Este es uno de los asuntos que muestra de lleno la falsedad de la democracia estadounidense, concepto por demás reducido al ejercicio de votar cada cuatro años para escoger entre dos candidatos avalados de antemano por las maquinarias de dos partidos favorecidos por el sistema político imperante. Solo candidatos de esas entidades son capaces de […]
Este es uno de los asuntos que muestra de lleno la falsedad de la democracia estadounidense, concepto por demás reducido al ejercicio de votar cada cuatro años para escoger entre dos candidatos avalados de antemano por las maquinarias de dos partidos favorecidos por el sistema político imperante.
Solo candidatos de esas entidades son capaces de sostener una campaña y proyectarse nacionalmente gracias a las grandes sumas de dinero que les aportan las corporaciones y los dueños de las grandes fortunas. La carga financiera necesaria, tanto para los partidos como para los políticos que se lanzan a emprender una campaña electoral, ha crecido prodigiosamente. Se requieren grandes sumas de dinero para financiar la política y ello está distorsionando procesos democráticos vitales.
Un conjunto de factores y rasgos de tan complejo país explican su estabilidad bajo un claro control oligárquico, entre ellas debemos jerarquizar el acople existente entre los sistemas eleccionario, partidista y mediático, manipulados para garantizar resultados siempre favorables a los intereses imperiales y de negocios, y explotar, para ello, las múltiples contradicciones y recelos existentes en la sociedad.
A través de la historia, ha sido principalmente desde tras bambalinas que las clases acaudaladas de Estados Unidos han manipulado a los políticos y al gobierno como vía para expandir su riqueza e influencia. La presentación como aspirante a la candidatura demócrata de Michael Bloomberg, uno de los hombres más ricos del país ($53 mil millones de dólares) grafica el interés de algunos de esos potentados de entrar directamente en la gestión estatal, como ya lo hizo el actual presidente Donald Trump.
Ello haría posible, aunque improbable, que se les ofrezca a los votantes la alternativa de tener que escoger presidente entre dos multimillonarios, justo cuando el gran tema político y polarizador es la desigualdad económica y la excesiva concentración de la riqueza.
Lo anterior sería una anomalía. Lo habitual, lo escandaloso es que, ante el costo tan alto de las campañas y de toda la parafernalia necesaria, las clases ricas y las grandes empresas capitalistas tengan manos libres para financiar y promover a los candidatos de su preferencia. Apuestan a que el presidente electo u otros «servidores públicos» estarán también a sus servicios, es decir, al servicio de quienes en realidad detentan el poder.
La concentración del poder económico y la influencia política se refuerzan mutuamente y se perpetúan, especialmente en Estados Unidos donde los individuos más acaudalados y las corporaciones no tienen límites legales para invertir en las elecciones. Ello ha sido calificado por algunos como una «perversión financiera de la democracia».
En ocasiones se intentó establecer límites contra lo que se consideraba influencia indebida o incontrolada de las contribuciones financieras. Una de esas circunstancias fue después de 1974 como reacción a Watergate y los abusos de poder de Nixon, cuando se establecieron algunas regulaciones que luego han sido echadas por tierra. Un momento notorio para ello fue el indecoroso dictamen de la Corte Suprema en 2010 conocido como Citizens United (mayormente aceptado por demócratas y republicanos).
Esa decisión permite a las corporaciones y a los grandes comités de acción política (PAC) la entrega de ilimitados y anónimos fondos a las campañas electorales bajo el argumento de ser parte del derecho a la «libertad de expresión». De manera que se logra un adecuado apoyo financiero corporativo obtenido sin la identificación de los donantes individuales, con lo que se evita que aparezca la relación entre el que aporta y el que recibe. Esas entidades pueden además emplear fondos propios para propaganda, donde pueden abogar en pro o en contra de candidatos siempre que no lo hagan en coordinación con la campaña de los mismos.
Otro intento de concretar reglas respecto al dinero y donaciones de procedencia oscura fue llevado a cabo por la Comisión de Valores del gobierno (SEC), la instancia reguladora correspondiente, pero ello fue impedido por la acción de poderosos intereses.
Los dueños del capital ciertamente controlan el espectáculo
Como es sabido, Wall Street invierte enormes sumas de dinero para asegurar posicionarse en todas las ramas del gobierno, tanto en la burocracia y las agencias reguladoras como en el Congreso, el Poder Ejecutivo y demás funcionarios electos. El objetivo final es que la acción legislativa o que la inevitable regulación financiera resulten tan débiles como sea posible.
