Traducido del inglés para Rebelión por Germán Leyens
Las movilizaciones masivas de protesta en defensa de los derechos de los inmigrantes, y especialmente de los indocumentados, impresionaron profundamente a USA durante la primavera de 2006: medio millón marchó en Chicago el 10 de marzo (según se informa es la mayor manifestación por su tamaño en la historia de la ciudad), por lo menos un millón en Los Ángeles el 25 de marzo (aparte de varios manifestaciones más pequeñas durante esa semana), cientos de miles en la ciudad de Nueva York en varios mítines a comienzos de abril, así como decenas de miles en cada una de muchas otras ciudades, culminando en millones a través de la nación con la huelga general y el boicot de «Un día sin inmigrantes» el 1 de mayo. Estas protestas galvanizaron vigorosamente la conciencia pública generalizada de las deliberaciones del Senado de USA como reacción ante la legislación más ampliamente punitiva en la historia de USA, la Ley de Protección de la Frontera, Antiterrorismo y Control de la Inmigración Ilegal [HR 4437],
la «ley Sensenbrenner» aprobada el 16 de diciembre de 2005 por la Cámara de Representantes. Y el 20 de abril (después de la mayor operación de redadas de control de sitios de trabajo contra trabajadores indocumentados en la memoria reciente, a comienzos de la misma semana), evidentemente como reacción ante este audaz aumento en la organización de la fuerza laboral inmigrante y de las comunidades, y como una táctica de intimidación en anticipación de las manifestaciones del 1 de mayo, el Departamento de Seguridad Nacional [DHS, por sus siglas en inglés] anunció una nueva campaña, «agresiva» e «impactante,» de redadas y deportaciones para «[invertir] la creciente tolerancia … de la inmigración ilegal (U.S. ICE 2006b), y para asegurar que «no se permita» a los trabajadores indocumentados «que se sientan seguros una vez que están dentro del país.» (BBC News 2006;). Las autoridades de inmigración arrestaron a 1.187 empleados de una sola compañía en 26 Estados, como una advertencia explícita «a empleadores y trabajadores por igual… de que ha cambiado el status quo» (ICE 2006a;). A continuación se realizaron numerosas redadas en todo el país. Sin embargo como he argumentado en considerable detalle en otros sitios (De Genova 2002; 2005), las autoridades de inmigración de USA casi nunca han pretendido que quieren lograr el presunto objetivo de una deportación masiva de todos los inmigrantes indocumentados. Al contrario, es la deportabilidad, no la deportación como tal, la que asegura que algunos sean deportados para que muchos puedan permanecer (sin ser deportados) como trabajadores cuya pronunciada y prolongada vulnerabilidad legal puede ser mantenida indefinidamente por este medio.
Después de los eventos del 11 de septiembre de 2001, sin embargo, la «ilegalidad» y la deportabilidad de inmigrantes han sido dramáticamente reconfiguradas mediante la implementación de draconianos poderes policiales en el interior, lo que llamo el Estado de Seguridad Nacional. Las ramificaciones prácticas de la hegemonía virtualmente instantánea de la metafísica del antiterrorismo para todas las inmigraciones y el transnacionalismo inmigrante ya son profundas – demostradas sobre todo por la completa subsumpción del ahora difunto Servicio de Inmigración y Naturalización (INS) en el nuevo Departamento de Seguridad Nacional – y pueden llegar a ser aún más dramáticas. Por cierto, en medio del reciente huracán de controversia por las nuevas proposiciones sobre la inmigración, KBR (una subsidiaria de Halliburton), recibió silenciosamente el 24 de enero de 2006, un contrato de contingencia por 385 millones de dólares que prevé la creación de nuevas instalaciones de detención «en el evento de una emergencia por el influjo de inmigrantes a USA o para apoyar el rápido desarrollo de nuevos programas.» Como era previsible, estos eventuales «nuevos programas» que podrían requerir detenciones en masa, están envueltos en una ambigüedad de mal agüero. Pero las «detenciones,» es decir, el encarcelamiento indefinido sin acusaciones formales o alguna semblanza de debido proceso legal, caracterizan por cierto el Estado de Seguridad Nacional.
