 35.691 millones de dólares en 2015 (DANE, 2016). Actualmente el 59 por ciento de las exportaciones totales en términos monetarios corresponden a petróleo y carbón, mientras que el 5% corresponde a oro (Trading Economics, 2016). Sin embargo, la estructura de impuestos para los inversionistas extranjeros en el sector extractivo se tradujo en que durante el período de 2005 a 2010, por cada 100 pesos pagados por las empresas en impuesto sobre la renta, obtuvieron descuentos y beneficios entre 203 y 118 pesos para la minería y los hidrocarburos respectivamente (Rudas- Lleras y Espitia-Zamora, 2013).

Teniendo en cuenta la estructura global de la tributación de la minería y los hidrocarburos, Rudas Lleras-y-Zamora Espitia construyeron un indicador de la capacidad de estas dos actividades para generar recursos para los estados. Calcularon este indicador con datos de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL), y llegaron a la conclusión de que si bien Colombia tiene uno de los niveles más altos en los porcentajes nominales de impuestos, así como de regalías en América Latina, paradójicamente es de los más bajos en términos de los ingresos fiscales por unidad de valor agregado en el sector de la minería e hidrocarburos. Una de las diferencias más significativas con otros países de la región es que Colombia cobra 0% para sobre las remesas de utilidades para actividades mineras. De hecho Colombia, junto con Chile y Perú tienen los niveles más bajos de participación del Estado en los ingresos de estos sectores. En las dos últimas décadas, por cada dólar contribuido al PIB por la minería y los hidrocarburos, el estado recibió ingresos de menos de dieciséis centavos (en el mejor de los casos, durante los últimos años de bonanza de precios en los mercados mundiales) (Rudas- Lleras y Espitia-Zamora, 2013).

Las condiciones favorables para los inversionistas extranjeros en las actividades extractivas están asociadas con el aumento de los títulos y concesiones mineras y petroleras. Los títulos mineros otorgados en Colombia pasaron de 2.965 en 2002 a 9.131 en 2012. De estos títulos el 61% son para la exploración y el 39% para la extracción y representan el 4,4% del territorio nacional. De la superficie total concedida el 53% son para metales preciosos y de 26% para carbón (RNM, 2014). En el periodo 2000-2010 el área solicitada para concesión minera es de 67,5 millones de hectáreas, o el 59% del territorio nacional (CGR, 2011). Del mismo modo, la Agencia Nacional de Hidrocarburos, creada en 2004 para promover la exploración y extracción de petróleo ha otorgado concesiones sobre 33,49 millones de hectáreas para la exploración, incluyendo los de evaluación técnica y cuenta con 60,8 millones de hectáreas disponibles para posibles inversionistas. Actualmente hay 2,3 millones de hectáreas en explotación y 2,17 millones de hectáreas en otras etapas de negociación (ANH, 2017). De acuerdo con estas áreas, el 90% del territorio nacional de 114,2 millones de hectáreas es potencialmente una fuente de petróleo.

Con tal expansión de la frontera extractiva en Colombia, es difícil evitar la superposición con los territorios de comunidades negras, campesinas e indígenas, áreas estratégicas para el abastecimiento de agua y los ecosistemas de importancia natural y de identidad cultural. Los 72 conflictos ambientales analizados por Pérez-Rincón (2014) tienen influencia sobre una superficie de 4,8 millones de hectáreas y aproximadamente 7,9 millones de personas afectadas o potencialmente afectadas. Del número total de conflictos analizados, se encontró que 19 conflictos, es decir el 26% están dentro de las áreas de conservación (por ejemplo, parques nacionales, áreas protegidas o páramos); y el mismo número de conflictos dentro de territorios étnicos, lo que muestra la limitada eficacia de las leyes para hacer cumplir la protección del medio ambiente y las comunidades marginadas. Los grandes proyectos extractivos en territorios indígenas son los principales contribuyentes al riesgo de extinción de 64 grupos indígenas (ABColombia, 2012).

El otorgamiento indiscriminado de concesiones mineras está violando los derechos civiles y colectivos fundamentales, haciendo caso omiso de procesos locales (ambientales, territoriales, sociales y económicos). Efectos específicos incluyen procesos de desplazamiento de comunidades, cambio en el uso del suelo, impactos ambientales como la pérdida de suelo, agua, biodiversidad, paisaje, aire, la generación de residuos, lo cual también representa un riesgo para la soberanía alimentaria de las poblaciones locales y el país (Negrete-Montes, 2013).

Se ha reconocido que las actividades extractivas exacerban la violencia física en los territorios de diferentes maneras. Las zonas con importantes yacimientos mineros o petroleros o infraestructura hidroeléctrica tienen más presencia de fuerzas militares para proteger los proyectos extractivos y energéticos para controlar la oposición social a la extracción (COHDES, 2012). De hecho en Colombia se crearon los Batallones minero – energéticos con el propósito de proteger esta infraestructura, y 30% de la fuerza pública está destinada a esta labor. Las actividades de extracción de carbón, ferroníquel, oro y petróleo, así como varios productos agrícolas como el banano y el aceite de palma, esconden en muchos casos actos de violencia perpetrados por actores ilegales con la intención de hacer control social y político de los territorios (COHDES 2014).

Hasta la fecha, unos 6 millones de personas han sido desplazadas por la fuerza y al menos 8 millones de hectáreas (alrededor del 14% del territorio de Colombia) han sido despojadas a los propietarios originales como resultado del conflicto interno y la presión de proyectos extractivistas. Algunos de los que se han visto obligados a huir han sido blanco de una política deliberada para eliminar personas de zonas ricas en minerales y energía. Ya en el a ño 2000, el relator de las Naciones Unidas Francis Deng había identificado el desplazamiento como un medio para adquirir tierras por parte de grandes terratenientes, narcotraficantes, así como de empresas privadas que desarrollan proyectos a gran escala para la explotación de bienes naturales y el desarrollo de proyectos a gran escala, en algunos casos no sólo de capital nacional, sino también de empresas transnacionales (Naciones Unidas, 2000).

