La reciente celebración de las elecciones en Iraq ha servido para que, en todo el mundo, celebrasen su supuesta victoria los más correosos partidarios del gobierno estadounidense de Bush, los mismos que apoyaron el inicio de una sucia guerra, y quienes, hoy, juzgan razonable y oportuna la guerra preventiva como instrumento de la política exterior […]
La reciente celebración de las elecciones en Iraq ha servido para que, en todo el mundo, celebrasen su supuesta victoria los más correosos partidarios del gobierno estadounidense de Bush, los mismos que apoyaron el inicio de una sucia guerra, y quienes, hoy, juzgan razonable y oportuna la guerra preventiva como instrumento de la política exterior de Washington, y, en general, de la visión neoliberal del mundo. Esos entusiastas pasan de puntillas ante la evidencia de que las elecciones iraquíes no estaban previstas en el plan de ocupación que impulsó Estados Unidos tras la toma militar de Bagdad, y olvidan que, en gran medida, fueron convocadas ante la exigencia de los sectores religiosos chiítas dirigidos por el ayatolá Al-Sistani, que vieron en el proceso electoral la oportunidad de llegar al gobierno del país e impulsar, así, su particular concepción religiosa de los asuntos públicos. Satisfechos, los intelectuales neoliberales y los propagandistas de Washington (disculpen ustedes el pleonasmo) enarbolan la simple realización de las elecciones para, en primer término, proclamar la derrota del «terrorismo», y, en segundo lugar, curarse la herida del enorme rechazo mundial que suscitó esa agresión militar decidida por la Casa Blanca. Su interesado y tramposo silogismo concluye afirmando que, si las elecciones se han realizado, es que la invasión estaba justificada.
Los propagandistas más fervorosos llegan tan lejos que añaden a la lista de logros de Washington -siempre orientados a la difusión de la democracia- el relevo en la presidencia de la Autoridad Nacional Palestina (como si la muerte de Arafat fuese uno más de sus méritos) y la elección de una dirección palestina más dialogante que, supuestamente, firmará la paz con Israel, desactivando así el más duradero conflicto de Oriente Medio, añadiendo, incluso, las movilizaciones ciudadanas en Líbano que pedían la retirada de las tropas sirias, el cauteloso retroceso de Damasco, y las concesiones del gobierno teocrático iraní alrededor de la cuestión nuclear, pasando por las tibias declaraciones del gobierno egipcio de Mubarak sobre supuestas reformas democráticas en su país. Todo ese rosario de positivas consecuencias habría sido posible gracias a la invasión militar norteamericana de Iraq. Recuérdese que Bush llegó a lanzar un confuso plan para «impulsar la democracia» en Oriente Medio.
Ese es el guión. En el camino, quedan las mentiras, arrinconadas por la nueva propaganda. Sin embargo, si algo ha quedado claro en los dos años transcurridos desde el inicio de la guerra iraquí, no es, sólo, que Washington mintió al mundo, sino que, después, ha sido incapaz de mostrar las más mínimas pruebas de lo que enarboló como justificante para la invasión: la existencia en Iraq de armas de destrucción masiva y la complicidad del gobierno de Sadam Hussein con las redes terroristas de Al-Qaeda, por no hablar de las acusaciones veladas de implicación en el 11 de septiembre. Tras la guerra, los diplomáticos de Washington, en un espectacular ejercicio de cinismo político, no se han cansado de repetir que, tal vez, estaban equivocados en sus apreciaciones (ninguna novedad: hay que hacer de la necesidad, virtud) pero que, en su descargo, debe reconocerse que todo el mundo lo estaba. De esa forma, sus propagandistas han llegado a escribir que eran las propias Naciones Unidas las que habían afirmado que Bagdad tenía esas armas. En una mezcla de afectación y jactancia, esperan ahora que sean olvidadas las presiones norteamericanas de aquellos meses previos a la guerra en el Consejo de Seguridad, las amenazas veladas, los chantajes a diferentes países, el espionaje a diplomáticos escépticos o prudentes e, incluso, a gobiernos aliados, y que se entierre la evidencia de que Washington no quiso esperar al resultado de las inspecciones organizadas por la ONU, como reclamaban Francia, Alemania, Rusia y China, entre otros, porque Estados Unidos argüía, precisamente, los peligros inminentes de esas inexistentes armas de destrucción masiva en manos de Sadam Hussein. Después, Bush cubrió las mentiras con el manto tramposo de que el mundo era mejor sin Sadam Husein, ocultando que también es mejor sin el recurso a la guerra. Ahora, la comunidad internacional teme que el plan de acción que inició la guerra contra Iraq pueda repetirse, por ejemplo, con Irán. Los argumentos que llevaron a la guerra iraquí se repiten de nuevo, con otras formulaciones. Y es cierto que los ayatolás iraníes han construido un régimen repugnante, pero, para el pueblo iraní, la guerra sería una desgracia todavía mucho mayor que la dictadura teocrática.
