De pronto, todo el mundo parece estar hablando de la desigualdad. Barack Obama habla acerca de ella. Los principales economistas y otros científicos sociales escriben acerca de ella. Y nadie habla de la desigualdad más frecuentemente o de manera más apasionada y persuasiva que el papa Francisco. Durante años, el tema de la desigualdad ha […]
De pronto, todo el mundo parece estar hablando de la desigualdad. Barack Obama habla acerca de ella. Los principales economistas y otros científicos sociales escriben acerca de ella. Y nadie habla de la desigualdad más frecuentemente o de manera más apasionada y persuasiva que el papa Francisco.
Durante años, el tema de la desigualdad ha sido casi tabú, en especial en Estados Unidos. Hasta los políticos demócratas liberales han sido reacios a reconocer la realidad de lo evidente, a pesar de que los ricos se encierran en casas cada vez mayores en comunidades cerradas, mientras que la tasa de pobreza aumenta y el salario de los trabajadores no crece o disminuye. Los demócratas también han temido porque, mientras han realizado una cruel guerra de clase de arriba hacia abajo, los republicanos han podido anotarse puntos políticos al acusar a los demócratas que ponen en discusión el tema de la desigualdad de realizar una guerra de clases divisoria. Es más, los demócratas también tenían miedo porque gran parte de su efectivo de campaña proviene de los beneficiados con la creciente desigualdad.
¿Qué ha cambiado? Hay una confluencia de factores. Las consecuencias de la creciente desigualdad llegan más profundamente y son más evidentes en la economía zombi de bajo crecimiento que se ha convertido en la nueva norma. La evidencia acerca de la desigualdad proveniente de las investigaciones continúa amontonándose y nuevos estudios continuamente muestran las conexiones entre la desigualdad y una multitud de otras enfermedades sociales. Y está entonces la nueva voz de la autoridad moral que emana del Vaticano, el cual no solo habla como debe, sino que actúa en consecuencia. Como cuando despidió a un obispo alemán que gastó una tonelada de dinero en una casa para él mismo.
Sin embargo, nada de esto es completamente nuevo. Durante algún tiempo, por ejemplo, montañas de datos e incontables estudios rigurosos han apoyado la conclusión de que la desigualdad económica se ha elevado dramáticamente en décadas recientes. La doctrina social de la Iglesia Católica no ha cambiado.
Pero algo cualitativamente diferente está sucediendo hoy. La desigualdad económica no solo ha estado aumentando. Cada vez se vuelve más hereditaria. El sistema de privilegio y pobreza se está petrificando.
Los modernos apologistas de la desigualdad siempre la han justificado diciendo que un pastel mayor beneficia a todos y que la igualdad de oportunidades hace justo el sistema al permitir la movilidad social. Pero el pastel no está creciendo ahora como lo hizo antes y los trozos extras se los tragan los que ya están obesos económicamente, lo que hace de la movilidad un mito o, en el mejor de los casos, un recuerdo.
Entra el capitalismo «patrimonial» u «oligárquico». Según el eminente economista Paul Krugman, el mejor análisis de esta última muesca en el tornillo de la desigualdad está contenido en un nuevo libro, El capital en el siglo veinte, que Krugman describe como «la obra mayor del economista francés Thomas Piketty» y pronostica que será el «libro de economía más importante del año -y quizás de la década».
Krugman prosigue y dice que el «señor Piketty, posiblemente el mayor experto mundial en la desigualdad de ingresos y de riqueza, hace algo más que documentar la creciente concentración de ingreso en manos de una péquela élite económica. También da excelentes razones para demostrar que vamos de regreso hacia el «capitalismo patrimonial», en el cual las alturas absolutas de la economía están dominadas no solo por la riqueza, sino también por la riqueza heredada, en la cual el nacimiento importa más que el esfuerzo y el talento»
Ya llevamos tiempo en este camino. Probablemente el más obvio (aunque no el único) por medio del cual este proceso tiene lugar es el creciente aumento de la educación superior. La educación siempre ha sido promocionada, no sin razón, como la mejor manera de subir por la escalera económica. Es evidente que los costos crecientes afectan a los más ricos, al mismo tiempo que le arranca un par de pasos a la destartalada escalera de la movilidad social para el pobre. Pero ese no es el fin de la historia de la educación /movilidad.
Las cosas están empeorando, según datos de la Tuition Tracker Database, reportó de manera sucinta The Miami Herald:
«Casi todo el mundo sabe que la Universidad se ha vuelto más cara, pero un nuevo análisis revela que los costos están aumentando más rápidamente para algunos -en lo principal, las familias más pobres que ya se enfrentan a enormes obstáculos en la educación superior».
El decrecimiento de la ayuda federal y estatal a estudiantes universitarios y a las instituciones mismas merece la mayor cuota de culpa. Por tanto, un mayor nivel de futura desigualdad económica no será un accidente: la están diseñando por medio de la política educacional del gobierno. Para empeorar las cosas, las universidades brindan una proporción mayor de ayuda total a los hijos de familias ricas, a fin de atraer estudiantes con mayores calificaciones y cuya asistencia aumenta la «marketibilidad» de sus instituciones.
Estas tendencias ocultan otro tablón en la plataforma de los apologistas de la desigualdad. Y un punto aún más importante es que los que niegan la desigualdad estuvieron trabajando con una falacia todo el tiempo. Una falacia que les permitió argumentar que el sistema es justo a pesar de la masiva desigualdad. Las diferencias en los logros educacionales son importantes, pero no son la mayor causa de la desigualdad económica.
La fuerza principal está más profunda y más sistémica. Como declara el resumen de El capital en el siglo veinte del editor (Harvard University Press): «Piketty muestra que el crecimiento de la moderna economía y la difusión del conocimiento nos ha permitido evitar las desigualdades a la escala apocalíptica pronosticada por Karl Marx Pero nosotros no hemos modificado las profundas estructuras del capital y la desigualdad tanto como pensábamos en las décadas optimistas posteriores a la 2da. Guerra Mundial. El principal impulsor de la desigualdad -la tendencia de las ganancias del capital a superar la tasa de crecimiento económico- amenaza hoy día con generar desigualdades extremas que promueven el descontento y socavan los valores democráticos. Pero las tendencias económicas no son actos de Dios. En el pasado, la acción política ha evitado peligrosas desigualdades, dice Piketty, y puede que lo haga de nuevo».
En términos sencillos, Piketty está diciendo que la ínfima minoría cuyo dinero trabaja para ellos (los dueños del capital, abrumadoramente los ricos) están obteniendo un pedazo cada vez más grande del pastel, en comparación con los que trabajan con su dinero (sindicatos), cuya porción de pastel está disminuyendo. No hay ley divina o científica que determine que las cosas deben de ser de una manera. Es el resultado del balance del poder político y de las políticas que genera. Esto puede cambiarse. Se ha hecho anteriormente. Hace falta que suceda otra vez.
Fuente: http://progresosemanal.us/20140403/la-desigualdad-aumenta/