Amnistía Internacional ha documentado numerosos casos en los que miembros de la comunidad que tratan de oponerse a intereses mineros externos y a reclamar su propia minería artesanal y otros derechos territoriales han sido amenazados, desplazados o asesinados (Amnistía Internacional, 2015). Además, se ha encontrado que las actividades extractivas, especialmente la extracción de oro se articulan con el lavado de dinero de las drogas (Tubb, en prensa).

Hay que anotar que las zonas donde la guerrilla y el paramilitarismo tienen (o han tenido hasta hace poco) mayor presencia tienden a ser áreas con proyectos extractivos potenciales por sus grandes reservas mineras o energéticas. Esta visión general de las complejas relaciones naturaleza-sociedad en Colombia apunta a una posible paradoja de las próximas décadas del post-acuerdo de paz: que los conflictos socio-ambientales se intensifiquen si el Gobierno trata de facilitar la expansión de la frontera extractiva y más grave aún que se exacerbe el uso de la violencia para el manejo de estos conflictos. Este es un gran riesgo, si se tiene en cuenta que 41 de los 47 municipios de alta prioridad de acuerdo con las Naciones Unidas en el post-acuerdo tienen grandes áreas de parques naturales y reservas forestales. 17 de estos municipios tienen más del 50% de sus territorios bajo estas designaciones y 8 municipios del total de 125 priorizados tienen 100% de su superficie bajo alguna de estas figuras. Además en más del 80% de los municipios que han sido recientemente (desde 2010) afectados por el conflicto con las FARC, se han otorgado títulos mineros, con algunos municipios con más del 40% de sus territorios otorgados en concesiones mineras (ONU 2014).

En un comunicado, la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos en Colombia, destaca que a 30 de noviembre del 2016, la entidad había monitoreado 35 atentados y 52 homicidios en contra de líderes y lideresas defensoras de los derechos humanos y cinco casos más están en análisis [7] . Varios medios de comunicación alertan que han sido asesinados 104 líderes [8] , mientras que varias centenas han sido amenazadas. El mismo comunicado de la Oficina del Alto Comisionado resalta que la mayor parte de las víctimas está vinculadas a actividades en el ámbito rural: campesinado, indígenas y afrocolombianos, quienes han sido las principales víctimas del conflicto armado.

La visión del Gobierno de duplicar la extracción de carbón, cuadruplicar las exportaciones de oro, triplicar las zonas mineras entre 2011 y 2021 (ABColombia, 2015), mantener al máximo la extracción petrolera y ampliar la frontera agroindustrial, es un plan que claramente pasa por alto las preocupaciones socio-ambientales locales y globales y la contribución de las actividades extractivas al conflicto interno.

 La ola de democratización ambiental en Colombia

En este contexto las comunidades de todo el país han organizado resistencias con múltiples estrategias y en algunos casos han logrado retrasar, suspender o detener proyectos extractivos [9] . Algunas comunidades han activado los mecanismos de participación que se incorporaron en la Constitución de 1991, con el fin de decidir colectivamente si desean permitir las actividades extractivas en sus territorios o proteger las fuentes de agua, los suelos, los paisajes y sus medios de vida tradicionales. Estas iniciativas y las respuestas del estado muestran una tensión por generar/bloquear un proceso de democratización sobre el ambiente y los territorios.

 Primeras movilizaciones: 2006 – 2010

  • Escenarios deliberativos: La ola de democratización ambiental se inició en 2006, pero tiene una larga genealogía de casi 20 años con las luchas en la provincia García Rovira, donde la comunidad se ha opuesto a la extracción de carbón en el páramo El Almorzadero. Las movilizaciones sociales se iniciaron a través del cabildo abierto. En 1990 la empresa Carbones del Oriente S.A. – Carboriente descubrió una reserva potencial de 400.000 toneladas de antracita en el páramo El Almorzadero principalmente en el municipio de Cerrito. Desde ese momento, con el apoyo de organizaciones ambientalistas como Censat Agua Viva y el Cabildo Verde de Cerrito, párrocos locales y el movimiento campesino de la región se organizaron para frenar el proyecto minero. Entre 1995 y 2006, la comunidad de Cerrito y sus aliados organizaron dos audiencias públicas y dos foros para discutir los impactos de la minería en el páramo. Un resultado concreto de las audiencias públicas hasta 2006 fue la decisión del municipio de Cerrito de suspender todas las actividades mineras en su territorio a través de una ordenanza. Desde entonces la comunidad ha participado en los debates sobre los planes de ordenamientos territorial (POT) y ha tenido enfrentamientos verbales directos con los grupos guerrilleros y paramilitares, que han llegado a la zona en diferentes momentos ponderando la conveniencia de explotar la mina (Sandoval, 2013).

  • Iniciativa popular normativa: Uno de los logros más visibles de Cerrito se logró el 27 de agosto de 2010, cuando el concejo municipal aprobó por unanimidad una iniciativa popular normativa presentada por el Comité para la Defensa de El Almorzadero. Mediante esta iniciativa la minería está prohibida dentro de los páramos ya que son considerados ecosistemas frágiles esenciales en el ciclo del agua. Las iniciativas populares son un mecanismo a través del cual la ciudadanía promueve la adopción de normas de rango inferior ante el Congreso (leyes), asambleas departamentales (ordenanzas), consejos municipales o de distrito (acuerdos), y juntas administradoras locales (resoluciones), con el fin de que estos reglamentos «se discutan y posteriormente sean aprobados, modificados o negados» por el órgano correspondiente (Ley 134 de 1994, Art. 2). Los defensores tienen un papel importante en el procedimiento, porque participan en todas las etapas de la discusión de la iniciativa y, si el Estado no aprueba o modifica la propuesta, pueden apelar o transformar la iniciativa en un referendo, en cuyo caso se deben recoger firmas de al menos el 5% de los electores dentro de seis meses. De acuerdo con el Ministerio de Educación, entre 1991 y 2012 hubo nueve iniciativas populares nacionales; de éstas, sólo tres llegaron a Congreso, donde fueron rechazadas. Tres proyectos de ordenanza llegaron a las asambleas departamentales, donde también fueron rechazadas. Y cuatro acuerdos llegaron a los consejos municipales o de distrito, de los cuales sólo uno fue aprobado: la declaración del páramo El Almorzadero en el municipio de Cerrito, departamento de Santander, como un área excluida de la minería.

