Recomiendo:
7

La relevancia de Yenín

Fuentes: Counterpunch [Imagen: Un buldócer militar israelí atraviesa el campo de refugiados de Yenín en el ataque del 4 de julio de 2023. Foto: Nasser Ishtayeh-ZUMAPRESS]

Traducido para Rebelión por Paco Muñoz de Bustillo

La semana pasada el ejército israelí atacó durante más de dos días el campo de refugiados de Yenín, en los territorios ocupados de Cisjordania. El asalto se inició con misiles de crucero y ataques aéreos, continuó con drones, tanques, gas lacrimógeno y unidades de francotiradores y concluyó con incendios y buldóceres demoliendo casas y negocios palestinos.

Mediante un lenguaje anodino sorprendentemente similar al empleado por Putin para describir la invasión rusa de Ucrania, Benjamín Netanyahu calificó el ataque contra una de las zonas más indefensas y empobrecidas del mundo como una “operación especial”, una redada contra presuntos terroristas. Recordemos que la redada del ejército israelí del año pasado en el campo de refugiados de Yenín, en la que un francotirador israelí asesinó de un disparo en la cabeza a la periodista palestina-estadounidense Shireen Abu Akleh, también se consideró una “operación especial” (targeted).

En el asalto más brutal efectuado en Cisjordania en décadas, el ejército israelí tenía como “objetivo” a toda la población del campo de Yenín y la frágil estructura de la que todo el campo de refugiados depende para su supervivencia: centrales eléctricas, canalizaciones, torres de comunicaciones, instalaciones de saneamiento, carreteras, escuelas, mezquitas y clínicas. Los soldados y francotiradores israelíes utilizaron los hogares de los palestinos como base de operaciones. Mientras tenía lugar la carnicería se impidió que las ambulancias y los periodistas tuvieran acceso al campo de refugiados.

La ONU, encargada de supervisar el campamento, no recibió ningún aviso del inminente ataque. Al igual que la Autoridad Palestina, la ONU ha demostrado su impotencia ante las agresiones israelíes. Yenín carece de ejército, de fuerza aérea o sistemas de defensa aérea. Puede atacarse a voluntad con escaso riesgo para la fuerza invasora.

Las primeras evaluaciones ofrecieron un sombrío panorama de la escala de los daños producidos: al menos 13 muertos, más de cien heridos, incluyendo mujeres y niños, más de una cuarta parte de los residentes obligados a huir de sus hogares, 80 por ciento de los edificios del campo destruidos, dañados o quemados. Docenas de palestinos detenidos, interrogados y arrojados a las cárceles israelíes. Un soldado israelí cayó muerto, según parece víctima del fuego amigo.

El verdadero objetivo parece haber sido el propio campamento de refugiados de Yenín y no solo su población y estructuras físicas, sino lo que Yenín representa para el mundo, la imagen que ofrece sobre la naturaleza de la ocupación israelí y la persistente resistencia contra esta. Yenín existe; por tanto debe ser destruido. Sin embargo, contra todo pronóstico, persiste y sobrevive a cada intento por borrarlo del mapa, y su persistencia exaspera a los ocupantes. ¿Quién mejor que los israelíes para entender lo que sus políticas han infligido y el tipo de resentimiento que lleva décadas inoculando?

A ojos del Estado israelí, cualquiera que viva en Yenín es sospechoso. Durante 70 años el “campamento” ha albergado a personas expulsadas de sus hogares de Haifa y el Monte Carmelo durante la Nakba y obligadas a vivir en antiguos barracones del ejército británico a las afueras de la ciudad jordana de Yenín, en el norte del valle de Jezreel. Tras la Guerra de los Seis Días, Israel se hizo con el control de toda Cisjordania, incluido Yenín, y aún no lo ha abandonado.

La guerra que dio lugar al campo de refugiados de Yenín nunca ha terminado para quienes viven allí. De hecho, la tenaza se ha ido apretando sobre ellos desde entonces y cada acto de resistencia se convierte en una justificación para una nueva ronda de represalias por parte del Estado israelí, más cruel e insidiosa que la anterior. En los primeros años de la ocupación, los habitantes de Yenín podían cruzar la Línea Verde hacia Israel para ver a sus familias, trabajar o buscar tratamiento médico. Ahora les separa el Muro del Apartheid. Los desplazamientos están restringidos por un oneroso sistema de permisos. Todos los movimientos están vigilados.