Desde el 11 de septiembre de 2001, 80.000 extranjeros que visitaban USA de 25 países de origen determinados (de los cuales 24 eran predominantemente árabes y / o musulmanes) tuvieron que registrarse ante las autoridades y ser fotografiados y dejar sus huellas digitales; 8.000 inmigrantes o visitantes árabes u otros musulmanes fueron escogidos para ser entrevistados por el FBI; y más de 5.000 han detenidos (y deportados en el caso de 515) como resultado de la supuesta redada anti-«terrorista.» Vale la pena mencionar que la vasta mayoría de los supuestos «enemigos,» han sido en su abrumadora mayoría ciudadanos de Estados que son ostensiblemente aliados de USA. Sin embargo, de estos 93.000 no-ciudadanos árabes y otros musulmanes diversamente sometidos a registros, interrogatorios, encarcelamiento indefinido y brutalidad a la ligera, ni una sola persona ha sido condenada por algo que se parezca ni remotamente a un crimen terrorista (Cole 2006:17; cf. Cole 2003). En retrospectiva, debería ser dolorosa – y dolorosamente – claro que la producción de estos «extranjeros enemigos» de facto dentro de USA, su construcción demonológica como «sospechosos» de terrorismo, y su flagrante relegación a un sorprendente estado de excepción despojado de las protecciones legales más elementales mediante procedimientos secretos y extra-legales de detención «preventiva» y de desaparición política – que constituye auténticamente el complemento interior de la doctrina confesa de guerra «preventiva» del gobierno Bush (Consejo Nacional de Seguridad, 2002:13-16) – han servido sobre todo para hacer aún más vulnerable y precaria a la gran masa de inmigrantes laborales. Y previsiblemente, ya que el círculo de mantenimiento del orden cada vez más autoritario ha profanado cualquier débil pretensión de una vigencia sacrosanta de la ley y de un debido proceso, la producción de ciudadanos atrozmente privados de derechos se revela como una amenaza permanente a la supuesta seguridad y estabilidad de los derechos putativos de los ciudadanos.
Aunque los inmigrantes indocumentados mexicanos y otros latinos no constituyen evidentemente el objetivo primordial de la especie de determinación de un perfil racial sospechoso que distingue al nuevo nativismo del antiterrorismo, que ha estado abrumadoramente orientados contra los árabes y otros musulmanes, las ramificaciones prácticas de todas las migraciones y manifestaciones del transnacionalismo inmigrante, como el actual debate deja abundantemente claro, ya han sido sustanciales. Después de todo, el título mismo de la legislación de la Cámara asocia explícitamente «Antiterrorismo e Inmigración Ilegal.» Por cierto, puesto que el personaje del «extranjero ilegal» ha sido convertido desde hace tiempo en sinónimo de una corrosión de la ley y del orden, la porosidad de la frontera USA-México, y una supuesta crisis de la soberanía nacional en sí, una variedad común y notablemente virulenta del nativismo post 11-S declara audazmente que todos los inmigrantes indocumentados son, en efecto, terroristas potenciales. Basta con considerar, por ejemplo, la diatriba nativista de Michelle Malkin: «Invasion: How America Still Welcomes Terrorists, Criminals, and Other Foreign Menaces to Our Shores» [Invasión: Cómo USA sigue dejando entrar por sus fronteras a terroristas, criminales y a otras amenazas extranjeras] (2002), en cuyo primer capítulo declara: «Cuando evaluamos la seguridad de nuestras fronteras, nuestras leyes de inmigración, y nuestras políticas de turismo… debemos preguntar en cada caso: ¿Qué haría Mahoma? (2002:3). Refiriéndose literalmente al secuestrador del 11-S Mohammed Atta, pero insinuando transparentemente por implicación la figura más genérica y por lo tanto icónica de una amenaza árabe/musulmana racializada, Malkin asevera que «la inmigración ilegal a través de Canadá y México es el pasadizo para innumerables hermanos terroristas.» (8), y que agentes de al-Qaeda pueden entrar fácilmente a USA desde México sin ser detectados «junto con cientos de miles de trabajadores indocumentados.» (9) La yuxtaposición de «innumerables terroristas» y de «cientos de miles de trabajadores indocumentados,» desde luego, opera retóricamente para borrar estratégicamente toda distinción entre «extranjeros ilegales» y «extranjeros enemigos.»