La izquierda política de los distintos continentes, que no tenía ninguna simpatía por la dictadura de Sadam Hussein, se manifestó contra la invasión porque era consciente de que la guerra es peor que la más siniestra de las dictaduras, aunque comprendiese perfectamente los sentimientos del pueblo kurdo, o de los comunistas iraquíes, ante la feroz persecución que padecieron bajo el régimen de Hussein. Sin embargo, la grosería intelectual de los argumentos del gobierno norteamericano (aunque tengan una probada eficacia) sigue insistiendo en simplificar los complejos problemas del mundo a la «lucha contra el terrorismo». Quienes no están a su lado en esa trinchera, son sospechosos de simpatías terroristas. No hay duda de que la izquierda debía, y debe, denunciar el horror de Guantánamo, aunque la mayoría de sus prisioneros sean antiguos talibán por los que no puede tener precisamente simpatía: la izquierda defiende sus derechos, aunque sean hijos de esa aventurera política exterior de Washington. ¿O es que ya no se recuerda de dónde surgió el fanatismo talibán?
Para Estados Unidos, son cuestiones secundarias, porque lo relevante, dicen ahora, es la celebración de las elecciones. Aunque no todo encaja: los iraquíes que han votado, aunque sea parcialmente, lo han hecho no como refrendo a la ocupación norteamericana, que no desean, sino como expresión de su apoyo a las fuerzas políticas y a la jerarquía chiíta, que ha visto precisamente en las elecciones el instrumento para llegar al poder y para exigir después el fin de la ocupación. La masiva participación kurda se explica por las expectativas creadas, en un pueblo que padeció particularmente la feroz represión de Hussein, para configurar un hogar nacional. Washington oculta, interesadamente, que la candidatura ganadora de las elecciones en Iraq exige el fin de la ocupación militar del país.
La insistencia del gobierno norteamericano en divulgar que la resistencia iraquí (los terroristas, según su lenguaje) pretende únicamente detener el camino hacia la democracia en Iraq, tiene objetivos precisos: arrebatarle cualquier legitimidad. Y es cierto que se producen repugnantes atentados terroristas en el Iraq actual. No hay duda de que, entre la llamada insurgencia iraquí, hay sectores políticos muy diversos: desde los núcleos ligados al partido Baaz de Sadam Hussein, declarados, en general, sunnitas, aunque también participen grupos laicos; pasando por las agrupaciones religiosas chiítas que desconfían de la política de Al-Sistani, y grupos de ideología izquierdista, además de las oscuras partidas de Al-Qaeda. Sus acciones son diversas y, muchas, oscuras, como puso de manifiesto el asesinato de Margaret Hasan o las bombas en mezquitas o en mercados. De hecho, los grupos más activos en el ataque indiscriminado que daña, sobre todo, a la población civil iraquí, son esos grupos que, en la estela de Osama Ben Laden, son hijos de Washington, aunque, desde la época de los talibán afganos, se hayan rebelado contra sus mentores. No es irrelevante, aquí, recordar que Washington creó las redes de Ben Laden, armó a sus muyahidin, facilitó y estimuló la realización de actos terroristas en Afganistán y otros países, y enroló el fanatismo religioso musulmán para sus propósitos de lucha contra la Unión Soviética. El monstruo que ahora dicen combatir fue creado por Estados Unidos. Sin olvidar que ese terrorismo suicida y criminal fortalece objetivamente a Washington. Por otra parte, es obvio que, en ese escenario, el problema estratégico a resolver radica en el gobierno que se hará cargo del Iraq libre de la ocupación. Washington apuesta por un gobierno aliado, semejante a los regímenes egipcio, paquistaní o a las monarquías petroleras, pero tampoco descartaría un gobierno chiíta, pese a los riesgos que su relación religiosa con Irán puede comportar.
Sin embargo, la fuerza de la propaganda y su proyección sobre el discurso público es tal que muchos ciudadanos poco informados aceptan que, con su presencia en Iraq, Estados Unidos apenas pretende otra cosa que impulsar la democracia. Y las elecciones celebradas parecen, aparentemente, demostrarlo. Cuando los terroristas hayan sido derrotados, nos iremos, afirma el propio presidente Bush, ocultando las intenciones de su gobierno. Porque la invasión de Iraq nació, sin duda, de la improvisación tras los atentados del 11 de septiembre, pero, también, del propósito norteamericano de diseñar de nuevo la arquitectura política de Oriente Medio, derrocando a gobiernos hostiles -Iraq, Irán, Siria- y consolidando el papel de Israel como potencia regional (a costa de los derechos palestinos, otorgándoles a éstos una paz separada y un precario Estado desarmado y dependiente de Tel-Aviv) y como gendarme en la zona de los intereses estratégicos norteamericanos. Y nació, también, de un plan para consolidar su dominio sobre el mundo: en el fondo del escenario, oculto por la retórica de la «lucha contra el terrorismo», está el deseo de controlar los recursos energéticos del mundo, la culminación de la política de acoso a Rusia, la satelización de la Unión Europea, la penetración en Asia central y la contención del poder emergente de China. Pero el plan es demasiado ambicioso, a la vista de la deteriorada fortaleza de Estados Unidos.
