Traducción para Rebelión de Loles Oliván Hijós
Irak, descrito por The Economist este otoño como “el Estado árabe más infectado”, presenta el mayor número de casos de COVID-19 y la mayor suma de muertes por corona virus del mundo árabe. Además de la respuesta fragmentada e ineficaz del gobierno, los medios de comunicación apuntan a un obstáculo adicional: el comportamiento de los pacientes de COVID-19 y sus familias.
Varios artículos de importantes periódicos internacionales han resaltado que los iraquíes se resisten a [llevar a cabo] los procedimientos de cuarentena, que se niegan a utilizar equipos de protección en los hospitales, que son reticentes a acudir al hospital antes de que sea demasiado tarde y que son propensos a la violencia contra los profesionales médicos que no consiguen curar a sus seres queridos. Esas mismas informaciones sugieren varias explicaciones. Un artículo de The New York Times afirmaba de forma poco convincente que el problema radica en las normas tribales y religiosas, y señalaba que el “aura de pecado que rodea al virus” en Irak había reducido el cumplimiento de la cuarentena [1].
Pero este análisis sobre el (mal) comportamiento civil ignora el vasto conocimiento que ha acumulado la población sobre las epidemias. Los y las iraquíes han adquirido una gran experiencia en la lucha contra enfermedades que parecen no perdonar a nadie. De hecho, en Irak se dice que cada familia tiene a alguien con cáncer, una enfermedad que por primera vez se convirtió en epidemia en la conciencia pública poco después de la Guerra del Golfo de 1991, cuando generó inmensa inquietud tras conocerse el impacto potencialmente cancerígeno de las armas [revestidas] de uranio empobrecido.
Tres décadas de experiencia con el cáncer en el país permiten entender por qué muchos iraquíes acogen con escepticismo las instrucciones del Ministerio de Salud y de los hospitales relativas al corona virus. Una razón primordial tiene que ver con el fracaso del Estado y de la clase política en la gestión de la epidemia de cáncer –lo mismo en el frente preventivo que en el curativo– al haber desatendido las causas medioambientales del cáncer relacionadas con la guerra y el deterioro de la atención oncológica.
Por un lado, estos fracasos han generado un cúmulo de desconfianza generalizada en las instituciones médicas y, por otro, han producido nuevas prácticas y formas de conocimiento en los entornos familiar y comunitario. Desde los años posteriores a la invasión liderada por Estados Unidos en 2003, los y las iraquíes han desarrollado sus propias formas de entender las relaciones causales que contribuyen a la aparición o al desarrollo del cáncer. Yendo más allá del uranio empobrecido que marcó la era de 1990, han ampliado su comprensión de la toxicidad e incluyen en ella una amplia gama de contaminantes materiales y déficits morales en los entornos físico y social. Además, han desarrollado mecanismos novedosos para obtener y administrar tratamientos oncológicos a través de redes y recorridos interprovinciales y transfronterizos en la búsqueda de atención médica.
Esta tendencia de las familias a depender de sus propios conocimientos y prácticas sobre la enfermedad se está aplicando en la actualidad a una pandemia con características y presiones claramente diferentes. Por ejemplo, cuando en junio de este año circularon por todo Irak informes sobre la escasez de oxígeno, los familiares que cuidaban a pacientes de COVID-19 en algunos hospitales respondieron identificando canales de distribución que les permitieran almacenar botellas de oxígeno junto a las camas de sus familiares enfermos [2]. Los médicos muestran desánimo ante este tipo de acciones porque generan caos cuando lo que se necesita son respuestas coordinadas, pero se trata de una práctica heredada indudablemente de los años de experiencia adquirida haciendo frente a las deficiencias provocadas por la guerra en la medicina y en los equipamientos necesarios para tratar la leucemia, el cáncer de mama y otras enfermedades.