  • Referendo por el agua: A partir de 2007, y en parte motivado por las movilizaciones de García Rovira, un grupo diverso de activistas apoyados por el movimiento global del agua propuso preguntar a los ciudadanos si estaban de acuerdo en la incorporación de cinco principios en la Constitución: la responsabilidad del Estado para la protección del agua y de los ecosistemas que mantienen el ciclo hidrológico; la declaración del acceso al agua como un derecho humano fundamental; la obligación de respetar el valor cultural del agua para los grupos étnicos; la libre prestación de una cantidad mínima de agua para todos; y, la prestación directa de los servicios de agua y alcantarillado por parte del Estado o de comunidades organizadas. Esto se hizo en el marco del mecanismo de un referendo a través del cual las personas aprueban o rechazan un proyecto de norma jurídica, o revocan una que está vigente nivel local, regional o nacional. La campaña para obtener las firmas que validaran el referendo se inició en febrero de 2007 y terminó en septiembre de 2008 con la aceptación de más de 2 millones de firmas que superaron en un 45% el requisito mínimo (Urrea y Cárdenas, 2011). La recogida de firmas se hizo posible mediante la apertura de espacios públicos de deliberación a nivel nacional. Sin embargo, cuando el texto propuesto fue al Congreso para su debate muchos de sus componentes fueron modificados o eliminados, y el espíritu del texto original quedó completamente distorsionado. Después de una larga lucha para restaurar el texto del referendo a su versión original en mayo de 2010, la ausencia de los representantes no permitió obtener la votación de la mitad más uno de los miembros de la cámara (Urrea y Cárdenas, 2011) pata aprobar la iniciativa. Esta derrota interrumpió bruscamente un proceso de más de dos años, que había sido hasta el momento una de las mayores movilizaciones sociales vistas en el país.

  • Consultas populares regionales: En 2010 surgió un movimiento popular en Santander y Norte de Santander, inspirado en la iniciativa popular normativa de Cerrito, promoviendo la instrumentación de dos consultas populares para proteger los páramos de Berlín y Santurbán. Estos páramos proporcionan agua a una población de más de dos millones de habitantes en 72 municipios, incluyendo las áreas metropolitanas de Bucaramanga y Cúcuta; y son la base de los medios de vida de las personas en toda la región del Gran Santander (Roa-Avendaño y Rodríguez-Maldonado 2011). Son objeto de la disputa con la empresa canadiense Eco Oro Minerals Corporation, el nuevo nombre de la empresa Grey Star, que originalmente obtuvo la concesión minera. Esta empresa planea operar una mina de oro como parte del proyecto llamado Angostura, y ya ha invertido más de US $ 150 millones parte de los cuales fueron proporcionados por las instituciones financieras internacionales. Hasta el año 2011 Grey Star estaba planeando una mina de oro a cielo abierto, pero después de manifestaciones masivas, y la negativa del Ministerio de Medio Ambiente de conceder una licencia para el proyecto Angostura en el páramos Santurbán, la empresa rediseñó el proyecto y ahora planea operar una mina de túnel para extraer aproximadamente 2,7 millones de onzas de oro (Eco oro, 2015). Una revisión de constitucionalidad de estas consultas determinó que sólo la consulta para el departamento de Norte de Santander era factible, y se programó para el 30 de octubre de 2011. Sin embargo, a pesar de haber cumplido con todos los requisitos, la Comisión Nacional Electoral (CNE) y la Registraduría Nacional del Estado Civil (RNEC) no puso en práctica el procedimiento. Argumentaron que los paquetes electorales para las elecciones locales ya habían sido enviados sin las papeletas de consulta, y que por lo tanto era logísticamente imposible enviar las papeletas de votación adicionales (MOE, 2012).

El referendo nacional y las consultas populares a nivel departamental fueron intentos fallidos de democratización ambiental, pero sin duda crearon un entorno propicio para nuevos intentos de tener una mayor influencia en las decisiones tomadas sobre las fuentes de agua y medios de vida campesinos, para la reconstrucción del sentido de territorio desde una concepción ambiental, y la construcción de una pedagogía ambiental que ha logrado movilizar una buena parte de la ciudadanía.

 Intensificación de la lucha por la democratización ambiental: 2013 -2017

Entre el 2013 y 2016 la movilización ciudadana ha estado enfocada en consultas populares y ha tenido tres frentes: a la escala local con los entes territoriales para que respondan a los llamados populares; a la escala regional con los tribunales administrativos que determinan la constitucionalidad de las preguntas en un proceso que parece más político que técnico; y, a la escala nacional las comunidades han hecho alianzas con organizaciones de la sociedad civil para emprender luchas jurídicas para consolidar la participación ciudadana, la autonomía territorial y el deber del estado de contribuir a un ambiente sano.

