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La Qasba en Madrid

Fuentes: Rebelión

(A Alma Allende) Para los que hemos seguido de cerca las dos ocupaciones de la Qasba de Túnez, es muy difícil no sucumbir al emocionado vértigo de un déjà vu ante las imágenes de los jóvenes que desde el lunes pasado dignifican la Puerta del Sol con su presencia: las lonas y los cartones, los […]

(A Alma Allende)

Para los que hemos seguido de cerca las dos ocupaciones de la Qasba de Túnez, es muy difícil no sucumbir al emocionado vértigo de un déjà vu ante las imágenes de los jóvenes que desde el lunes pasado dignifican la Puerta del Sol con su presencia: las lonas y los cartones, los papelitos con consignas pegados en los muros, las asambleas permanentes, las comisiones de abastecimiento, limpieza y comunicación, la obstinación frente a esa lluvia torrencial que tantas veces se ha utilizado para justificar la abstención electoral. No nos engañemos: las protestas en España se inscriben sin duda en la misma falla tectónica global y prolongan y readaptan el mismo modelo organizativo inventado en Túnez y en Egipto (y en Bahrein, Siria, Yemen, etc.). El capitalismo ha fracasado en todo, salvo en globalizar las respuestas.

«Miles de jóvenes españoles protestan contra las dificultades económicas», titula el diario francés Le Monde. Es verdad. También en Túnez el paro, la pobreza y la inflación tuvieron mucho que ver en el estallido de las revueltas. Pero lo impresionante no es esto. Lo impresionante es que en ambos casos los manifestantes hayan reclamado y reclamen «democracia». En el caso de Túnez y del mundo árabe todos esperaban que sus ciudadanos invocasen la sharia -una variante religiosa de la Ley- frente a la arbitrariedad y la corrupción; en España todos los análisis apuntaban a una penetración rampante del discurso neofascista como respuesta a la inseguridad económica y social y al desprestigio de la política: la derecha conservadora parecía, a uno y otro lado del Mediterráneo, la única fuerza capaz de canalizar, deformándolo, el malestar general. Pero hete aquí que lo que los jóvenes piden por igual, aquí y allí, en Túnez y en Madrid, en El Cairo y en Barcelona, es «democracia». ¡Democracia de verdad! Que la pidan los árabes parece razonable, pues vivían y viven todavía sometidos a dictaduras feroces. Pero que la pidan los españoles es más extraño. ¿Acaso España no es ya una democracia?

