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La operación Obama y su anestesia

Fuentes: Rebelión

El colegio electoral norteamericano proclamará presidente a Barack Obama por segundo período, opción de la que se privó la gran mayoría ciudadana, tanto por las particularidades del mecanismo indirecto de elección, cuanto por eludirlo como alternativa concreta en el ejercicio de sus derechos. No es que no se haya impuesto por mayoría de votantes, pero […]

El colegio electoral norteamericano proclamará presidente a Barack Obama por segundo período, opción de la que se privó la gran mayoría ciudadana, tanto por las particularidades del mecanismo indirecto de elección, cuanto por eludirlo como alternativa concreta en el ejercicio de sus derechos. No es que no se haya impuesto por mayoría de votantes, pero con una abstención de cerca del 45% y un ajustadísimo triunfo en una contienda completamente polarizada, no erraremos demasiado si en números gruesos afirmamos que contó con el apoyo de sólo la cuarta parte de la ciudadanía. El hecho de que guarismos de apoyo más o menos similares sean una constante en la historia electoral norteamericana, no le quita relevancia a la desnutrida legitimación ciudadana del máximo nivel de responsabilidad en la conducción de ese país, que tiene consecuencias globales dado su carácter de guardia pretoriana del -oligopolizado- mercado y la dominación universal. El consuelo que experimentamos los progresismos e izquierdas del mundo entero y particularmente latinoamericanos ante el resultado, no alcanza a opacar la inconsistencia cualitativa de los institutos y procedimientos de la autoproclamada «mayor democracia del mundo». El espanto ante lo que podría haber sucedido ante un triunfo de Mitt Romney (por el que optó otra casi cuarta parte de la sociedad) resulta el único fundamento consistente para esta sensación de relativo alivio. Percibimos aquello de lo que «nos salvamos», aunque el resultado nos confronte con la zozobra acerca de «lo que nos espera».

 

La esposa del candidato republicano , Ann Romney, consideró «maravilloso tener el primer presidente afroamericano, porque eso muestra que dejamos prejuicios atrás. Y espero que eso continúe si Mitt es elegido», ya que «sería un símbolo de tolerancia religiosa y un avance social», dada su fe mormona. Efectivamente lo sería, del mismo modo que si se tratara de cualquier integrante de minorías no sólo religiosas, sino de todo tipo y color, salvo por el hecho de que precisamente su esposo profesa una ideología muy poco tolerante, tal vez por razones más amplias que las de su perfil confesional aunque influido indudablemente por él. En los debates televisivos no se privó de exhibir un perfil misógino, homofóbico, racista y antiinmigrante en lo que a multiculturalismo refiere. Y sus orientaciones político-sociales no pasan de la exaltación del mercado desregulado, del recorte de gastos sociales y del guerrerismo, aspectos que Obama no desestima pero sobre los que se muestra más moderado. De hecho Obama expulsó «sólo» 1,5 millón de inmigrantes que resultan menos que los 3 millones que proponía su oponente. También recortó gastos sociales, pero en menor medida. En cualquier caso, no abundaré en las diferencias entre ellos y el mal menor que significa el triunfo demócrata ya que me interesa mucho más discutir algunas cuestiones cualitativas de la arquitectura institucional desde la que fue ungido Obama.

En la noche del martes, cuando consulté la edición digital del diario argentino «La Nación», destacaba el triunfo de Obama por una amplia mayoría de representantes en el colegio electoral, aunque por entonces el «ganador» estaba perdiendo por casi un punto en la contabilidad del total de votos emitidos. Hoy sabemos que finalmente superó también en ese plano por dos puntos a su oponente. Pero la conclusión no puede contentarse con que en esta oportunidad haya habido coincidencia entre la mayoría electoral y el resultado. No sólo es hipotéticamente factible que un candidato derrotado en las urnas sea proclamado por la instancia electoral definitiva, sino que fácticamente también se ha dado el caso, incluso muy recientemente. Y no sólo por las maniobras que todo sistema electoral indirecto potencialmente permite, sino por la negación plena del principio de proporcionalidad en la distribución federal de los electores. Ambos procedimientos son consistentes y coherentes entre sí -y éstos con otros institutos y componentes de la cultura política- con el fin de burlar la voluntad ciudadana. Pero el último probablemente sea un aliento al altísimo nivel de abstencionismo estructural de la historia política de EEUU. Al haber un único partido ganador por estado al que se le adjudica la totalidad de los electores, se está negando tout court, aún en un mecanismo electoral indirecto, la voz, la voluntad, y hasta la propia existencia a las minorías políticas y con ellas a millones de ciudadanos. Rige en consecuencia un principio territorial del ciudadano que a los efectos de elegir la máxima autoridad en un sistema presidencialista, sólo registra y reconoce a la mayoría de cada circunscripción. Los electores resultantes de esa compulsa electoral, ya no representan a la totalidad de la ciudadanía, sino exclusivamente a la fracción triunfadora de cada estado, que dado el altísimo abstencionismo es siempre necesariamente una minoría ciudadana. Se trata de un inmenso filtro sobre la soberanía popular.

