Un capitalismo cada vez más decadente viene acompañado de la deshumanización y de la crueldad. Va quedando claro que gran parte de los seres humanos somos prescindibles en la lógica del capital y por eso nos está destruyendo: bombardeos que masacran niños; cacería de los migrantes como en tiempos del lejano oeste; encarcelamiento de miles de hombres sin el más mínimo respeto a la dignidad humana. La brutalidad se exhibe en público y se entabla una competencia que apunta a demostrar quién alcanza un mayor grado de salvajismo, lo cual asegura votos y popularidad. No es un desvío de los supuestos valores civilizatorios del capitalismo y de los Estados Unidos, ya es la norma y, por ello, la crueldad se convierte en un trabajo y en un negocio, del cual se lucran sectores perfectamente identificables.
El trabajo de la crueldad
Para que el capitalismo funcione requiere de trabajos de la crueldad. Entre esos pueden mencionarse los que desempeñan los carceleros, los verdugos, los pilotos que lanzan bombas sobre poblaciones inermes, los torturadores, los técnicos que teledirigen drones que matan a personas que se encuentran a miles de kilómetros de distancia, los sicarios estatales o paraestales que asesinan cumpliendo órdenes… Son trabajos porque se emplea a cierto número de personas a cambio de un salario y, en muchos casos, esas actividades valorizan un capital, tal y como sucede en el próspero negocio de las cárceles. El objetivo de un trabajo de la crueldad es infringir daño y dolor a otros seres humanos en forma consciente y planificada a cambio de una retribución monetaria. Quienes los desempeñan llevan una vida normal en la cotidianidad: luego de masacrar niños, torturar y maltratar prisioneros andan con sus parejas e hijos en supermercados y centros comerciales y en su cotidianidad hasta pueden ser muy tiernos.
El capitalismo siempre ha necesitado de trabajos crueles, si recordamos la esclavitud de millones de africanos durante cuatro siglos y la forma en que eran cazados y transportados en los barcos negreros para ser brutalmente usados en haciendas y plantaciones. Es tristemente célebre que, cuando un trapiche atrapaba la mano de un esclavo, un capataz, listo para la eventualidad, procedía a cortarla con un hacha.
La crueldad ha predominado ‒y nunca despareció‒ en diversas actividades laborales, como en la explotación minera, tal y como lo ejemplifican hoy los socavones de cobalto en la República Democrática del Congo, en los cuales se emplean a seres humanos de todas las edades.
Esa crueldad está asociada al capitalismo en todas sus fases históricas desde su expansión mundial en el siglo XVI. Durante mucho tiempo, hasta el siglo XX, la crueldad ligada al trabajo nunca se ocultó y quienes con ella se lucraban vivían, en medio de la opulencia, lejos de los lugares donde el trato bestial era la norma.
En el siglo XIX, surgieron voces que cuestionaban la brutalidad, lo cual significó el traslado de los trabajos de la crueldad lo más lejos posible de la civilizada Europa. Esto profundizó la división internacional del trabajo de la crueldad, una característica distintiva del colonialismo europeo, que se mantiene hasta el día de hoy en el capitalismo realmente existente.
Lejos de casa, tal vez con la excepción hitleriana, la crueldad se avalaba como una necesidad civilizatoria, como puede ejemplificarse con el genocidio en El Congo por parte de Leopoldo II, rey de los belgas, a finales del siglo XIX. Y así se establecieron las cadenas de suministro de la crueldad laboral, que une al centro y a la periferia, como se evidencia hoy en Estados Unidos y Europa con relación a Israel y Palestina.
El negocio de la crueldad en el mundo de hoy
Así como se consolidó una división internacional en el trabajo de los cuidados, que implica que las mujeres pobres del sur global abandonen a sus hijos y familiares para ir a cuidar a los hijos de los ricos y de la clase media de Europa occidental y Estados Unidos, también existe una división del trabajo de la crueldad, como lo evidencian el genocidio en Palestina y las cárceles de El Salvador.
En Palestina a cada minuto son masacrados decenas de personas por aviones y artefactos del ejército sionista que se fabrican en los Estados Unidos, funcionan con tecnología de este país y son suministrados por El Pentágono. Hay una clara división del trabajo sucio: Estados Unidos proporciona los instrumentos que hacen más eficaz la furia asesina de Israel, con lo cual se beneficia, directa o indirectamente, para preservar sus intereses geoestratégicos en la región. No importa la sangre, dolor y muerte que se produzca, ni quienes son los ejecutores ‒el Estado sionista de Israel‒, lo que interesa a Estados Unidos es que eso se haga lo más lejos posible y ojalá que lo realicen otros, mientras se pueda, porque a menudo hay que quitarse la máscara como acontece en Yemen. Por su crueldad sin límites, los asesinos de Israel gozan de un reconocido prestigio en la industria de la muerte y el sufrimiento.
Por su parte, el régimen de Nayib Bukele ha convertido a El Salvador en una gigantesca prisión, cuyo modelo de represión es un servicio económico que se ofrece en el plano internacional. Mientras algunos países venden a sus mujeres (Filipinas) como trabajadoras domésticas y otros sacan partida de su privilegiada situación geográfica (Panamá), El Salvador oferta sus cárceles. Tal es el sello distintivo con el que participa en la división internacional de la crueldad.
El principal beneficiario no podía ser otro que Estados Unidos, el cual recurre al trabajo sucio de otros, como siempre lo ha hecho, en secreto o a la luz pública. En secreto con las numerosas cárceles de tortura de la CIA, dispersas en todo el mundo, o la vista del mundo entero, como en Guantánamo. Lo nuevo estriba en que ahora se conducen a las cárceles de El Salvador a los migrantes que son cazados en Estados Unidos y ya no se les devuelve a sus países de origen.
Aprisionar personas y tratarlas con crueldad es un negocio, como se evidencia con el “acuerdo comercial” entre Bukele y Trump: por cada migrante que sea encarcelado en El Salvador, el gobierno de Estados Unidos le paga veinte mil dólares. Para eso está dispuesto el Centro de Confinamiento del Terrorismo (Cecot), con una capacidad de albergar a 40 mil hombres, hoy subutilizado puesto que solo cuenta con 15 mil prisioneros. Pronto quedará pequeño ante los miles de personas que son expulsados de Estados Unidos, sin respetar elementales normas del derecho liberal.
En concordancia, hoy se presume por pisotear la dignidad humana, como lo ilustra Kristi Noem, Secretaria de Seguridad de Estados Unidos, quien frente a una celda repleta de prisioneros en el Cecot afirma ante una cámara de televisión: “Si vienen a nuestro país ilegalmente, esta podría ser una de las consecuencias. Esta instalación es una de las herramientas de nuestro kit que utilizaremos si comete delitos contra el pueblo estadounidense”. Ese repugnante espectáculo punitivo evidencia que el trabajo de la crueldad tiene un radiante futuro.
Pubicado en papel en El Colectivo (Medellín), No. 107, mayo de 2025.