Sin embargo, en vista de la dependencia histórica profundamente arraigada de numerosos empleadores de USA de una disponibilidad abundante de mano de obra inmigrante indocumentada, legalmente vulnerable, y a pesar de la retórica dominante del «aseguramiento» de las fronteras, difícilmente sorprende que el 7 de enero de 2004, el gobierno Bush haya propuesto un nuevo proyecto para la regulación enfáticamente «temporaria» de la situación «ilegal» de los trabajadores indocumentados y para la expansión de un sistema de contrato al estilo bracero para la mano de obra inmigrante orquestado directamente por el Estado USA (Bush 2004; cf. Calavita 1992; Papademetriou 2002). Notablemente, la proposición original de «reforma» de la inmigración de Bush excluyó expresamente toda perspectiva de elegibilidad para la residencia permanente o la ciudadanía, y sólo trató de diseñar una fórmula más congenial mediante la cual mantener la disponibilidad permanente de mano de obra inmigrante desechable (y todavía deportable), pero bajo condiciones de una regimentación y control («legales») dramáticamente reforzadas. Según una tal fórmula, el Estado operaría, en efecto, como un intermediario de jornaleros virtualmente ligados por contratos cuya continua presencia en USA estaría condicionada por su servidumbre fiel a empleadores designados. Sin embargo, frente a una insurgencia imprevista de protestas por los derechos de los inmigrantes, Bush revisó el 15 de marzo de 2006, su formulación de «reforma.» Mientras declaraba que «la inmigración ilegal… trae el crimen a nuestras comunidades» y reafirmaba de modo más general la criminalización de los inmigrantes indocumentados como violadores de la ley, y prometía el despliegue de 6.000 soldados de la Guardia Nacional a la frontera con México para ayudar a la Patrulla de Fronteras, y se esforzaba por presentarse como enemigo de todo lo que pudiera caracterizarse como una «amnistía» para trabajadores indocumentados, Bush defendió a pesar de todo una eventual elegibilidad para la naturalización de algunos inmigrantes indocumentados que han estado en USA durante varios años y que pudieran cumplir con otras múltiples exigencias (Bush 2006). Vale la pena señalar que los inmigrantes indocumentados que reúnan las condiciones para un semejante «ajuste de su condición» serán sometidos a varios años adicionales de más vulnerabilidad y de continua deportabilidad mientras tratan de satisfacer todas esas exigencias, y aquellos que no las reúnan serían deportados de inmediato y, en el mejor de los casos, podrían simplemente ser invitados a sumarse a las filas de la nueva masa de trabajadores con permiso temporal de trabajo. Los que finalmente lleguen a naturalizarse como ciudadanos de USA, habrían servido, además, un aprendizaje muy prolongado y arduo en «ilegalidad» y sido sometidos posteriormente a considerable observación, vigilancia, y disciplina como condición previa para su «legalización.» Esto es lo que Bush quiere decir en realidad cuando presenta su plan como «una manera para que los que han roto la ley paguen su deuda con la sociedad, y demuestren el carácter que conforma a un buen ciudadano.» (2006).