Los fallos del sistema sanitario iraquí para hacer frente adecuadamente a la pandemia de corona virus no se pueden achacar a lo que hacen las familias por el bienestar de sus familiares enfermos. Al contrario, la causa de la respuesta ineficaz es la conducta incontrolada y egoísta de los partidos políticos que llegaron al poder después de la invasión estadounidense. Una élite contra cuya corrupción iban dirigidas las protestas de amplios sectores de iraquíes en 2019-2020, justo antes del advenimiento de la pandemia. En aquellas manifestaciones también participaban iraquíes enfermos de cáncer mostrando a todos sus máscaras respiratorias, sus cabezas calvas y sus sillas de ruedas. Un paciente de cáncer portaba un cartel que decía: “La corrupción me ha robado el tratamiento”. No es de extrañar que si los pacientes responsabilizan a la clase política gobernante de la falta de tratamiento adecuado frente a una epidemia desconfíen de esa misma clase política para gestionar el impacto devastador de una pandemia global.
Surgimiento de la epidemia de cáncer
El cáncer se ha vinculado explícitamente con el deterioro general de la salud de la población iraquí durante casi tres décadas. En la década de 1990 y principios de 2000, el aumento de casos de cáncer en Irak provocó un acalorado enardecido sobre las causas de la epidemia. Responsables del Ministerio de Salud iraquí argumentaron ante la opinión pública iraquí y la comunidad internacional que el número de casos de cáncer aumentaba debido a un agente causal clara y netamente definido: el uso por parte de Estados Unidos de municiones [revestidas] de uranio empobrecido durante la Guerra del Golfo de 1991.
El Subsecretario de Salud iraquí Shawqi Sabri Murcos afirmó en una conferencia en 1998, basándose en estudios publicados por científicos iraquíes, que: “El uso de uranio empobrecido ha causado daños irreparables al pueblo iraquí y a su medio ambiente. […] Nuestras investigaciones muestran un aumento desmesurado de los casos de leucemia, especialmente entre los niños y niñas de las zonas del sur de Irak bombardeadas por los aliados”. [3] Los responsables iraquíes también señalaron que las sanciones de Naciones Unidas contra el país habían provocado el deterioro de la práctica médica oncológica porque los hospitales no podían reponer los fármacos de quimioterapia ni obtener suministros médicos básicos.
La capacidad de proporcionar alimentación y salud a la población –y también gestión y control de las enfermedades– ha estado en el centro de la lógica del poder estatal desde que se fundó el moderno Estado iraquí en los años 20.[4] Cuando el Ministerio de Salud de [el régimen de] Sadam Husein empezó a perder capacidad de proporcionar servicios públicos de alta calidad en los años 90 como consecuencia de las sanciones, el Estado quedó políticamente inerme. Al tener el cáncer una fuerte carga simbólica en el todo el ámbito internacional, el mensaje del gobierno a la población iraquí (y al mundo) fue señalar al responsable: fueron la guerra liderada por Estados Unidos y las sanciones internacionales las que causaron simultáneamente el cáncer y la destrucción del sistema público de salud.
El ejército estadounidense respondió a estas acusaciones haciendo una lectura mezquina de los datos científicos sobre uranio empobrecido. El portavoz del Pentágono, Kenneth Bacon, afirmó en el punto álgido de la controversia en 1998: “No creemos que una exposición normal a estas municiones cause cáncer, y no hemos hallado nada que confirme las afirmaciones iraquíes”. [5] Todo depende de cómo se defina “exposición normal”. Antes de la invasión de 2003, los responsables militares estadounidenses rechazaron reiteradamente cualquier inquietud derivada del uso de armamento de uranio empobrecido basándose en un estudio realizado por la academia científica británica The Royal Society. Sin embargo, ese estudio calculó el “exceso de riesgo” de hipotéticos escenarios de exposición a uranio empobrecido basándose meramente en una exposición estimada de los soldados en tiempo de guerra, y no en una exposición a largo plazo de los civiles que viven en el medio donde se abandonan municiones tóxicas. Si bien los autores del estudio llegaron a la conclusión de que el riesgo de cáncer sería mínimo para los soldados en el campo de batalla, reconocieron que las consecuencias de la exposición a largo plazo para los civiles seguían siendo muy inciertas [6].