  • Las consultas populares de Piedras y Tauramena: La lucha por la participación democrática en relación con el ambiente y los territorios se intensificó en 2013 con las consultas populares en los municipios de Piedras y Tauramena y sus resultados abrumadores en contra los proyectos extractivos. El 28 de julio de 2013, el municipio de Piedras, Tolima – donde la economía se basa en la agricultura y la ganadería – llevó a cabo la primera consulta popular dirigida contra una proyecto extractivo para proteger el municipio y el Río Opia del desarrollo de un distrito minero llamado La Colosa, que estaba previsto para ser una de las diez más grandes minas a cielo abierto en el mundo. Esta mina sería operada por AngloGold Ashanti (AGA), la tercera empresa extractora y procesadora de oro del mundo (Rodríguez-Franco, 2015). La alianza entre los campesinos, los grandes propietarios (productores de arroz), y las entidades municipales (alcalde y concejales), junto con el apoyo de varios comités ambientales, estudiantes y asesores legales activaron el mecanismo de consulta popular. Cinco meses y medio después, el 15 de diciembre de 2013 en el municipio de Tauramena, Casanare, una segunda consulta popular se llevó a cabo en respuesta a los planes de la compañía colombiana Ecopetrol para poner en práctica el proyecto de exploración sísmica Odyssea 3D en seis municipios de Casanare; Tauramena representa el 52 por ciento de la zona afectada. La comunidad estaba preocupada por los posibles efectos que la exploración sísmica tendría sobre las fuentes de agua. En el imaginario colectivo estaba el precedente de Yopal, la capital de Casanare, donde la exploración sísmica se había llevado a cabo en 1994 y había dado lugar a la pérdida de la fuente de agua para el año 2013 (Castaño-Valderrama, 2013). Ambas consultas de Piedras y Tauramena superaron el umbral obligatorio para su validez, de un tercio de la población registrada para votar, y la decisión de los ciudadanos para proteger los territorios en cuestión fue casi unánime.

Estos dos movimientos sociales generaron fuertes reacciones por parte del Gobierno nacional. Después de la consulta en Piedras, el Gobierno nacional intentó varias estrategias para prevenir la consulta en Tauramena, incluyendo amenazas de judicialización a los alcaldes por sobrepasar los límites de su competencia. Después de que ésta se realizó, las consultas de Monterrey, Pueblorrico, Ibagué, Cajamarca y Pijao han tenido que sortear una larga serie de obstáculos que bloquearon algunas y mantienen otras en vilo. Con las elecciones de alcaldes en el año 2015, que se posesionaron en el enero de 2016, los ciudadanos de Ibagué y Cajamarca pudieron constatar que para acceder a la democracia participativa, tenían que haber hecho uso de la democracia representativa. Se requería que los alcaldes y concejales los representaran a la hora de aprobar las consultas solicitadas por la ciudadanía. A la escala departamental las organizaciones comunitarias y los municipios se han enfrentado a los tribunales administrativos mediante el proceso de validación de la constitucionalidad de las preguntas y de las consultas en sí mismas, el cual parece ser también un proceso más político que técnico-jurídico.

  • Los decretos 934 de 2013 y 2691 de 2014: El Decreto 934 de mayo de 2013, impedía a los consejos municipales y las asambleas departamentales prohibir la minería en sus territorios, argumentando que la cuestión estaría bajo la jurisdicción exclusiva del Ministerio de Minas y Energía (MME) y el Ministerio de Medio Ambiente (MMA), por no estar relacionada con la gestión del territorio. Este decreto, sin embargo, fue suspendido el 3 de septiembre de 2014 por el Consejo de Estado (tribunal de lo contencioso administrativo y órgano asesor del Gobierno, una de cuyas funciones es la de emitir las acciones de nulidad por inconstitucionalidad de los decretos emitidos por el Gobierno nacional). El contralor general (máximo órgano de control fiscal, que tiene por objeto garantizar el uso adecuado de los recursos y bienes públicos) había presentado una demanda porque el decreto violaba la autonomía territorial teniendo en cuenta los principios de concurrencia y coordinación, que deben inspirar el reparto de competencias entre las autoridades locales y entidades nacionales. En vista del fracaso del Decreto 934, el Ministerio de Medio Ambiente emitió otro decreto sigilosamente el 23 de diciembre de 2014 en plena temporada de vacaciones navideñas. Su objetivo era «definir los mecanismos para acordar con las autoridades locales las medidas necesarias para la protección de un medio ambiente sano especialmente las cuencas hidrográficas, el desarrollo económico, social y cultural de sus comunidades y la salud de la población, en el contexto del proceso de autorización de la exploración y explotación minera». Sin embargo, este decreto establece que los municipios deben solicitar al Ministerio de Minas y Energía las medidas de protección por los posibles impactos de la minería. También indicó que dichas solicitudes deben ir acompañadas de estudios técnicos financiados por los municipios que prueben los efectos en el medio ambiente, así como los efectos económicos, culturales y sociales de las actividades mineras. Además se reservó el derecho de solicitar opiniones sobre las medidas de protección solicitadas por entidades competentes y empresas con un interés en el área de explotación propuesta.

    Ante la acción de nulidad presentada por el centro de estudios jurídicos y sociales Dejusticia, el 2 de julio de 2015, el Consejo de Estado suspendió temporalmente el decreto, argumentando que limitaba los derechos que la constitución otorga a las autoridades locales para decidir sobre el uso del suelo dentro de su jurisdicción. El proceso de nulidad de estos dos decretos aún no ha terminado ante el Consejo de Estado para establecer de forma permanente su constitucionalidad.

Mientras tanto el municipio de Pijao había presentado una acción de tutela ante el Consejo de Estado contra el Tribunal Administrativo del Quindío que había declarado inconstitucional la consulta solicitada por la ciudadanía y aprobada por el concejo municipal. El Consejo de Estado falló en contra de la tutela en dos instancias, ante lo cual la exconcejal Mónica Florez con la asesoría de Dejusticia solicitó la revisión del caso por parte de la Corte Constitucional, que emitió la sentencia T-445 de agosto 2016, que como se verá más adelante, consolida la consulta como mecanismo de participación ciudadana que los entes territoriales pueden convocar para decidir sobre el uso del suelo. Esta sentencia tuvo un impacto en las consultas de Cajamarca e Ibagué. Esta sentencia declaró la pregunta inconstitucional por contener elementos valorativos que inducen la respuesta en contra de la actividad extractiva. Las preguntas formuladas para Cajamarca, Ibagué y Pijao eran muy similares y la sentencia T-445 produjo varias demandas de inconstitucionalidad a las que el Consejo de Estado otorgó medidas cautelares ordenando suspender las consultas de Cajamarca e Ibagué.

