La verdad es que cuesta trabajo comprender, y no siempre te recompensa el éxito el esfuerzo, la curiosa moral que impera en la sociedad estadounidense que, mientras censura o proscribe el sexo, satanizándolo a la vez que se enarbola el más rancio puritanismo como modelo de conducta, cualquier ciudadano puede, tranquilamente, sin salir de su […]
La verdad es que cuesta trabajo comprender, y no siempre te recompensa el éxito el esfuerzo, la curiosa moral que impera en la sociedad estadounidense que, mientras censura o proscribe el sexo, satanizándolo a la vez que se enarbola el más rancio puritanismo como modelo de conducta, cualquier ciudadano puede, tranquilamente, sin salir de su casa, adquirir toda clase armas, comprar bombas por catálogo o enrolarse en acciones mercenarias en las muchas guerras de baja o alta intensidad que su gobierno practica generosamente en todo el mundo.
Incomprensible esa moral que prohibe las humanas y benditas nalgas al tiempo que tolera y estimula revistas especializadas en explosivos para que usted escoja el artefacto de su gusto y así reventar las nalgas y el resto del escaparate de sus odios preferidos.
Y lo mismo ocurre con otros hábitos, acaso no muy edificantes, como fumar, pero algo menos peligrosos, por cierto, que el libre mercado de armas y explosivos.
Desde su propio hogar, usted puede llamar por teléfono a la armería y adquirir el último modelo de cohete en oferta, pero no se le ocurra bajo ningún concepto fumarse un cigarrillo porque si bien se le permite poner en peligro la vida de sus vecinos almacenando en su apartamento un arsenal, resulta inaceptable que arriesgue la salud de esos mismos vecinos por fumar.
En la absurda lógica estadounidense, la vida puede perderse pero no la salud.
Supongo que es por ello que, hace 6 años, a un condenado a muerte en Estados Unidos se le negó su última voluntad: fumarse un cigarrillo, porque el reglamento de la prisión en la que se ejecutaría la sentancia prohibía fumar. Y es que, había que preservarle la salud para que se le pudiera arrebatar la vida.
Cuando el jefe indio Seattle, en carta al presidente estadounidense, le advirtió: «Ustedes morirán sofocados por el peso de sus propios desperdicios», no se refería sólo al diario y enorme basural que ese «american way of life» produce y multiplica, ese modelo de vida y consumo que está agotando los recursos y la paciencia del planeta. Probablemente, también se estaba refiriendo a la salud mental de una sociedad que no enseña a compartir sino a competir; que no busca educar sino adoctrinar; que no promueve la equidad sino la discriminación; que no alienta el trabajo sino la usura y que, sobre todo, engreída analfabeta, desde su hipócrita y puritana moral, como sostén a su codicia desmedida, ha hecho del mundo un infierno y está conduciendo a la humanidad a su desaparición.