Mientras tanto, los pacientes de cáncer en Irak quedaron abandonados a su suerte con la carga progresiva de su enfermedad y las graves deficiencias en la atención sanitaria. En 2000 la BBC informó de que los médicos iraquíes llamaban a la sección de leucemia del Hospital Central Infantil de Sadam el “pabellón de la muerte” por su tasa de mortalidad del “cien por cien” debido a las carencias causadas por las sanciones. Ante estas privaciones, las familias comenzaron a desarrollar conocimientos y redes necesarias para obtener medicamentos y acceder a tratamientos, lo que incluía abrirse camino en los canales de distribución del mercado negro y transfronterizos [7]. Se inició así el proceso gradual de desplazar la carga de la atención de las instituciones médicas a las familias y a la comunidad.
Interpretación del cáncer después de 2003
En los años que siguieron a la invasión estadounidense de Irak en 2003, la historia del uranio empobrecido y el cáncer no desapareció de la atención científica y periodística. Sin embargo, para la élite política y para el gobierno, el interés en la epidemia se desvaneció. El Estado iraquí –y sus obligaciones para con la sociedad en general– degeneró en partidos políticos rivales, desmandados y competitivos, cada uno de los cuales tenía intereses económicos concretos, esferas territoriales de influencia y redes de patronazgo [8]. La epidemia que durante años se presentó como una amenaza para el conjunto de la población iraquí dejó de ajustarse a las interesadas agendas políticas de la era posterior a 2003. Además, habida cuenta del escaso compromiso mostrado por la coalición encabezada por Estados Unidos para proteger o reconstruir la infraestructura sanitaria del Estado, el Ministerio de Salud y sus activos se convirtieron en espacios a saquear por los nuevos (y armados) partidos políticos, en particular la facción sadrista y su ala militar, el Ejército de Mehdi. Entre 2003 y 2007, la compleja red de hospitales públicos se desarticuló aceleradamente. Decenas de médicos –también oncólogos– huyeron del país a consecuencia de la intimidación y la violencia que padecían en sus lugares de trabajo por parte de milicias rivales, por la falta de equipamientos y por la corrupción rampante.
Aunque el cáncer desapareció del mapa político durante la etapa posterior a 2003, en la sociedad, tanto las prácticas como los discursos en torno a la enfermedad sufrieron una rápida e importante transformación. La narrativa sobre el cáncer difundida desde el Ministerio de Salud anterior a la invasión –que vinculaba la aparición de la epidemia a una toxina específica diseminada por un determinado ejército extranjero– dejó de tener influencia sobre una población que cada vez tenía más claro que las fuentes de toxicidad estaban estratificadas y fragmentadas a lo largo de diferentes iteraciones de guerras y actores políticos y militares diversos.
En mi labor sobre el terreno y en entrevistas realizadas durante siete años (2012-2018) entre más de 100 pacientes iraquíes de cáncer y sus familias (en Irbil, Kirkuk, Sulaymaniya, Bagdad y Basora), el uranio empobrecido rara vez ocupó una posición relevante en los debates sobre la causalidad del cáncer. [9] Incluso entre pacientes de las zonas del sur, intensamente bombardeadas durante la Guerra del Golfo de 1991, las personas encuestadas no solo se referían a esos bombardeos sino también, entre otras causas, a las municiones de la guerra entre Irán e Irak de 1980-1988, a las deficiencias nutricionales de la época de las sanciones en los años noventa, a los fragmentos tóxicos de las explosiones terroristas posteriores a 2003, a los contaminantes de los yacimientos petrolíferos y a las fábricas mal gestionadas por la actual élite gobernante. El sur de Irak se había convertido en un complejo terreno de toxicidad estratificada a lo largo de la historia reciente.