El centro real del poder y el centro de gravedad del sistema siempre han estado en manos de los grupos económicos y financieros, pero el altísimo grado de incidencia plutocrática en las elecciones (y de hecho de compra de voluntades) redunda en una cierta reducción del peso de las estructuras de los partidos en el régimen político. En palabras de la senadora Elizabeth Warren (demócrata de Massachusetts y una de los actuales aspirantes a la nominación demócrata), «las grandes corporaciones contratan ejércitos de cabilderos para obtener multimillonarias evasiones de impuestos y persuadir a sus amigos en el Congreso para que apoyen las leyes que mantienen el estado de cosas en su favor».
Cientistas políticos estadounidenses han mostrado que muchos de los miembros del Congreso son muy receptivos a las ideas y caprichos de los más acaudalados y ciertamente poco les interesa lo que los pobres y la gente trabajadora desean o piensan en términos de la gestión política.
El 4 de agosto de 2015, durante un programa nacional de radio de amplia audiencia, el ex presidente Jimmy Carter fue interrogado acerca de las decisiones de la Corte Suprema que permiten financiamiento ilimitado de las campañas electorales. Carter respondió que ahora Estados Unidos ya no es una democracia sino solo una oligarquía con capacidad ilimitada de soborno, lo cual es la esencia para obtener las nominaciones. Por otro lado el ex Senador demócrata James Abourezk fue citado señalando que algo de lo que más se avergonzaba es de lo que tuvo que hacer para recaudar fondos de campaña y de cómo los candidatos literalmente tenían que vender sus almas.
Como mencionábamos, en comparación con unas cuatro décadas atrás el costo de las campañas electorales ha venido aumentando en progresión geométrica. A la par con ello también ha aumentado el predominio plutocrático en el financiamiento de las mismas. El 80% de las contribuciones de las campañas electorales proviene de los más ricos, o sea, de una cuarta parte del 1% de los estadounidenses. Por otro lado, las corporaciones sobrepasan por un margen de 10 a 1 los donativos de los sindicatos.
Para las elecciones de 2016 ya resultó escandaloso que dos tercios del dinero empleado en las campañas provino de «corporaciones fantasmas» y de grupos con fondos de oscura procedencia (dark money), es decir, entes políticos no lucrativos a los cuales no se les exige revelar qué corporaciones o individuos están detrás, los que pueden invertir cantidades ilimitadas de dinero bajo el cínico argumento de que se trata de un derecho de libre expresión. Aspirar con fuerza por un curul senatorial puede requerir decenas de millones de dólares; la campaña presidencial puede montarse en centenares de millones, sin incluir lo que gastan los super-PAC y otras entidades independientes.
Una provechosa inversión…
Se ha señalado que para aquellos quienes invierten en las elecciones se trata de una pura transacción comercial. Ellos esperan y reciben sustanciales beneficios financieros con las políticas promulgadas por aquellos que resulten electos.
Sobre esa base, la industria farmacéutica invierte en candidatos que prometen impedir que Medicare interfiera en la negociación del precios de los medicamentos, con lo cual aumentaría la carga de los contribuyentes aproximadamente unos $100 mil millones al año. Asimismo pretenden que se apliquen tasas impositivas más bajas sobre las ganancias del capital. De ese modo, por ejemplo, la General Electric, que obtuvo $14 mil millones de ganancias en 2010, no solo no pagaría impuesto federal sobre ingresos ese año, sino que pudo reclamar un crédito impositivo por $3 mil millones.
Como indicábamos, una de las causas de esta corrupción de la política ha sido el impresionante incremento en los costos de las campañas, no tanto como reflejo de la inflación, sino como resultado de la creciente sofisticación y altos costos de la tecnología empleada en las campañas y de los expertos correspondientes. La creciente utilización de la computación y de los medios de comunicación electrónicos han escalado asimismo los costos. No tenemos los datos de este año, pero en 2016 las grandes sumas que se volcaron hacia el proceso político batieron todos los records. En marzo, apenas empezando las elecciones primarias, más de $245 millones de dólares de los llamados super-PAC habían sido invertidos en la campaña.
Aunque el dinero por sí solo no puede comprar o garantizar la nominación presidencial en alguno de los dos partidos del sistema, el gran despliegue de gruesas donaciones por parte de los superricos, establece la oportunidad de corromper las decisiones del gobierno por parte de los que invirtieron en el candidato ganador. Y, como se sabe, esos potentados e intereses creados muchas veces invierten y se posicionan en ambos bandos de la elite.
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