Cuando Schumpeter definió ya en 1942 a la democracia existente como un mecanismo de mercado donde los votantes funcionan como consumidores y los políticos como empresarios, sin duda estaba inspirado en el modelo estadounidense. Aunque en este caso, el mercado funciona al modo de un remate: el mayor postor colectivo, se queda con la mercancía indivisa. Sólo procesos de simplificación ideológica que reducen el carácter democrático al solo hecho de que el gobierno surja de un proceso en el que interviene el voto popular sin importar cómo pueden otorgarle legitimidad a este «dispositivo-remate». Se trata de un funcionamiento pseudorrepublicano, sustentado exclusivamente en el voto periódico y definido suficientemente por ese solo mecanismo legal.

El diseño de la democracia indirecta en general y de esta variante en particular no es un efecto indeseado, sino precisamente una consecuencia claramente pergeñada y debatida por los «padres fundadores». El politólogo y constitucionalista argentino Roberto Gargarella, en su libro «Nos los representantes», analiza el proceso político de los EEUU en el siglo XVIII (en especial la institucionalidad del sistema representativo) y su conclusión sintética es que el sistema representativo no fue erigido, tal como hoy normalmente se sostiene, frente a la imposibilidad de adoptar un sistema de democracia directa. Por el contrario, fue instaurado porque resultaba necesario corregir, purificar, o filtrar la voz de la mayoría, pasándola por el «tamiz de un grupo selecto de representantes». Retomando a Edmund Burke subraya que los representantes del pueblo eran los médicos que debían indicar la cura a seguir, mientras que la población cumplía más bien el papel del enfermo, debiendo señalarle cuáles eran sus ‘dolencias’. Este pensamiento lleva implícito una profunda desconfianza hacia el resto de la ciudadanía y las masas, como explícitamente fue planteado por varios constructores del ideal democrático-republicano y principalmente resguardaba para estas elites la capacidad de poder determinar por ellos mismos las necesidades de la sociedad.

Los obstáculos y restricciones para la presentación de nu evos partidos políticos, como los centenares de miles de firmas requeridas y los procesos jurídicos, junto a las estrategias publicitarias del estilo de acción política condicionadas por los grandes massmedia y sus circuitos oligopólicos, configuran un bipartidismo oligárquico histórico. Por eso resultaron ninguneados los otros 4 candidatos presidenciales. Inducidos a captar electoralmente a la mayor masa que les posibilite acceder al gobierno (el modelo de partido catch all ), homogeneizando ofertas bajo un formato de show performativo que satisfagan a todo o casi todo el mercado electoral, se han ido progresivamente desideologizando e interpenetrando mutuamente y puliendo diferencias, lo que se traduce en un tipo de discurso difuso y generalizador, orientado más hacia la estrategia seductiva del eslogan que hacia la construcción ideológico-programática de un proyecto de gobierno.

En EEUU (no exclusivamente , sino en todas las democracias liberales-representativas pero en su máxima expresión allí) la contienda queda reducida a quién gobierna, desconociéndose por completo el qué o el cómo. De este modo, el contenido programático de las propuestas de gobierno de los partidos decae frente a la designación de la confianza en las personas, las estrategias de imagen y los discursos cosméticos. En este marco, los grandes oligopolios massmediáticos han sesgado el mecanismo interactivo con su gran capacidad de conformación o manipulación de la opinión pública, de la que ha surgido el término «living-room democracy».

No negaré las contribuciones que el constitucionalismo norteamericano ha hecho a las libertades civiles, ni desconozco la multitud de plebiscitos que se realizaron simultáneamente en varios estados o la importancia de la elegibilidad de los jefes de policía. También el carácter optativo del voto que a grandes rasgos comparto y que no explica el abstencionismo, como quedó demostrado recientemente en Venezuela. La vida política estadounidense no se reduce a esta estafa general que comento, tanto como desconocerla le concedería un lugar que su contradictoria arquitectura institucional le niega.

Tampoco es ajena a su cultura política la aceptación naturalizada de la violencia. El escritor Linh Dinh escribe entre el humor y el espanto que «la temporada universitaria de baloncesto comenzará con un partido en un portaaviones (…) y otro en un hangar de la Fuerza Aérea en Alemania. Los jugadores se pondrán uniformes de camuflaje diseñados por Nike. El monstruo corporativo militarizado ha infiltrado cada aspecto de la vida de EE.UU., por lo tanto no te sorprendas si te despiertas mañana junto a un héroe traumatizado y amputado, un cadáver o un millón de cadáveres».

Para ello la ciudadanía no sólo deber estar desestimulada, sino directamente anestesiada.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.