Esta conciencia social sobre sucesivos legados de toxicidad sigue de cerca los recientes hallazgos científicos de investigadores iraquíes e internacionales que han detallado el impacto en la salud de un conjunto más extenso de toxinas diferentes del uranio empobrecido[10]. Desde 2010, la producción científica sobre el cáncer y la exposición medioambiental en Irak ha ido ganando fuerza gradualmente tras años de inactividad. Varios estudios recientes han explorado las tasas de cáncer y la exposición ambiental no sólo en el sur de Irak sino también en zonas particularmente afectadas por la invasión liderada por Estados Unidos en 2003 [11]. Un estudio señala “el aumento del cáncer y de la mortalidad infantil, que son alarmantemente altos” en Faluya, y cita el uranio empobrecido como “una exposición potencial relevante” [12].
Pero en general los y las iraquíes de a pie tienen poca fe en el estado actual de la ciencia en su país y, en particular, en su capacidad para informar y diseñar políticas. En los pasillos y salas de espera de los hospitales, las discusiones sobre los agentes causales se entremezclaban a menudo con expresiones de incertidumbre y desesperación ante la total incapacidad del Estado para comprender y gestionar la epidemia. Constatar la decadencia científica –y por consiguiente, la imposibilidad de obtener certezas– provocaba dolorosos debates, lo que sugiere un fuerte apego latente en la sociedad a una trayectoria histórica de rigor médico y empírico. Un paciente de Basora, propietario de una pequeña tienda de ropa, señaló: “Podrían ser los bombardeos, o el pan, o incluso el humo de los campos de petróleo. Hay que estudiarlo, pero… Irak está acabado”. Hasta para un tendero sin formación universitaria, la muerte de la ciencia y el fin de Irak iban de la mano.
Hasta que los equipos científicos locales e internacionales no dispongan de los recursos necesarios para desarrollar investigaciones más exhaustivas, a la población iraquí no le queda otra opción que estudiar el medio ambiente en busca de posibles peligros y carcinógenos sirviéndose de sus propias facultades de percepción. Es revelador que la comprensión local de la toxicidad esté segmentada regionalmente y sea flexible en función de la progresión actual de la guerra y el conflicto. Por ejemplo, con el surgimiento del Estado Islámico de Irak y Siria (Daesh) en 2014, los pacientes de las zonas afectadas por el conflicto incorporaron estas realidades a su comprensión de la enfermedad. En entrevistas realizadas durante 2016 en el Hospital de Cáncer de Kirkuk (un centro oncológico que acoge a muchas personas desplazadas de las zonas ocupadas por Daesh), un ama de casa de 39 años y paciente de cáncer de mama decía: “El entorno inmundo de mi zona, Hawiya, está contaminado por el humo de los bombardeos de Daesh, lo que podría ser una causa del cáncer. Debido a los apagones nocturnos, tenemos que dormir en la azotea de nuestra casa. Cuando nos despertamos por la mañana, obviamente notamos que el color del kulla, la mosquitera de tela que ponemos a nuestro alrededor para protegernos de las picaduras de los insectos, ha cambiado de blanco a negro oscuro”.
Asimismo se refirió al posible impacto que le produjo el horror experimentado durante su fuga de Hawiya, al dolor acumulado durante años de guerra, y a la pérdida de su hermano en 2003. Está estudiado que las emociones fuertes erosionan las defensas del cuerpo, lo que apunta aún más a las múltiples consecuencias de la guerra que se superponen y que afectan al cuerpo. Ahora que reside en la ciudad de Kirkuk, sigue siendo vulnerable a los quebrantos del conflicto: señalaba que tanto los médicos como los ciudadanos de a pie la trataban “inhumanamente” porque asociaban su región natal con Daesh, y que ese ambiente de sospecha ha afectado a su capacidad para hacer frente al cáncer y curarse. Pero insistía en que su situación no era excepcional: “Todos los iraquíes estamos viviendo bajo esta presión. Un hospital sucio. Un médico que no te trata como si fueras humana. Políticos que venden medicinas para lucrarse. En Irak la situación es extenuante”, se lamentaba. Para esta paciente de cáncer de mama al igual que para muchas otras personas iraquíes, la sensación de toxicidad va mucho más allá de los contaminantes físicos. El ambiente material y moral de Irak ha quedado contaminado por décadas de guerra y por el abandono de la clase política.