No, no lo es. En Túnez, un pasito por detrás, aún se confía en que sea suficiente con tener constitución, elecciones, parlamento y libertad de prensa para que haya democracia. En España, calzada de pronto con botas de siete leguas, se ha comprendido en un relámpago que las instituciones no bastan si quien gobierna las vidas de los ciudadanos es el mercado y no el parlamento. Estos jóvenes sin casa, sin trabajo, sin partido, han asociado con intuición certera las «dificultades económicas» al gobierno dictatorial, no de una persona concreta, no, sino de una estructura económica que desactiva ininterrumpidamente todos los mecanismos políticos -de la judicatura a los medios de comunicación- que deberían garantizar el juego democrático. Estos jóvenes sin futuro han sabido desnudar de un golpe la falacia subcutánea que durante décadas ha sostenido la legitimidad del sistema: la identidad entre democracia y capitalismo. En Túnez y en Egipto el capitalismo daba palos; en España unas pocas golosinas. Ningún régimen económico ha exaltado tanto la juventud como valor mercantil y ninguno la ha despreciado tanto como fuerza real de cambio: mientras la publicidad ofrecía una y otra vez la imagen inmutable de un deseo siempre reverdecido, eternamente joven, los jóvenes españoles sufrían el paro, el trabajo precario, la descalificación profesional, la exclusión material de la vida adulta y, a poco que se sustrajesen a las normas socialmente aceptadas del consumo pequeñoburgués, la persecución policial. En el mundo árabe, para que no reclamasen una existencia digna, a los jóvenes se les golpeaba y metía en prisión; en Europa, para que no reclamen una existencia digna, se les ofrece comida basura, televisión basura, el tiempo basura de los supermercados y las movidas. En Túnez, los jóvenes que no podían acceder a una vida adulta, eran retenidos en sus cuerpos a porrazos; en España, los jóvenes que no pueden comprar su propia casa ni vender sus competencias laborales, aún pueden adquirir tecnología barata, ropa barata, pizzas baratas. Retenida lejos de los centros de decisión, despreciada o sobreexplotada en el mercado laboral, moldeada por hábitos homogéneos de consumo, la juventud ha acabado por convertirse (en Europa y en el mundo árabe) en una «clase social» que, por sus propias características materiales, no reconoce límites de edad. Pero nos habíamos equivocado: si la represión no funciona, tampoco sirve lo que Pasolini llamaba en los años 70 el «hedonismo de masas». Golpes o golosinas, los jóvenes no aceptan que los traten como a niños; no se dejan amedrentar («sin miedo», gritan aquí y allí) ni comprar («no somos mercancías»). La puerta del Sol en Madrid demuestra también el gran fracaso «cultural» del capitalismo, que ha querido mantener a las poblaciones europeas en una permanente minoría de edad alimentando sólo el hambre: de chucherías, de imágenes, de intensidades puras. Asustados o corrompidos, a los niños se les podía dejar votar sin peligro de que su voto mantuviese ninguna relación real con la democracia. Por eso, en Túnez y en Madrid, los jóvenes piden precisamente democracia; y por eso, en Túnez y en Madrid, han comprendido certeramente que la democracia está orgánicamente ligada a esa cosa misteriosa que Kant situaba tajantemente fuera de los mercados: la dignidad.

Es impresionante -impresionante, sí- oír gritar a estos jóvenes apartidistas, sin mucha formación ideológica o directamente «ideolofóbicos», la palabra «revolución», como en la Qasba de Túnez. Son pacíficos, disciplinados, ordenados, solidarios, pero lo quieren cambiar Todo. Quieren cambiar el régimen, como en Túnez: monopolio bipartidista de las instituciones, corrupción, degradación del sector público, manipulación mediática, impunidad de los responsables de la crisis. Como en la Qasba de Túnez, todos los partidos institucionales, también los de izquierdas, se han visto cogidos a contrapié o empujados fuera de juego. Los jóvenes de Sol (y de las otras ciudades españoles) no representan a ninguna fuerza política ni se sienten representados por ninguna fuerza política. Pero el error -claramente instrumentalizado por los que se sienten amenazados por el estallido- es pensar que nos encontramos ante un rechazo, y no ante una reivindicación, de la política. A la luz de experiencias históricas precedentes podríamos concluir que el desprestigio de las instituciones y de la clase dirigente franquea el paso a las soluciones populistas o demagógicas y a la irrupción de un «líder fuerte» cuya voluntad desate mágicamente todos los nudos y resuelva milagrosamente todos los problemas. Es el fascismo clásico. Pero el fascismo clásico, cuya sombra se hinchaba ya en el horizonte, es más bien lo que estos jóvenes han venido a impedir y denunciar. El populismo y la demagogia nos están gobernando ya; los «líderes fuertes» son los que dominan los partidos y tratan de imponer sus adhesiones fiduciarias, puramente emocionales, a los niños eternos en los que han querido convertirnos. Estamos en plena campaña electoral y los españoles se pasean entre reclamos publicitarios de los candidatos. ¿Hay alguna duda? «¿Por qué dice usted que en Japón no hay democracia»?, le preguntaban al novelista Kenzaburo Oé. «Por la sonrisa del primer ministro». Los timadores, los violadores, los paidófilos, los caudillos sonríen precisamente así. Nos han robado hasta la pureza de las sonrisas.