En otra zona del país el municipio de Pueblorrico, ante la renuencia del Tribunal Administrativo de Antioquia de apoyar la consulta, la comunidad, a diferencia de Pijao que buscó la vía legal, optó por instrumentos legislativos populares autónomos como mandatos populares que hasta ahora han mantenido las actividades mineras fuera del territorio municipal, siguiendo el ejemplo de los resguardos indígenas de Provincial y Tamaquito en La Guajira, que decidieron realizar en 2015, sendas consultas autónomas para decidir frente a los proyectos mineros en sus territorios.

 Consolidación de la democratización ambiental

  • Las sentencias de la Corte Constitucional del 2016. Paralelo a las luchas locales por usar los mecanismos de participación disponibles, a la escala nacional se ha desarrollado otra lucha liderada por ciudadanos y ciudadanas buscando defender los principios constitucionales de la participación ciudadana, en contra de los decretos emitidos por el Gobierno nacional, acudiendo a las altas cortes mediante acciones de inconstitucionalidad y de tutela. La Corte Constitucional ha jugado un papel decisorio en defensa de las aspiraciones de la Constitución del 91 de profundizar la democracia, mientras que el Consejo de Estado ha tomado decisiones contradictorias. Algunas entidades del estado central como la Contraloría han defendido la participación, mientras que los ministerios de Ambiente, Minas y Energía, Interior y la Agencia Nacional de Minería han tratado de bloquear la participación de los municipios en temas de actividades extractivas en sus territorios con base principalmente en dos argumentos: la propiedad del subsuelo por parte del estado y la falta de competencia de los municipios para decidir sobre proyectos de interés público.

Desde la sentencia C-123 de 5 de marzo de 2014, la Corte había emitido un concepto sobre el artículo 37 del Código Minero, demandado por inconstitucionalidad por violar el principio de autonomía. En la sentencia la Corte había declarado este artículo constitucional, pero en el entendido de que la autorización de nuevas áreas mineras se realizara de común acuerdo entre las autoridades nacionales y territoriales. Más recientemente en mayo 2016, la Corte Constitucional declaró inconstitucional el artículo con base en un argumento presentado por los estudiantes de derecho de la Universidad de Antioquia. Ellos argumentaron que una interpretación efectiva de los principios de coordinación, concurrencia y subsidiariedad que regulan la distribución del poder entre diversas escalas de Gobierno, no es compatible con la declaración de una industria de alto impacto como la minería, como una actividad de utilidad pública e interés social; ni debe permitir la limitación de otros contenidos de la constitución incluyendo principios rectores como la participación ciudadana, la autonomía territorial, así como el deber de conservación del patrimonio natural y cultural de la nación.

En junio 2016 la Corte Constitucional tomó otra decisión importante, esta vez en respuesta a una acción de tutela interpuesta por la organización no gubernamental ambiental Tierra Digna sobre la protección de los derechos de las minorías étnicas a la consulta previa que estaba siendo violada con el establecimiento de áreas mineras estratégica por parte del Ministerio de Minas y Energía y la Agencia Nacional de Minería. En febrero de 2016 la Corte Constitucional también falló a favor de la protección del derecho fundamental al agua al declarar como inconstitucional la actividad minera en los páramos.

Finalmente en agosto de 2016 la Corte Constitucional, resuelve una demanda de tutela por la decisión judicial del Tribunal Administrativo del Quindío en contra la constitucionalidad de la consulta popular de Pijao que estaba basada en la carencia de competencia de los municipios para decidir sobre temas mineros. En la sentencia T-445, la Corte afirma que «… los entes territoriales poseen competencia para regular el uso del suelo y garantizar la protección del medio ambiente, incluso si al ejercer dicha prerrogativa terminan prohibiendo la actividad minera». Como fundamento la Corte reinterpreta el artículo 332 de la Constitución que establece que el subsuelo es propiedad del Estado Nacional, aclarando que los municipios también constituyen el Estado. Esta sentencia del 2016, consolida la participación ciudadana sobre el ambiente y los territorios. Su coincidencia en el tiempo con el fin del conflicto armado con las FARC envía un claro mensaje sobre la manera como se deberán tomar las decisiones con el fin de hacer la transición hacia la paz territorial.

  • La consulta popular de Cabrera. Cabrera es un municipio declarado Zona de Reserva Campesina en 2000. El 26 de febrero de 2017 el 44% de la población habilitada, salió a votar sobre los proyectos minero-energéticos, en particular un proyecto de la empresa Emgesa para, la construcción de 50 mini-centrales hidroeléctricas sobre 50 km del rio Sumapaz. De todos los votos el 97% fueron en contra del proyecto.

  • La consulta popular de Cajamarca contra el proyecto minero La Colosa. Siguiendo el ejemplo de Piedras, la comunidad de Cajamarca – donde AGA planea operar la mina de oro descrita anteriormente – realizó el 26 de Marzo de 2017 la consulta popular, después de años de intensa lucha política. Ignorando la solicitud presentada por la comunidad respaldada por las firmas requeridas, en el año 2015 la alcaldía de Cajamarca decidió no convocar la consulta. La composición del Concejo Municipal había cambiado radicalmente en las elecciones de 2011 pasando de un concejo con representación mayoritariamente campesina a una mayoría a favor de la minería. AGA (2014) hizo pública su oposición a las consultas populares en respuesta a un informe publicado por la organización británica Colombia Solidarity Campaign (CSC et al., 2013), y rechazó los resultados de la consulta popular en Piedras.