Los nuevos e improvisados caminos del cuidado de la salud
Para la mayoría de los pacientes de cáncer iraquíes la búsqueda de atención médica adecuada resulta una experiencia calamitosa y rocambolesca. Obtener atención médica para el cáncer en Irak después de 2003 requiere tener que viajar por el país y por toda la región. Antes de 2003 el mecanismo de derivación médica era relativamente sencillo y se gestionaba con sistematicidad. La quimioterapia y la radioterapia requerían derivaciones a Bagdad, Mosul o Basora. Tras la invasión estadounidense, a medida que esas ciudades fueron pasto de la violencia y los hospitales de los saqueos, las familias con pacientes de cáncer empezaron a considerar otras opciones. Las ciudades de la región kurda, semiautónoma y relativamente estable, desarrollaron centros públicos de oncología que rivalizaban con los de Bagdad, lo que obligó a muchos pacientes a dirigirse hacia el norte, hasta Irbil y Sulaymaniya, y a otros centros transfronterizos como Beirut y Estambul.
Es importante señalar que en lugar de seguir vías de derivación hospitalaria gestionadas y dirigidas por médicos, se seguían vías ad hoc, improvisadas e impulsadas por los propios cálculos y suposiciones de los pacientes.
Debido a la necesidad de movilidad, los y las iraquíes no pueden depender exclusivamente de los contactos dentro de su limitado grupo tribal, familiar o confesional. Las salas de espera de los hospitales y los hoteles situados junto a los centros de oncología se convierten en lugares donde pacientes y cuidadores de todo Irak intercambian números y contactos por si se necesitan en cualquier momento. En el hospital oncológico de Sulaymaniya, por ejemplo, fui testigo de cómo los pacientes recurren a recursos concretos de cada región: un paciente áraboparlante de Bagdad puede necesitar la ayuda de un kurdo de Sulaymaniya para solicitar la residencia, y el kurdo a su vez, puede necesitar que se le traiga cierta medicación de Bagdad.
Esas relaciones interregionales e interconfesionales no se organizan solo para los intercambios materiales. Como se indicaba en la entrevista con la paciente de cáncer de mama de Hawiya, los y las pacientes de cáncer iraquíes refieren que el deterioro de las instituciones médicas ha despojado a los hospitales no sólo de su suficiencia técnica sino también de sus recursos morales; los médicos están exhaustos e irritables bajo la presión que imponen décadas de instalaciones abandonadas y de corrupción. Como la mayoría de los médicos ya no puede atender el “estado del alma” –que muchos iraquíes insisten constituye “la mitad del tratamiento”– las familias tienen que buscar que les proporcionen esta dimensión crucial de la atención en otros lugares. Los cuidadores familiares suelen comentar que disfrutar de una risa con extraños en la sala de oncología hace que los pacientes se olviden momentáneamente de su enfermedad y del resto de problemas que causa la guerra, y conserven las fuerzas necesarias para la curación.
El movimiento constante entre provincias y a través de las fronteras es agotador y caro [13]. Los pacientes que acudían a consultas en múltiples hospitales y provincias lo hacían buscando una segunda opinión en momentos especialmente críticos durante el tratamiento. Una paciente con cáncer de mama lo explicaba así: “Me trataba un médico en Bagdad pero me aconsejó una mastectomía, y pensé, ‘esto es Irak, los médicos no cuentan con buenos equipamientos, necesito otra opinión’. Y entonces vine a Irbil y me dijeron que no necesitaba una mastectomía. Estaba bien confundida. Consulté con algunos amigos, di con otro médico en Bagdad y al final hice una consulta en Beirut, y seguí el consejo del médico de Beirut de volver a Bagdad para recibir tratamiento”. Lo que los pacientes tratan al recurrir a un conjunto interregional de herramientas de diagnóstico y valoraciones es recibir confianza sobre cómo proceder.