La Qasba de Túnez, como la puerta del Sol, se rebelaba justamente, en nombre de la democracia, contra toda clase de liderazgo caudillista. Había allí, como hay aquí, una afirmación ingenua de democracia pura, clásica, casi griega. El historiador Claudio Eliano cuenta la anécdota de un candidato ateniense que descubrió a un campesino escribiendo su nombre en las listas de los que debían ser condenados al ostracismo. «Pero si no me conoces», se quejó el oligarca. «Precisamente por eso», respondió el campesino, «para que no llegues a ser conocido». En la Qasba de Túnez era muy poderosa esta susceptibilidad frente a todo lo conocido; nadie que hubiera salido en televisión, nadie a quien los manifestantes reconociesen, era bienvenido en la plaza. Eran los desconocidos los que estaban autorizados para hablar y hacer propuestas; eran los desconocidos los que tenían la autoridad que el mercado -y su gemelo político, el electoralismo- acumula, al contrario, en las caras famosas. Pero resulta que los desconocidos somos nosotros; los desconocidos son los «cualquiera» a los que esos candidatos sonrientes piden el voto para excluirlos luego de los centros de decisión. En la Qasba de Túnez, como en la Puerta del Sol de Madrid, hay una tentativa de democratizar la vida pública devolviendo la soberanía a los desconocidos. Nadie puede negar los riesgos ni los límites de esta apuesta, pero nadie puede tampoco negar sin fraude que esta «revolución contra los conocidos» constituye precisamente una denuncia del populismo mercantil y la demagogia electoralista, los dos rasgos centrales de las instituciones políticas del capitalismo.

Los jóvenes de la Qasba de Madrid, de las Qasbas de toda España, quieren democracia real, pues saben que de ella depende su futuro y el de toda la humanidad; aún no saben que esa democracia, como nos recuerda Carlos Fernández Liria, es lo que otros hemos llamado siempre comunismo. Tendrán que descubrirlo a su modo. Nosotros, los más viejos, lo que venimos descubriendo desde hace cinco meses, en el mundo árabe y ahora en Europa, es que «los nuestros» -así los llama Julio Anguita- no son como nosotros. En Deseo de ser punk, la extraordinaria novela de Belén Gopegui, la adolescente Martina, ejemplar vivo de esta nueva clase social construida en las aristas de los mercados, le reprocha a su padre: «no has sido un buen ejemplo». No hemos dado, no, un buen ejemplo a los jóvenes y, a pesar de eso, cuando desde la izquierda los despreciábamos sólo un poco menos de lo que los desprecia Botín o la Warner, cuando creíamos definitivamente formateadas todas las subjetividades en un horizonte blindado, son ellos los que se han levantado contra el «hartazgo de golosinas» para reclamar una «revolución» democrática. Martina está en la Puerta del Sol y puede que también fracase, como fracasó su padre. Pero que ningún cincuentón de derechas (ni de izquierdas) venga a decirle que ha tenido la vida fácil; que ningún cincuentón de derechas (ni de izquierdas) venga a decirle que sin lucha no se consigue nada en este mundo. La segunda década del siglo XXI anuncia un futuro terrible, incierto, quizás apocalíptico, pero nos ha deparado ya algunas sorpresas que deberían rejuvenecernos.

Una es que, si todo va tan mal como decimos, es seguro que habrá resistencia.

Otra es que lo que verdaderamente une es el poder y que la Puerta del Sol, pase lo que pase, tiene ya poder.

Y otra es que todos los análisis, por agudos y meticulosos que sean, dejan fuera un residuo que acabará desmintiéndolos.

No habrá una revolución en España, al menos de momento. Pero una sorpresa, un milagro, una tormenta, una conciencia en las tinieblas, un gesto de dignidad en la apatía, un acto de coraje en la anuencia, una afirmación antipublicitaria de juventud, un grito colectivo de democracia en Europa, ¿no es ya un poco una revolución? Todo ha empezado muchas veces en los últimos 2.000 años. Y cuando ya sólo esperábamos finales, he aquí que en muchos sitios, los más inesperados, hay gente nueva empeñada en comenzar de nuevo.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.

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