    En 2016, con un nuevo concejo municipal y la continua movilización social, la iniciativa de la consulta popular en Cajamarca fue aprobada por el concejo y su constitucionalidad fue respaldada por el Tribunal Administrativo del Tolima. Sin embargo la pregunta tuvo que ser reformulada pues la sentencia T-445 de Agosto de 2016 de la Corte Constitucional, había declarado la pregunta de Pijao (similar a las formuladas en el Tolima) como inconstitucional pues estaba formulada de una manera que inducía una respuesta en contra de la minería. Con la intempestiva muerte del alcalde William Hernando Poveda Walteros, quien apoyaba la consulta, en diciembre de 2016, la comunidad temía un nuevo revés si un nuevo alcalde buscara entorpecerla. La alcaldesa encargada convocó la consulta para el 26 de Marzo, dos semanas después de la fecha elegida para la elección del nuevo alcalde, lo que se pensaba cansaría apatía para salir a votar en la consulta. La empresa emprendió una fuerte campaña para promover la abstención ciudadana, con el fin de que no se alcanzara el umbral mínimo exigido para su validez. A pesar de estos intentos por reducir la votación y de que la Registraduría Nacional redujera las mesas de votación a la mitad con relación a las mesas disponibles para la elección de alcalde, la consulta popular alcanzó el umbral y el 98% de los votantes estuvieron en contra de la explotación minera en el territorio cajamarcuno. A pesar del rechazo de los resultados de la consulta por parte del ministro de minas y del gremio minero, esta consulta envió un mensaje muy claro a la sociedad colombiana: la participación ciudadana vinculante en las decisiones territoriales se consolida en Colombia.

Un recorrido cronológico por la utilización de los mecanismos de participación en su conjunto, muestra una aspiración social cada vez mayor hacia la democratización ambiental. A partir de los movimientos locales en las fronteras extractivas, se han generado actividades más amplias en las escalas regionales y han inspirado otros movimientos locales e incluso la movilización nacional en el caso del referendo por el agua. Las activaciones individuales de los mecanismos democráticos de participación son en efecto episódicas y localizadas, con un éxito temporal, pero también han sido recurrentes (Wolin, 1994), hasta lograr consolidarse. También ilustran la ambivalencia del Estado que ha utilizado estrategias para bloquear los mecanismos, a veces con éxito, pero sin ser capaz de detener la demanda abrumadora de las comunidades de tener una participación vinculante en las decisiones que afectan el agua, los territorios y los medios de vida.

 Democratización ambiental, paz con justicia ambiental y relaciones naturaleza-sociedad

Los movimientos ambientalistas y territoriales que buscan la democratización ambiental están expresando varios mensajes. Un mensaje claro para el presente y para el futuro es que no habrá paz en los territorios, sin justicia ambiental y social. La mayor apertura de las fronteras extractivas para continuar con la intensificación del metabolismo social a expensas de los medios de vida locales, los paisajes, las fuentes de agua y las identidades rurales va a transformar el conflicto, con lo que el proceso de paz no va a reducirlo.

Los municipios que han sido priorizados para la era post-conflicto se caracterizan por la superposición de ecosistemas frágiles de áreas protegidas, regiones con escasez de agua, y territorios de comunidades étnicas y campesinas con la titulación de tierras para la exploración minera y petrolera. Esto hace que sea absolutamente necesario transformar las relaciones sociedad naturaleza, y entender las relaciones simbióticas entre sociedad y naturaleza, comprendiendo que especies y ambientes se hacen y deshacen entre sí, siempre y en cada momento (Moore 2014: 97).

Sin duda, la cuestión ambiental ha sido núcleo fundamental en los conflictos históricos de Colombia, porque en el centro del conflicto han estado presentes las disputas por el dominio de las fuentes vitales para el desarrollo económico (agua, energía, tierras, minerales y otros bienes naturales) y por el control territorial (Roa y Urrea, 2015). En el conflicto armado colombiano, la naturaleza ha estado presente en su doble condición: «como escenario y como botín de la guerra, y en esta noción se incluyen los territorios y los cuerpos de los seres humanos, que también son naturaleza» (Comité Ambiental del Tolima y otros, 2016), es decir que la naturaleza ha sido causa, escenario y a la vez víctima del conflicto.

La construcción de carreteras, vías fluviales y grandes represas hidroeléctricas con el fin de facilitar la extracción de minerales, combustibles fósiles y biomasa en los territorios que han tenido una presencia limitada del estado, significa al menos dos cosas. En primer lugar, representa olvidar los pasivos socio-ambientales históricos que han alimentado el conflicto social y armado interno, y en segundo lugar simboliza continuar en el camino del desarrollo extractivo insostenible, con su capacidad destructiva, su injusticia y su violencia hacia las personas, las comunidades y la naturaleza.

En el contexto del proceso de paz, las nuevas propuestas apuntan hacia alternativas económicas en torno a la producción de alimentos, el turismo ecológico, la bio-prospección, y el pago por servicios ambientales (PNUD, 2014). Pero especial atención se debe prestar a que estas alternativas no se conviertan simplemente en una nueva forma de apropiación de la naturaleza, ya que algunas de estas propuestas caen dentro de la lógica extractivista al ofrecer oportunidades de inversión para la acumulación de capital, la financiarización y la búsqueda de rentas. En línea con la creciente mercantilización de la naturaleza estas propuestas vinculadas al pago por servicios ambientales, en definitiva, se alinean en el lado de las falsas soluciones a los problemas existentes en este campo.

Algunas de estas propuestas terminan siendo funcionales a las empresas extractivas y financieras, como es el caso del proyecto BanC02, operado por Bancolombia, y que funciona como un esquema de compensación por daños ambientales causados por las empresas extractivas como Anglo Gold Ashanti, Isagen, Empresas Públicas de Medellín, y Ecopetrol [10] . Proyectos cuestionados por sus impactos ambientales y sociales terminan siendo legitimados a través de estas prácticas de «lavado verde» (green washing).