Estas vías de atención han tenido que lidiar progresivamente con la politización del acceso. Los oncólogos iraquíes suelen afirmar que reciben y tratan a todos los pacientes de manera imparcial. Pero desde la perspectiva del paciente, no hace falta que el hospital rechace atenderte para que resulte inaccesible. Tras la derrota de Daesh en 2017 sobretodo, una serie de grupos armados que se extienden por las provincias centrales y septentrionales del país han establecido puestos de control que hacen que a quienes carecen de afiliación o conexiones políticas adecuadas les sea imposible la movilidad entre los centros de tratamiento provinciales. Además, a nivel de los propios hospitales, la politización de los triajes se manifiesta de manera sutil. La mayoría de los cánceres requieren tratamientos durante un largo período de tiempo, lo que significa que es vital garantizar el acceso constante a todos los productos farmacéuticos y pruebas necesarias. Durante el período de control de Daesh sobre Mosul, los hospitales oncológicos de las ciudades cercanas de Irbil y Sulaymaniya vieron un aumento de pacientes de Mosul y otras ciudades afectadas. A esos pacientes desplazados casi nunca se les negó la atención de manera inmediata pero muchos se vieron obligados a comprar importantes dosis de medicamentos de quimioterapia mientras que a los residentes locales se les administraba todo el tratamiento desde el subministro público. Por eso los pacientes más empobrecidos y más políticamente vulnerables de Irak acaban en los costosos centros de tratamiento de Beirut y Estambul: aunque los costos son abrumadores, al menos se les proporciona de manera predecible.
Cáncer y COVID-19
Los relatos periodísticos sobre la actual crisis de COVID-19 en Irak pretenden que los ciudadanos comunes se resisten a la cuarentena y a realizarse las pruebas debido a prácticas tribales y a nociones de estigmatización culturalmente conformadas. Pero el fenómeno más determinante y extendido es que los y las iraquíes se han acostumbrado a improvisar las maneras de procurarse atención médica, lo que a menudo implica eludir el consejo de los médicos de un sistema de salud en el que no confían; depender de familia, amigos e incluso de extraños por todas las provincias facilita la infraestructura material y apoyo moral. No es que los y las iraquíes sean escépticos respecto a la medicina en términos absolutos. Su escepticismo es puntual y se ha desarrollado como reacción a las deficiencias que ha provocado la guerra y la politización de la atención a la salud. Ni desprecian el rigor científico para determinar las causas definitivas y el alcance de las enfermedades. Pero a falta de un Estado comprometido con la salud de la población y con la correspondiente producción científica, están abocados a la incertidumbre ante los numerosos materiales potencialmente contaminantes y los defectos morales del entorno social, considerados ambos como causantes o agravantes de sus enfermedades.
En el contexto de COVID-19, el Ministerio de Salud ha ignorado estas realidades vividas y ha procedido como si estuviera operando en un país en el que la confianza de la sociedad en la capacidad del Estado para comprender y gestionar las epidemias estuviera intacta.
El enfoque del Ministerio limitó severamente la intervención de los pacientes y familias y su capacidad de depender de sus propias redes médicas y estrategias de búsqueda de atención. A los iraquíes de Bagdad que presentaban síntomas se les ordenó que se dirigieran a uno de los tres hospitales públicos para someterse a pruebas y a una cuarentena, mientras que a todas las clínicas y hospitales privados se les prohibió realizar pruebas y tratamientos relacionados con COVID-19. Se ha prohibido el movimiento entre provincias y los viajes a países vecinos, una de las estrategias clave de las familias que buscaban atención durante los años de conflicto. Debido a la generalizada falta de confianza en el sistema de salud, no sorprendió a muchos profesionales médicos iraquíes que los pacientes de COVID-19 simplemente se negaran a ir al hospital hasta que ya no podían respirar y como última opción. Tampoco sorprende que una vez admitidos en los hospitales, las familias eludan las normas de control de infecciones para asegurarse de que el oxígeno y otras formas de apoyo técnico y moral lleguen a sus pacientes, y no es que lo hagan por ignorancia sino por la práctica adquirida en todos estos años de ser ellos quienes se han encargado de proveer los cuidados médicos.