En esa estrategia, la insignia democrática es una buena tarjeta de presentación. La escalada de advertencias y amenazas contra Siria e Irán, en Oriente Medio, y contra Corea del Norte, en Oriente, abre así nuevos frentes de enorme capacidad desestabilizadora. Y, en ese terreno, de nuevo el discurso de la democracia se revela útil para los deseos de Estados Unidos. Curiosamente, Washington y sus propagandistas atribuyen ahora a la izquierda internacionalista (y, en primer lugar, a los comunistas) una supuesta complicidad y comprensión con los actos terroristas de Al-Qaeda en Iraq y en otras zonas del mundo, y, en general, con cualquier manifestación del terrorismo. Para hacerlo, su endeble argumentación descansa en una premisa absurda: si la principal característica de la izquierda internacionalista es su antiamericanismo, dicen, cualquier acción que tienda a crear problemas a la política exterior de Washington es bien recibida por esa izquierda, y, así (como mantienen los más groseros partidarios del intervencionismo militar norteamericano), la izquierda, como han llegado a escribir, «celebra» las bombas que «revientan a los ciudadanos iraquíes que engrosaban las colas de votantes».
La hipocresía de la formal defensa de la democracia que hace Washington se constata en Asia central. La cambiante geografía política de las antiguas repúblicas soviéticas de esa región, organizadas alrededor de nuevos sátrapas, y el apoyo norteamericano a siniestros dictadores como Karimov, en Uzbekistán, o al resto de dictaduras de la zona, como la de Nazarbáyev en Kazajastán, Niyázov en Turkmenistán, Rajmónov en Tayikistán, o, la recientemente derrocada de Akáyev en Kirguizistán, no puede ocultar que todas mantienen excelentes relaciones con Estados Unidos, desmintiendo de forma categórica que la acción de Washington esté orientada a la conquista de la democracia y a la ampliación de la libertad en el mundo. El derrocado Akáyev, que también mantuvo una óptima relación con Washington, no recibió la menor crítica norteamericana cuando declaró ilegal el partido comunista y limitó los derechos democráticos de la población, además de organizar en el reparto del botín de la propiedad estatal soviética. Tampoco los miles de presos políticos que Karimov mantiene en las cárceles uzbekas conmueven a la diplomacia norteamericana. Y, al otro lado del mundo, el acoso a Cuba, exigiendo reformas democráticas, resulta grotesco a la vista de la actuación de Washington en su propio continente, porque Estados Unidos no ha sido agente de la democracia en América Latina, sino organizador de las dictaduras. Lo mismo puede decirse de su constante agresividad con la Venezuela de Chávez.
Ahora, la realidad de un Irán dictatorial y teocrático pone en bandeja fáciles argumentos para los propagandistas del Pentágono, y no hay que dudar de que la desfachatez de los responsables norteamericanos es tal que, ante una nueva e hipotética guerra, que, sin duda, sería impugnada por la izquierda internacionalista y por los movimientos pacifistas del planeta, Washington y sus intelectuales de plantilla acusarían a los opositores de complicidad con las atrocidades de los ayatolás iraníes. Repetirían el esquema propagandístico de la guerra de Iraq: si quienes se oponían entonces a la guerra eran cómplices de Sadam Hussein (recuérdense las palabras de Hável, de Gluksman, de Michnik y tantos otros intelectuales derechistas), quienes se opusiesen al ataque al Irán de los ayatolás serían acusados de complicidad con ellos. No importaría, en ese supuesto, que haya sido la izquierda iraní quien, sobre todo, haya padecido la persecución de la dictadura, ni que sea esa misma izquierda, en Irán y fuera de sus fronteras, quien mantiene la denuncia del régimen teocrático. Pese a todo, no hay que desdeñar los réditos políticos que esa falsa e interesada defensa de la democracia puede rendir a Washington: imitando hoy las malas artes del general Ludendorf en los últimos meses de la Alemania guillermina y la defensa de la democracia que hacía Wilson, Estados Unidos hace una hipócrita defensa de la democracia, que, sin embargo, puede resultar verosímil en nuevas guerras preventivas.