La economía de Yenín ha sido víctima de una demolición planificada, tan letal como cualquier bomba. La tasa de desempleo en Cisjordania es del 16%. En el campo de refugiados de Yenín afecta casi a la cuarta parte de sus residentes, que tienen prohibida la venta de las frutas y verduras del fértil valle de Jezreel en Israel.

La vida cotidiana en Yenín ya había sido llevada hasta el límite incluso antes del último bombardeo: la red eléctrica falla regularmente, al igual que la canalización de aguas residuales. Muchas casas carecen de ventilación, una iluminación adecuada, aire acondicionado o retretes en funcionamiento. La atención médica es primitiva y muchos residentes con enfermedades crónicas no pueden recibir diálisis o tratamiento de quimioterapia con regularidad. Las carreteras y puertas de acceso pueden cerrarse en cualquier momento. A pesar de ello, resistirse a esta insostenible situación supone convertirse en un objetivo militar: ser bombardeado, tiroteado, detenido, trasladado a una prisión israelí y retenido sin cargos ni juicio durante años. Y ahora las personas que fueron expulsadas de sus hogares y llevadas al campo de Yenín están siendo expulsadas de los hogares a los que fueron expulsadas.

Yenín es un microcosmos de toda la experiencia palestina de desposesión, exilio, pérdida y resistencia. Los ataques a Yenín vuelven a confirmar las proféticas advertencia de Edward Said sobre los Acuerdos de Oslo, que creaban la ilusión de un Estado palestino, un Estado fragmentado sobre el cual los palestinos no tendrían control real. Said predijo, con exactitud según se ha visto, que la Autoridad Palestina funcionaría como un gobierno de Vichi, controlado y financiado por la potencia ocupante. Tal y como argumentó Said, los militantes no tendrían otra opción que llenar el vacío existente, lo que se convertiría en el pretexto para una represión cada vez más salvaje por parte del ejército ocupante israelí. Y así son las cosas.

Las potencias internacionales que rubricaron los Acuerdos de Oslo e innumerables resoluciones de la ONU rehúsan obligar al cumplimiento de sus propios acuerdos, a pesar de que estos se rompan una y otra vez. Por su parte, Estados Unidos, principal avalista financiero de Israel, respaldó el asalto a Yenín desde sus inicios. Mientras las bombas volaban edificios de apartamentos palestinos, la Casa Blanca de Biden emitió una declaración sancionando lo que, según la ONU, constituyen crímenes de guerra: «Apoyamos la seguridad de Israel y el derecho a defender a su pueblo contra Hamás, la Yihad Islámica Palestina y otros grupos terroristas». Después de que los tanques israelíes salieran de Yenín, Estados Unidos anunció la venta de 25 aviones de combate F-35 a Israel, en un acuerdo financiado por el Pentágono.

Lo que estamos presenciando es el alcance cada vez mayor de la ocupación, desde las incursiones del ejército israelí hasta los desmanes de los colonos que han levantado ciudades ilegalmente en territorio palestino. Los acuerdos de paz se suceden, pero la violencia y el robo de tierras continúan porque ninguno de los acuerdos aborda la causa de fondo, el crimen original de desposesión, privación de derechos y deshumanización. Cuando la ONU se muestra impotente y la Autoridad Palestina, responsable de la «seguridad» en los Territorios Ocupados, actúa como subcontratista del Estado israelí (muchas de sus unidades han sido entrenadas por el Shin Bet, el servicio de inteligencia de Israel), sirviendo únicamente para vigilar a los palestinos y no para protegerlos de ataques externos, ¿es de extrañar que grupos paramilitares se alcen para defender a los barrios y las familias de estas ensangrentadas incursiones?

Los palestinos han sido encerrados en el interior de muros, pero el ejército de ocupación israelí puede atravesar esos muros a su antojo. La avalancha de colonos sigue aumentando, expropiando tierras, casas, huertos y campos palestinos, sin tener en cuenta las líneas de los mapas ni las sentencias de los tribunales internacionales. Cuando los colonos se lanzan a matar, como hicieron a principios de año en Huwara, Netanyahu les dice: «Dejad que nosotros cometamos la violencia en vuestro nombre». Y ha cumplido su promesa con aparente impunidad ante el derecho internacional.

Aunque la operación militar especial israelí contra Yenín haya terminado, Yenín todavía existe, más rebelde que nunca. Por tanto, las operaciones militares cotidianas continuarán, al igual que la resistencia.

Jeffrey St. Clair es editor de Counterpunch. Se le puede contactar en [email protected].

El presente artículo se puede reproducir libremente siempre que se respete su integridad y se nombre a su autor, a su traductor y a Rebelión como fuente del mismo.