Si el Ministerio de Salud pretende mejorar el cumplimiento de los pacientes de los protocolos de COVID-19 y de los protocolos para futuras epidemias, los funcionarios de salud no pueden tratar el problema como si de una incompetencia técnica o cultural se tratara. El núcleo del problema es la desconfianza de la sociedad que ha crecido durante años de guerra y abandono del sector sanitario. Un hecho positivo es que los médicos iraquíes actúan cada vez más en solidaridad pública con sus pacientes y en contra de la clase política. Durante las protestas de octubre de 2019, miles de médicos iraquíes salieron a las calles con sus batas blancas para denunciar la corrupción, el abandono por parte de la élite política de la sanidad pública, y el impacto nocivo que tiene en la atención a los y las pacientes. Sin embargo, hasta que la presión popular no produzca reformas significativas, las familias iraquíes que se enfrentan a la COVID-19, al cáncer y a otras enfermedades probablemente seguirán dependiendo de sus propias redes y prácticas para gestionar y dar respuesta a sus enfermedades graves.
* Mac Skelton es director del Instituto de Estudios Regionales e Internacionales (IRIS) de la Universidad Americana de Irak, en Sulaimani, y profesor visitante del Centro de Oriente Próximo de la London School of Economics
Notas
[1] Alissa Rubin, “Stigma Hampers Iraqi Efforts to Fight the Virus,”The New York Times, March 14, 2020.
[2] “A Difficult Day for Corona Patients in Iraq and Warnings of a Second Wave,” Al Jazeera, June 28, 2020. [Arabic]
[3] A. Yaqoub, et.al., “Depleted Uranium and the Health of People in Basrah: Epidemiological Evidence; The Incidence and Pattern of Malignant Diseases Among Children in Basrah with Specific Reference to Leukemia During the Period of 1990–1998,” Medical Journal of Basrah University (MJBU) 17/1,2 (1999). Cita de James Ciment, “Iraq Blames Gulf War Bombing for Increase in Child Cancers,” BMJ 317 (December 12, 1998).
[4] Omar Dewachi, Ungovernable Life: Mandatory Medicine and Statecraft in Iraq (Stanford: Stanford University Press, 2017).
[5] James Ciment, “Iraq Blames Gulf War Bombing for Increase in Child Cancers,” BMJ 317 (December 12, 1998).
[6] Royal Society, “The Health Hazards of Depleted Uranium Munitions,” May 22, 2001.
[7] Hayder Al-Mohammad, “What Is the ‘Preparation’ in the Preparing for Death?” Current Anthropology 60/6 (2019).
[8] Mac Skelton, Zmkan Ali Saleem, “Iraq’s Political Marketplace at the Subnational Level: The Struggle for Power in Three Provinces,” Conflict Research Programme, London School of Economics and Political Science, London (2020).
[9] James Mac Skelton, Cancer Itineraries Across Borders in Post-invasion Iraq: War, Displacement, and Geographies of Care (Tesis doctoral, Johns Hopkins University, 2018).
[10] Ahmed Majeed Al Shammari,”Environmental Pollutions Associated to Conflicts in Iraq and Related Health Problems,” Reviews on Environmental Health 31/2 (2016).
[11] R. A. Fathi, L. Y. Matti, H. S. Al Salih, and D. Godbold, “Environmental Pollution by Depleted Uranium in Iraq with Special Reference to Mosul and Possible Effects on Cancer and Birth Defect Rates,” Medicine, Conflict and Survival 29/1 (2013).
[12] C. Busby, M. Hamdan and E. Ariabi, “Cancer, Infant Mortality and Birth Sex-Ratio in Fallujah, Iraq 2005–2009,” International Journal of Environmental Research and Public Health 7/7 (2010).
[13] Mac Skelton et al, “High-Cost Cancer Treatment Across Borders in Conflict Zones: Experience of Iraqi Patients in Lebanon,” JCO Global Oncology 6 (2020).
Fuente: https://merip.org/2020/12/the-long-shadow-of-iraqs-cancer-epidemic-and-covid-19/