No hay duda, pues, de que Washington está interesado en la democracia, pero la aplicación selectiva de los criterios para juzgar al resto del mundo indica que Estados Unidos acepta la democracia y la voluntad popular si sirven para consolidar sus intereses y su centralidad estratégica; de no ser así, no duda en recurrir al acoso y la destrucción de la propia democracia. Así actuó en el Chile de Allende, o intenta hacerlo ahora en la Venezuela de Chávez. Estados Unidos no va a renunciar a la democracia, al menos como instrumento propagandístico de su política exterior, y sus laboratorios ideológicos no cesarán de repetir que su acción internacional descansa no en la búsqueda desnuda de sus intereses económicos y políticos, sino en la promoción de la democracia y la la libertad. Aunque algunos de sus propagandistas, como Robert Kagan, sean más claros y rudos en la definición del interés norteamericano. Washington también va a hacerlo, como objetivo político subsidiario: la dominación es más efectiva si descansa en una mezcla de aceptación resignada e instrumentos políticos (tratados, bases militares, obligaciones) que si debe recurrir a la fuerza desnuda.
Si en el siglo XIX, los teóricos del imperialismo británico justificaban la misión colonial con la supuesta obligación del hombre blanco de «civilizar» a pueblos «atrasados», ahora, la exigencia de democracia parece justificar la injerencia y el acoso militar. Y, en ese empeño, los organismos internacionales molestan a Washington: es reveladora la reciente designación de John Bolton (un hombre que no ha tenido reparo en proclamar que las Naciones Unidas no deben limitar la acción de Estados Unidos) como embajador norteamericano ante la ONU, que da idea de la escasa inclinación de su gobierno por el multilateralismo y la cooperación internacional. Por todo eso, no debe olvidarse que los peculiares caminos de Washington para encontrar la democracia se convierten en problemas que afectan al conjunto del planeta: hoy, dos años después de la invasión de Iraq, pese a las afirmaciones de Bush, el mundo es más peligroso que antes. No sólo porque la invasión ha conseguido nutrir de militantes al fanatismo islamista, sino porque el jinete del apocalipsis de la guerra cabalga de nuevo. La lucha contra el terrorismo sirve a Estados Unidos para justificar los atropellos a los derechos humanos, en Abu Graib o en Guantánamo, y los mecanismos de exclusión que genera su particular forma de entender la democracia (en su tradición liberal) o la libertad siembra de minas el territorio posible de convivencia social, legitima la cultura del más fuerte, y dota de un sentido providencial algo que apenas es rapiña y ansias de dominación: mientras sus diplomáticos hablan de democracia, sus empresas fomentan la corrupción, comprando voluntades y gobiernos, y su ejército fomenta el expansionismo militar y la guerra. En realidad, las voces más sensatas, y más inteligentes, de los círculos de poder norteamericano están planteando la conveniencia de preparar la salida de Iraq. Esas voces se expresan en círculos restringidos y en foros de las más importantes fundaciones que elaboran el discurso político estadounidense, pero su gobierno continúa siendo dirigido por los sectores más extremistas.
Cecil Rhodes, uno de los más audaces colonizadores del continente africano, creía firmemente que Dios tenía un plan, y que el dominio inglés sobre África y sobre la Tierra significaría el fin de todas las guerras. Estaba seguro de que británicos y americanos eran un instrumento divino para hacer que reinasen la libertad y la justicia, y él mismo se entregaba a lo que llamó «los propósitos de Dios». Rhodes fue un cínico: era ateo. Como Rhodes, hoy Estados Unidos habla de democracia aunque no crea en ella, pero, aunque conozcamos el cinismo de la política exterior norteamericana, la izquierda corre el riesgo de quedar prisionera entre la retórica falsaria de la democracia que enarbola Washington y el terrorismo suicida alimentado por las redes que nacieron bajo el amparo norteamericano.
La izquierda política ha menospreciado en demasiadas ocasiones los mecanismos democráticos y la noción misma de democracia, haciendo un espléndido regalo a las corrientes políticas conservadoras que casi se han adueñado de ella, y no ha sabido tampoco impedir el abusivo robo de la identidad democrática por parte del liberalismo conservador. La condena al terrorismo, que ha sido una constante en la izquierda internacionalista, debe continuar siendo un rasgo definitorio de la izquierda, porque el terrorismo sirve a la perfección los intereses norteamericanos. Junto a ese rechazo, debe articular la exigencia de la democracia, real, tangible, social. De hecho, como Prometeo, hay que arrebatar el fuego de la democracia a los dioses del mercado para conseguir que esa palabra no sea un instrumento más del moderno intervencionismo colonial, porque hay que ser conscientes de que ese nuevo empeño «libertador» de Washington, tan contradictorio con su propia historia, urdido en los despachos e instituciones que juzgan la democracia apenas como un instrumento de dominación, puede desembocar en la marcha (fúnebre) hacia la democracia.