En medio de la tormenta de propuestas rivales que han animado el debate sobre la inmigración (evidenciada sintomáticamente en las más de 800 páginas que comprende el borrador que circula actualmente en el Senado), existe a pesar de todo un resonante consenso (por cierto, bastante explícito), por parte tanto de conservadores como de liberales, que presenta la premisa compartida para sus posiciones que de otra manera son aparentemente opuestas: ambos lados en esta discusión concurren en que el sistema de inmigración está «quebrantado.» Por lo tanto conviene considerar lo que puede estar exactamente en juego en la voluntad confesa de «arreglarlo.» En general, la afirmación implícita, si no declarada, es que los millones de inmigrantes indocumentados que actualmente viven y trabajan en USA representan un «problema» calamitoso que presuntamente evidencia que de alguna manera el Estado ha «perdido el control» de sus fronteras. Además, para los que argumentan a favor de una u otra idea de trabajadores con estadía limitada y de «legalización,» la aserción ulterior es que las actuales provisiones para la inmigración «legal» han sido simplemente inadecuadas para encarar las necesidades de mano de obra de los empleadores de USA. En breve, sugieren, existe una especie de «incongruencia» sistemática entre lo que permite la ley de inmigración de USA y lo que ocurre inexorablemente como resultado del voraz apetito de mano de obra relativamente manejable de esa fuerza amorfa de la naturaleza llamada «el mercado.» De ahí, la rebatiña por «arreglar» un sistema que sólo parece generar más y más de esa «ilegalidad» que supuestamente debiera remediar. Una buena paradoja, o así parece.
Parte de la explicación de este rompecabezas ya ha sido presentada en términos de los propuestos sistemas de trabajadores con contratos temporales limitados, que, a fin de asegurar la amplia disponibilidad para los empleadores de una masa de trabajadores «temporales» altamente vulnerables y por lo tanto, con gran probabilidad, muy dóciles, también deben reclutar activamente a trabajadores inmigrantes, sustentando y expandiendo al hacerlo las redes existentes de inmigración. Esto reforzaría e intensificaría la dependencia mutuamente constituida de los trabajadores inmigrantes respecto a sus perspectivas de empleo en USA y la dependencia de sus empleadores, no sólo de los sirvientes virtualmente obligados por contrato que serían contratados a través de los servicios estatales de contratación limitada en el tiempo, sino también a aquellos mismos trabajadores inmigrantes cuya subordinación como fuerza laboral podría ser asegurada aún más efectivamente bajo condiciones de una vulnerabilidad legal aún mayor. Esto es, después de todo, precisamente lo que sucedió durante el último experimento en gran escala con un programa de estadía en el país sujeto a la contratación a tiempo limitado en USA. Los empleadores llegaron rápidamente a preferir a trabajadores indocumentados, porque podían evadir la garantía y los gastos de contratación, tiempos mínimos de empleo, salarios fijos y otras garantías requeridas al emplear braceros. (Galarza 1964). Mediante el desarrollo de una infraestructura de inmigración combinada con el estímulo a los braceros para que se queden más allá de la duración limitada de sus contratos, el Programa Bracero facilitó la inmigración indocumentada a niveles que fueron de lejos más allá de la cantidad «legal» de braceros. Durante los 22 años de duración del programa se hicieron aproximadamente 4,8 millones de contratos a trabajadores mexicanos, empleados como braceros, y durante ese mismo período hubo más de 5 millones de arrestos de inmigrantes mexicanos indocumentados (Samora 1971). Es cosa de especulación, desde luego, cuántos inmigrantes indocumentados tuvieron éxito por cada uno de los capturados. Ambas cifras, además, incluyen redundancias, y por lo tanto en ningún caso son indicadoras de números absolutos; revelan sin embargo la complementariedad más general entre los flujos contratados e indocumentados de inmigración.
La segunda parte de la explicación puede discernirse en la historia posterior. La terminación del Programa Bracero en 1964, combinada con la introducción sin precedentes de cuotas numéricas para restringir la inmigración «legal» de países del Hemisferio Occidental en 1965 y de nuevo en 1976, fueron literalmente equivalentes a una ilegalización masiva de trabajadores que ya estaban profundamente involucrados en la inmigración transnacional a USA (y los mexicanos fueron en particular, singular y desproporcionadamente afectados; (cf. De Genova 2005:213-49). Por ese motivo, la susceptibilidad de los inmigrantes indocumentados a la deportación, es un efecto del hecho más fundamental y antiguo de su considerable y entusiasta importación como mano de obra, bajo las condiciones más ventajosas para la acumulación del capital.