El movimiento por la democratización ambiental llama la atención sobre la historia de las fronteras extractivas que desde el siglo XVI han sido las fuentes de naturaleza barata para la acumulación de capital (Moore, 2014). La larga resistencia de campesinos y comunidades étnicas a entregar a bajo precio la naturaleza de las fronteras extractivas al capitalismo, apunta hacia la búsqueda de la justicia, como una de las principales motivaciones detrás de las luchas ambientales.

Los movimientos sociales por la justicia ambiental han puesto de manifiesto su concepción trivalente de la justicia, donde la distribución, el reconocimiento y la participación son las principales preocupaciones. Como Schlosberg, lo dice con base en Fraser (1998), «parte de lo que se va a distribuir son bienes y males ambientales, parte de lo que ha de ser reconocidos son formas culturales de vida con la naturaleza, y un aspecto de las demandas se relacionan con la participación en la toma de decisiones sobre el ambiente» (2004: 523). La lucha de las comunidades colombianas por la tierra, el agua, los territorios, el ambiente sano, la soberanía alimentaria, la identidad cultural y el derecho a la participación, son todos componentes de una lucha más amplia por la justicia socio-ambiental, ya que todos estos componentes se han visto afectados por proyectos extractivos.

La activación de los mecanismos democráticos para el ambiente es también una llamada a prestar atención a la coyuntura actual de altas presiones en las tendencias mundiales. Estas incluyen el cambio climático con sus efectos sobre la producción de alimentos y la salud, y el creciente número de personas para las que el sistema capitalista no va a mantener la promesa de inclusión a través de un trabajo productivo y bien remunerado. Estos problemas se han agudizado por la falta de agua para el agro; por la deforestación y contaminación ocasionada por la minería -formal e informal- y por la actividad petrolera; por el agotamiento del recurso pesquero en el océano Pacífico, debido a su sobreexplotación; por la polución urbana; por la creciente erosión de la biodiversidad silvestre y agrícola; la desaparición de suelos agrícolas, la pérdida de calidad y disponibilidad del agua, etc.

En este sentido, existe una necesidad urgente de que se realice la restitución de las tierras usurpada a los seis millones de personas que fueron desplazadas a los márgenes de zonas urbanas y que éstas vuelvan a sus tierras. Esta restitución debe centrarse en títulos legales sobre la tierra, en el reconocimiento del agua como un bien común que es constitutiva de los territorios, y de las identidades de las comunidades étnicas y campesinas, y reconociendo al campesinado como sujeto político con derechos. La preocupación de que el cambio climático, con su aumento en la variabilidad de las temperaturas y de las precipitaciones está afectando la producción de alimentos, así como a las personas que ya son más vulnerables y con inseguridad alimentaria (FAO, 2008) hace que sea aún más importante centrarse en la protección de las tierras de la agricultura campesina. Con su producción de pequeña escala, el bajo consumo de energía y la alta demanda de mano de obra, la agricultura campesina es significativamente más sustentable que la agricultura comercial a gran escala, uno de los mayores contribuyentes a los gases de efecto invernadero y al cambio climático.

Otro mensaje central de las movilizaciones por la democratización ambiental es el llamado a reconsiderar la relación de nuestras sociedades con la naturaleza. Se ha argumentado que la crisis ecológica actual es el resultado de un sistema global basado en la separación de la sociedad de la naturaleza. La visión de la naturaleza como un objeto externo al servicio de la sociedad ha facilitado su apropiación, mercantilización y agotamiento.

La frontera vista como el exterior del sistema capitalista es ejemplificada en la propiedad del subsuelo por los estados desarrollistas. Mediante la definición de las reservas minerales y de combustibles como recursos estratégicos para el beneficio de toda la ciudadanía, los estados se reservan para sí el papel de intermediarios (Urteaga-Crovetto, 2012) entre la sociedad y la naturaleza en la decisión de quién, dónde y cómo se extraen estos recursos. Al abandonar el modelo binario «sociedad más naturaleza», las preguntas formuladas en las consultas, referendos e iniciativas populares en Colombia nos cuestionan sobre cómo queremos ser configurados colectivamente en la red de la vida y cómo queremos que la red de la vida sea conformada a través de nosotros (Moore, 2015). Con una desigualdad global sin precedentes en el poder cultural, político y económico dentro y fuera de las escalas geográficas, estas formas fundamentales de democratización son imprescindibles.

Por último, permitir, defender y fomentar la participación de la sociedad en la toma de decisiones en materia ambiental y territorial en el contexto de la transición a una sociedad que pueda resolver sus conflictos sin el uso de la violencia, representa una transformación de los conflictos ambientales en los escenarios de democratización.

 Conclusiones

Colombia inició una nueva etapa en el año 2016 al ratificar un acuerdo de paz con las FARC que se consolidaría en el 2017 con el proceso de negociación con el ELN. Sin embargo, el extractivismo como uno de los factores que han alimentado el conflicto, parece no dar tregua. El Gobierno lo promueve como la fuente de financiación de los programas de reparación, restitución y reinserción del post-conflicto. Y por otro lado la demanda mundial de minerales, energía, alimentos y materias primas impulsa cada vez más el extractivismo con su gran presión sobre las zonas rurales, donde el conflicto se ha concentrado.

La presencia de actividades extractivas en zonas rurales de economías campesinas o territorios étnicos añade otra dimensión a los conflictos territoriales existentes. La apropiación de la tierra, el agua, los bosques y los bienes del subsuelo por los grandes inversionistas, y la posterior transformación de los medios de vida, han generado resistencia y violencia significativa en los territorios. Colombia es el segundo país de América Latina y el tercero en el mundo con el mayor número de asesinatos de activistas del medio ambiente y de la tierra. Pero a pesar de toda la violencia e intolerancia existente, afloran cada vez más grupos ciudadanos que resisten. Una situación entendible también gracias a la existencia de un marco constitucional y jurídico relativamente vigoroso y que, a diferencia de los que sucede en toda la región, cuenta con una relativa independencia del poder judicial, frente a los otros poderes del estado.

