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La larga sombra de Estados Unidos

Fuentes: La Jornada

Cosas extrañas suceden cuando un reportero se sale del ritmo establecido. Resulta que la vastas regiones de la Tierra tienen prioridades diferentes. La más reciente teoría de la conspiración para explicar el asesinato del ex primer ministro libanés Rafiq Hariri -algo tienen que ver con ello criminales involucrados con un banco quebrado de Beirut- no […]

Cosas extrañas suceden cuando un reportero se sale del ritmo establecido. Resulta que la vastas regiones de la Tierra tienen prioridades diferentes. La más reciente teoría de la conspiración para explicar el asesinato del ex primer ministro libanés Rafiq Hariri -algo tienen que ver con ello criminales involucrados con un banco quebrado de Beirut- no llega a aparecer en el New Zeland Dominion Post.

Y la semana pasada, cuando llegué a la enorme, desordenada y sin planeación ciudad de Sao Paulo, un escándalo de corrupción manchaba a un diputado, y también era noticia la quiebra de la espantosa aerolínea nacional Varig (les aseguro que era peor que cualquier aerolínea del este europeo o de la Unión Soviética). Lo que ocupaba sobre todo las primeras planas era la reciente nacionalización de los hidrocarburos en Bolivia y sus consecuencias para las petroleras brasileñas.

Claro, algo se mencionó sobre la larga carta que el presidente iraní Mahmoud Ahmadinejad envió a George W. Bush. El International Herald Tribune calificó la misiva de «divagante», usando un término que jamás ha empleado para describir al presidente de Estados Unidos. Pero el diario Folha de Sao Paulo trató las absurdas sanciones estadunidenses contra el gobierno democráticamente electo de «Palestina». ¡Lástima!, todo esto era información que provenía de agencias.

Brasil, desde su inmensidad geográfica, con su extraordinaria historia de colonialismo y democracia, con su mezcla de razas, con su extraña versión del portugués, parece muy lejano de Medio Oriente.

¿Brasil? Claro, el Amazonas, la selva tropical, el café y las playas de Río. También está Brasilia, esa falsa capital diseñada, lo mismo que la igualmente falsa Canberra en Australia y la fraudulenta Islamabad en Pakistán, con el único fin de que los políticos del país puedan esconderse de su pueblo.

Resulta que una cosa que este país comparte con el mundo árabe es la constante presencia, influencia y presión de Estados Unidos, y esto ocurre desde que en los años 40 y 50 los gobernantes derechistas de Brasil buscaban comunistas, a quienes no era nada difícil encontrar.

En 1941 un nuevo y beligerante Estados Unidos, arrojado a una guerra mundial por un ataque que fue exactamente igual de inescrupuloso que el del 11 de septiembre de 2001, se preocupaba por ese gran trozo de Brasil que sobresale hacia el Atlántico y decidió instalar bases militares en el norte del país, sin esperar a que el gobierno brasileño lo autorizara. A ver, ¿qué me recuerda esto?

Bueno, Washington no tenía de qué preocuparse. El hundimiento de cinco barcos mercantes brasileños, causado por submarinos alemanes, provocó enormes manifestaciones públicas que obligaron al gobierno derechista y antidemocrático de Getulio Vargas a declarar la guerra a los nazis. Levanten la mano los lectores que sepan que más de 20 mil soldados brasileños lucharon en nuestro bando, al lado de las tropas italianas, hasta el final de la Segunda Guerra Mundial.

Sospecho que aún menos lectores levantarán la mano si pregunto cuántos soldados brasileños murieron. Según la excelente historia de Brasil de Boris Fausto, 454 fallecieron en combate contra la Wehrmacht.

El regreso de la fuerza expedicionaria de Brasil ayudó a llevar la democracia a este país. Vargas se mató de un tiro nueve años más tarde y dejó una dramática carta de suicidio, en la cual sugería que «fuerzas extranjeras» habían causado la reciente crisis económica de su nación. Multitudes atacaron, entonces, la embajada estadunidense en Río.

Bueno, pues todo parece distinto ahora que el presidente brasileño de izquierda, Luiz Inacio Lula da Silva -quien también se vio amenazado por «fuerzas extranjeras» tras su elección popular-, está tratando de encontrarle pies y cabeza a la nacionalización boliviana del conglomerado petrolero de Brasil, llevada a cabo por el amigo de Lula en La Paz, el también izquierdista Evo Morales.

Debo decir que la explosión dentro de los muy de moda gobiernos izquierdistas en América Latina tiene algo en común con las reuniones de la Liga Arabe, en las que las promesas de unidad siempre se ven rebasadas por argumentos de odio. No es de extrañar que Folha de Sao Paulo tituló la nota «Las Arabias».

¿En verdad puedo hacer que ese lugar me deje? ¿O es que Medio Oriente mantiene en su puño a sus víctimas, haciéndoles volver la cabeza justo en el momento en que uno piensa que estará seguro, inmerso en una ciudad que está a un mundo de distancia de Arabia?

Después de dos días en Brasil recibí un paquete de correo de la oficina en Londres y me acurruqué en la cama para leer mis cartas. La primera es de Peter Metcalfe, de Stevenage, quien me adjuntó una página fotocopiada del libro Los siete pilares de la sabiduría, de Lawrence de Arabia. Lawrence escribe sobre el Irak de los años 20, el petróleo y el colonialismo.

«Pagamos demasiado por estas cosas, cuyo precio es honor y vidas inocentes», dice. «Fui al Tigris con 100 originarios del condado inglés de Devon… Unos tipos encantadores, llenos de poder, alegría, y de la capacidad de hacer felices a mujeres y niños. Observándolos, uno podía sentir vívidamente lo grandioso que es ser uno de ellos, ser inglés. Pero estábamos moldeando a miles de ellos con fuego para encarar la peor de las muertes. No para ganar una guerra, sino para que el maíz, el arroz y el petróleo de Mesopotamia pudiera ser nuestro.»

Al día siguiente, mi periódico brasileño mostró la imagen de un soldado estadunidense tirado en una calle de Bagdad; le había estallado una bomba en el camino. Ciertamente, lo moldeamos al fuego para encarar la peor de las muertes.

En mi correo venía también una misiva de Antony Lowenstein, viejo amigo mío, periodista de Sydney. Me envió un editorial de The Australian, que dejó de ser uno de mis diarios favoritos en vista de que no deja de batir tambores por George W. Bush.

Pero escuchen esto: «Hace tres años tropas de elite australianas luchaban en el desierto occidental de Irak para neutralizar los lugares donde se producían misiles Scud. Ahora, tres años más tarde, sabemos que en el momento en que nuestros hombres arriesgaban la vida enfrentando a las fuerzas de Saddam Hussein, barcos cargados de trigo australiano arribaban a los puertos del Golfo Pérsico y su contenido era descargado y enviado a Irak a través de una compañía jordana que le pagaba mordidas a… Saddam Hussein».

Recuerdo que una de las razones que el primer ministro australiano John Howard dio como justificación para ir a la guerra contra Irak era que el régimen de Hussein era «corrupto». El jamás ha dicho que nunca se encontraron las armas de destrucción masiva, pero ¿quién era el que estaba corrompiendo?»

Así, me preparé para salir del hotel Maksoud Plaza de Sao Paulo. ¿Maksoud? En árabe significa «el lugar al que uno regresa». Y, desde luego, el dueño es brasileño-libanés. Reviso mi itinerario. «Sao Paulo/Francfort/Beirut», dice mi boleto. Sigo en ese ritmo ineludible.

© The Independent

Traducción: Gabriela Fonseca