Por lo tanto, desde el punto de vista del capital, el sistema que es desacreditado como «quebrantado» ha estado, por cierto, funcionando de modo sorprendentemente bueno. El sistema de inmigración de USA ha asegurado rutinariamente y previsiblemente que los empleadores de USA tengan a su disposición una masa de inmigrantes laborales eminentemente flexible, relativamente maleable, y altamente explotable, cuya «ilegalidad» – producida en sí por la legislación de inmigración y las prácticamente de control de USA – los ha relegado a una condición de vulnerabilidad duradera. Sometidos a formas excesivas y extraordinarias de vigilancia, sin los derechos humanos fundamentales, y relegados por lo tanto a un predicamento social siempre incierto, a menudo con poco o ningún recurso a algo que se parezca a la protección por la ley, la fuerza laboral inmigrante indocumentada se ha convertido cada vez más en la mercancía ideal para los empleadores en una gama en expansión permanente de industrias y empresas. Pero si es así, es sólo porque, y en la medida en que, puede seguir siendo subyugada bajo el estigma de la «ilegalidad.» Mientras más lucrativo sea explotar a la mano de obra indocumentada, más belicosa y fanática debe ser la mojigata denigración política de los «extranjeros ilegales.» Por lo tanto, la inmigración indocumentada debe ser presentada eternamente como un «problema»: como una amenaza invasora e incorregiblemente «extranjera» a la soberanía nacional, como un contagio racializado que socava la presunta «cultura» nacional,» y como una afronta «criminal» recalcitrante a la seguridad nacional.
En las secuelas del antiterrorismo y del Estado de Seguridad Nacional, cuando la noción misma de la seguridad nacional ha sido elevada a la condición de una especie de redención metafísica en una guerra putativamente ilimitada de petulancia bombástica contra corruptas redes transnacionales de «malhechores,» la funesta ecuación de «extranjeros ilegales» con fronteras de la nación-estado percibidas como lamentablemente «fuera de control» exorciza la alucinación fantasmagórica de una nación postrada ante depredaciones de intrusos «terroristas» de proporciones de pesadilla. En un régimen antiterrorista que ha relegado asiduamente a sus presuntos enemigos internos – es decir inmigrantes árabes y otros musulmanes totalmente inocentes de cualquier cosa que se parezca remotamente a «terrorismo» – a la condición abyecta de carencia de derechos en detenciones indefinidas, no precisa estigmatizar a los inmigrantes indocumentados como verdaderos «terroristas,» Por cierto, considerando que son absolutamente deseados y solicitados por su fuerza de trabajo, hacerlo sería contraproducente en extremo. Más bien, basta con movilizar la metafísica del antiterrorismo para que haga el trabajo crucial de arrebatar continua y más exquisitamente a esos trabajadores «ilegales» hasta de los vestigios más patéticos de la personalidad legal, de modo que su propio predicamento agobiador en extremo de carencia de derechos puede ser aún más amplificado y disciplinado. El que algunos inmigrantes indocumentados puedan ser candidatos a la «amnistía» y a la eventual ciudadanía, y de ese modo verse exentos de semejantes rigores, forma sólo parte del mejor funcionamiento de una maquinaria altamente calculada y previsible que relegará a un número mucho mayor de actuales – y futuros – «extranjeros ilegales» a sus respectivas encomiendas de servidumbre prolongada. Afortunadamente para ellos, sin embargo, como lo establecieron elocuentemente las movilizaciones masivas que volvieron a imponer por la fuerza el Primero de Mayo como Día Internacional de los Trabajadores, los inmigrantes no tienen que mirar al Estado como mendigos en busca de derechos «legales,» ya que finalmente sólo tienen los derechos que se atrevan a tomar y que estén dispuestos a luchar para defender. Ante todas las depredaciones contra sus «derechos» aparentes como «inmigrantes» que puedan ser urdidas por políticos nativistas y perpetradas por el sistema de inmigración del Estado, el poder productivo y las capacidades creativas de los trabajadores inmigrantes, constituyen a fin de cuentas la única fuente genuina de su prerrogativa política potencial y de su dignidad social.
Referencias
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Nicholas De Genova is assistant professor of anthropology and Latina/o studies at Columbia University. His most recent book is Working the Boundaries: Race, Space, and «Illegality» in Mexican Chicago (Durham, NC: Duke University Press, 2005).
http://borderbattles.ssrc.org/De_Genova/printable.html