El movimiento social por la democratización ambiental se hizo evidente en Colombia a finales del siglo XX, paralelo a la expansión exponencial de las actividades extractivas y los conflictos socio-ambientales impulsados por las políticas nacionales para transformar cada vez más a Colombia en un país minero. El uso de los mecanismos de participación democrática en asuntos ambientales sobre todo desde 2006 demuestra la aspiración de los grupos marginados de la sociedad a participar en forma sustancial en el proceso de toma de decisiones relativas a la planificación territorial, el uso de su patrimonio natural y el modelo económico que influyen en gran medida las condiciones socio-ambientales. A través de los procesos de democratización ambiental se ha logrado construir una pedagogía que está propiciando una importante movilización ciudadana, que reclama, de manera pacífica y creativa, el derecho a decidir sobre su territorio.

La transición a una era de post-conflicto en los territorios rurales de Colombia -sobre todo aquellos todavía libres de los extractivismos- plantea retos importantes para un Estado dependiente de las rentas y las inversiones en el sector extractivo. El asunto es muy preocupante, pues insistir en una economía basada en las actividades extractivas es marchando por un callejón sin salida en lo social, ambiental, político y también en lo económico [11] . Además, en la medida que se vaya consolidando la necesidad de un cambio profundo a nivel internacional y se desmonte el crecimiento económico desaforado, los países con grandes cantidades de recursos naturales tendrán que plantearse con seriedad transiciones post-extractivistas [12] .

En conclusión, permitir, defender y fomentar la democratización ambiental es un asunto fundamental para alcanzar la paz con justicia social y ambiental, pues la una no existe sin la otra.-

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[1] En el artículo 40 de la Constitución Política se reconocen las formas de participación ciudadana, posteriormente la Ley 134 de 1994 dicta las normas para los mecanismos de participación.

[2] Las veedurías ciudadanas se constituyeron mediante la Ley 34 de 1994 con el fin de vigilar la gestión pública, los resultados de la misma y la prestación de los servicios públicos. El mecanismo fue reglado a través de la Ley 850 de 2003.

[3] Por cierto, hay quienes sostienen, con buenos argumentos, que el extractivismo se articula con el high-tech en diversos ámbitos, como el agrario, por ejemplo. La megaminería es el sector con más capital y tecnología-intensiva.

[4] No se puede confundir izquierda con progresismo. Al respecto, vale la pena recomendar la posición de Eduardo Gudynas en «Izquierda y progresismo: la gran divergencia» (diciembre del 2013 b ). Disponible en http://www.alainet.org/es/active/70074

[5] Como es el caso del uso del término extractivismo en portugués, cuando se refiere a la extracción u obtención sostenible de recursos naturales del bosque, por ejemplo, de castañas o de madera, sin llegar a afectar la existencia del bosque mismo y de toda su rica biodiversidad.

[6] Inclusive se ha registrado algo que parecería insólito: el presidente progresista de ecuador, Rafael Correa, asesorando al presidente neoliberal de Colombia, Juan Manuel Santos, de cómo romper la resistencia de las comunidades que se oponen a la megaminería. Ver el texto de Eduardo Gudynas: El empuje extractivista en Colombia y la convergencia entre conservadores y progresistas, 16 de octubre del 2016. http://palabrasalmargen.com/index.php/articulos/nacional/item/el-empuje-extractivista-en-colombia-y-la-convergencia-entre-conservadores-y-progresistas?category_id=138 Para conocer más del caso ecuatorianos e puede consultar el texto de Acosta y Hurtado 2016.

[7]  http://www.elespectador.com/noticias/nacional/naciones-unidas-da-detalles-sobre-violencia-contra-lide-articulo-668673

[8] http://www.semana.com/nacion/articulo/lideres-sociales-victimas-de-atentados-en-meta-y-sucre/509461

[9] Son muchos los procesos de resistencia que existen en Colombia. Mencionaremos algunos que tienes una larga historia y su resonancia, por cuestión de espacio sólo serán unos pocos: la defensa del páramo de Santurban (Santander), liderado por el Comité por la Defensa del Páramo de Santurban, una articulación de organizaciones ambientalistas, sindicales, urbanas, de maestros y estudiantes, entre otros. La lucha contra el proyecto minero La Colosa, en cabeza del Comité Ambiental del Tolima también una articulación multisectorial, la defensa del Río Ranchería (Guajira) frente a la ampliación del proyecto minero El Cerrejón, al frente de organizaciones indígenas, como Fuerza de Mujeres Wayúu y organizaciones afrocolombianas, entre otras; la lucha del pueblo U’wa en Boyacá, que tiene alrededor de 3 décadas deteniendo la llegada de la actividad petrolera a su territorio, la defensa del páramo del Almorzadero (Santander) que por tres décadas ha detenido el inicio de una explotación carbonífera. La defensa de los ríos frente a los proyectos hidroeléctricos que lidera el Movimiento Ríos Vivos, que en la actualidad enfrenta 3 proyectos activos: El Quimbo, Ituango y Sogamoso.

[10] http://www.banco2.com/

[11] De la larga lista de textos sobre esta materia, recomendamos el libro de Acosta (2009).

[12] Una reflexión sobre el extractivismo en relación con su inviabilidad económica, sobre todo cuando se desmonte «la religión del crecimiento económico», se puede encontrar en Acosta y Brand (2017).

María Cecilia Roa García, investigadora de la Fundación Evaristo García, becaria de la Fundación Alexander von Humboldt en el German Institute for Global and Area Studies, Hamburgo, Alemania.

Tatiana Roa Avendaño, ambientalista colombiana, coordinadora general de Censat Agua Viva, ingeniera y magíster en estudios latinoamericanos de la Universidad Andina Simón Bolívar – Quito, Ecuador

Alberto Acosta, economista ecuatoriano, ex-ministro de Minas y Energía de Ecuador, ex-presidente de la Asamblea Nacional Constituyente de Ecuador, miembro del Grupo de Trabajo de alternativas al Desarrollo de la Fundación Rosa Luxemburgo.

 

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