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La línea roja

Fuentes: Rebelión

La expresión «cruzar la línea roja» nos habla de resistencia, de rebelión, de negarse a aceptar determinadas cosas; nos sugiere límites que no se deben traspasar; y nos recuerda los atropellos en derechos sociales y saqueos al bolsillo que soportan los ciudadanos indefensos, sobre quienes recaen todos los sacrificios sin haber participado de ningún festín […]

La expresión «cruzar la línea roja» nos habla de resistencia, de rebelión, de negarse a aceptar determinadas cosas; nos sugiere límites que no se deben traspasar; y nos recuerda los atropellos en derechos sociales y saqueos al bolsillo que soportan los ciudadanos indefensos, sobre quienes recaen todos los sacrificios sin haber participado de ningún festín inmobiliario, ni financiero.

Como ranas que nadan dentro de un caldero de agua al fuego sin intentar huir, tan sólo porque la transformación de su delicioso baño en un infierno hirviente se produce de manera gradual; aprendiendo a tolerar el calor hasta que es demasiado tarde para escapar y se mueren. Como los alemanes que consintieron que sus propios vecinos -judíos, comunistas, homosexuales, discapacitados-, fueran aniquilados, apartados, señalados, gaseados, además de por miedo, desconocimiento o complicidad, por una suerte de normalidad reglamentaria, una rutina clorofórmica que hacía llevadera una cotidianidad preñada de monstruos, en la que funcionaban los transportes públicos, abrían colegios y tiendas o se acudía al trabajo. Tolerando todo, como si no pasara nada, como si el corazón no tiritara entre tinieblas.

Y «si la desgracia tiene el nombre propio de otro a mí qué más me da; por qué protestar si los demás se callan; o no me interesa porque no afecta a los míos». Hasta que es demasiado tarde. Y así nos inmunizamos ante la injusticia diaria, revelada en todos los niveles, en cada detalle, en lo público y en lo privado, desde la cúspide del poder hasta su misma base; un charco de negra injusticia que se extiende y derrama, y que nos mancha a poco que arañemos una realidad social insostenible; sobre todo cuando asistimos atónitos a las decisiones de una clase política que en lugar de defendernos se atrinchera y aísla, situándose a distancia del resto. La manga ancha para unos pocos, con sus casi inalterables prebendas, abusos, dietas y viajes; y un gigantesco embudo para la mayoría, que ve recortarse a diario derechos, sueldos, ayudas.

La decisión de la consejera canaria de Sanidad, Brígida Mendoza, de eliminar la comida a los familiares de niños enfermos y personas terminales ingresadas en los hospitales, traza una línea de color rojo, ancha y bien marcada. La misma consejera que regala 500.000 euros cada año en pluses de productividad a los directivos del Servicio Canario de Salud, o que emplea millones de euros en sistemas informáticos al parecer inaplazables. ¿Pero en manos de quién estamos?

Desde hace treinta años los familiares comían los mismos alimentos de los enfermos. Ahora no se les permite siquiera que traigan el almuerzo de su propia casa. Pero qué menos que ofrecer un plato de comida a quienes están sufriendo un duro desgaste físico y emocional, acompañando día y noche, cuidando, atendiendo, y hasta supliendo a ratos el trabajo de profesionales sobrecargados; canarios de otras islas a las que supone un esfuerzo supremo costear su estancia fuera de sus casas para permanecer junto a sus seres más queridos, muchas veces niños enfermos batallando entre la vida y la muerte, meses y meses. Una villanía imperdonable. Una línea de color rojo sangre.

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Rebelión ha publicado este artículo con el permiso de la autora mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.