En su libro In That Age When We Were Young («En aquel tiempo en que éramos jóvenes»), Charles M. Purcell, uno de los llamados «soldados-poeta» en las antologías literarias de la guerra, que había sido condecorado con la Cruz al Valor en Vietnam, describía sus sentimientos tras haber regresado a la vida civil: «Ahora tengo […]
En su libro In That Age When We Were Young («En aquel tiempo en que éramos jóvenes»), Charles M. Purcell, uno de los llamados «soldados-poeta» en las antologías literarias de la guerra, que había sido condecorado con la Cruz al Valor en Vietnam, describía sus sentimientos tras haber regresado a la vida civil: «Ahora tengo miedo de empuñar un arma / ¿Qué pasaría si aquí, en mi barrio, sufriera un ataque de locura homicida / y saliese gritando a la calle/ ¡Adelante los paracaidistas! / y matase al repartidor de leche?».
Algunos años antes, reflexionando sobre la Segunda Guerra Mundial, John Ellis (no confundir con el físico de renombre mundial) afirmaba en su libro The Sharp End of War («La punta afilada de la guerra»): «Las bajas psiquiátricas son tan inevitables en la guerra como las heridas por bala o por metralla».
La literatura viene anticipando desde hace años los ataques de locura homicida sufridos por militares, como el que el jueves de la semana pasada ha protagonizado un comandante médico en la base de Fort Hood (Texas), el enorme complejo militar que alberga la cuna del Arma Acorazada del ejército de EEUU. Era precisamente el tratamiento de esas bajas psiquiátricas o, más exactamente, de los soldados que presentaban sus síntomas iniciales, la tarea encomendada al médico psiquiatra que, en un rapto de locura, mató a 13 personas e hirió a una treintena, antes de ser inmovilizado.
Su trato frecuente con personas que sufrían los traumáticos efectos psíquicos de la guerra le llevó, según sospechan compañeros suyos, a sufrir un caso agudo de estrés postraumático llamado «secundario», al no poder resistir la acumulación de emociones que su tarea le obligaba a soportar. Quizá se sumó a esto, como elemento desencadenante, la noticia de su inminente nuevo destino a Afganistán. Los letales disparos que salieron de sus manos podrían haber surgido de las manos de los numerosos pacientes al borde de la locura, que él había contribuido a curar pero cuyas tensiones había acumulado dentro de sí y no pudo liberar ni controlar.
Un doctor estadounidense, con amplia experiencia en el tratamiento de excombatientes, iniciaba así su comentario para la BBC sobre este incidente: «Ninguna guerra es como las demás. Solo una cosa permanece constante desde siempre: son hombres viejos los que envían a luchar a hombres jóvenes. Las esposas y las novias lloran y esperan el regreso. Si se alcanza la victoria, suenan los himnos, se imponen condecoraciones y los combatientes se restablecen y descansan en casa. ¿Y si se ganan batallas pero no se alcanza la victoria? ¿Si no llega el momento de volver a casa, recuperarse y hacer que el horror sea parte del pasado? ¿Y si uno tiene que ir al combate una y otra vez antes de recobrarse y reconstruir sus relaciones sociales?».
Ésta parece ser la situación actual de muchos militares en EEUU; los repetidos turnos de servicio en los teatros de operaciones de Iraq o Afganistán han hecho crecer los casos de depresión y el índice de suicidios en las fuerzas armadas. Clínicamente se ha empezado a considerar en serio que el estrés postraumático es una dolencia que necesita ser tratada como cualquier otra enfermedad y que obliga a que el paciente sea evacuado a retaguardia en su calidad de «herido mental», del mismo modo que lo son los heridos de guerra enviados a los hospitales de campaña de la red sanitaria militar.
Durante largo tiempo el estrés postraumático ha sido ignorado, por ser considerado como una muestra de cobardía o, en todo caso, algo muy ajeno a las viejas tradiciones machistas del valor y el heroísmo. A la larga, sin embargo, se ha acabado por comprobar que de ese modo sólo se conseguía deteriorar la moral de las tropas y perjudicar su rendimiento en el combate.
Convendría ahora dejar de lado los detalles anecdóticos del suceso: las creencias religiosas del sujeto, su vestimenta o sus gritos al disparar enloquecidamente contra quienes le rodeaban. Es natural que los medios de comunicación se esfuercen por desentrañar su vida privada para convertir el incidente en una novela: se iba a casar en breve, había tenido fracasos profesionales en destinos anteriores, su sentido religioso se acentuó al morir su madre, se deshizo de algunos objetos personales en sus últimas horas, etc. Todo eso es propio de una crónica de sucesos pero ignora lo esencial de la cuestión: la inherente crueldad de la guerra, de toda guerra. Y el hecho de que la formación básica del combatiente tiene que hacer de él un instrumento de muerte y destrucción, para que cumpla con eficacia las misiones que se le asignen.
En EEUU se extiende la preocupación por las condiciones en que tiene lugar el retorno de los combatientes y por facilitar su reincorporación a la vida civil, sobre todo en las actuales circunstancias de una guerra cuyo fin no se ve próximo. Pero ningún programa de reinserción tendrá éxito mientras sólo se traten con atención las secuelas físicas que la guerra deja en los combatientes y se olviden las profundas «heridas mentales», más difíciles de advertir desde el exterior y, por eso, de más complejo tratamiento.
http://www.estrelladigital.es/ED/diario/256357.asp
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