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Cronopiando

La Secretaría de Disculpas de los Estados Unidos

Fuentes: Rebelión

Hace nueve años la Fuerza Aérea Peruana, acatando órdenes de la CIA, derribó sobre la selva peruana una avioneta en la que viajaba una familia de misioneros estadounidenses. La avioneta la ocupaban Jim y Verónica Bowers, junto a sus hijas Cory y Charity, además del piloto, también estadounidense. Tras cinco minutos de conversaciones, llantos y […]

Hace nueve años la Fuerza Aérea Peruana, acatando órdenes de la CIA, derribó sobre la selva peruana una avioneta en la que viajaba una familia de misioneros estadounidenses. La avioneta la ocupaban Jim y Verónica Bowers, junto a sus hijas Cory y Charity, además del piloto, también estadounidense. Tras cinco minutos de conversaciones, llantos y súplicas por radio entre los agentes de la CIA, los militares peruanos y los misioneros, la CIA resolvió que se trataba de narcotraficantes y ordenaron a los militares peruanos abrir fuego. La avioneta fue a caer en un río resultando heridos Jim Bowers, el piloto y una de las niñas. Murieron Verónica Bowers y la otra bebé.

Nueve años de mentiras y silencios han tenido que pasar desde entonces para que, finalmente, la CIA reconociera en estos días su error y ofreciera sus disculpas.

El problema es que son tantos los errores cometidos por sus agencias, infantes y gobiernos, y tantas las disculpas por causa de sus tantos desafueros, que Estados Unidos debiera cuanto antes establecer una nueva Secretaría de Estado: la de Disculpas.

Sólo institucionalizándolas va a poder dar curso a todas las habidas y pendientes.

Y eso que los errores, para ser reconocidos, deben aportar a su desatino su condición de pasado. Ahora, por ejemplo, podría ser tiempo de lamentar los cientos de miles de muertos que dejaran hace más de medio siglo las únicas bombas nucleares lanzadas contra la población civil en la historia de la humanidad. Todavía sigue muriendo gente como consecuencia del más abominable y cruento genocidio y, lo que se dice «disculpas», aún se hacen esperar. De hecho, todavía en la lápida de Harry Truman se puede seguir leyendo: «Hizo lo que debía». Pero mañana, Obama, puede sin reparos ofrecer esas disculpas que nada va a pasar. Al futuro se subordina el reconocimiento de las culpas y disculpas, que hoy se niegan.

Bill Clinton, por ejemplo, ha pasado a la historia por sostener relaciones impropias con becarias ajenas cuando bien pudo haber trascendido por ser el presidente en la historia de la humanidad que más ha prodigado las disculpas.

Clinton pidió perdón públicamente por haber mentido al país en su romance con la Lewinsky y por la citada «impropia relación». Se disculpó también por los sucesivos errores en que incurrió Estados Unidos y que condenaron a los pueblos indígenas de Norteamérica a degradarse o a desaparecer. Pidió perdón y ofreció nuevas disculpas por el apoyo que prestara su país al régimen racista sudafricano. Se disculpó por el respaldo ofrecido a Pinochet, a Duvalier, a Trujillo, a Ríos Mont, a Batista, a Somoza, a Stroerner, a D´abuisson y a otros muchos criminales al servicio de los Estados Unidos en América, como los generales que presidieron las sucesivas dictaduras militares argentinas por las que, igualmente, pidió disculpas. Lamentó los errores cometidos por los marines en Vietnam y matanzas como la de My Lay, aldea en la que los luchadores de la democracia inmunizaron a los residentes contra el peligro comunista achicharrando con fuego purificador sus dudas y sus vidas. Se excusó por el error cometido por su país durante la Segunda Guerra Mundial al canjear presos estadounidenses en manos de los japoneses por ciudadanos peruanos secuestrados por el ejército estadounidense a los que hicieron pasar por prisioneros nipones. Pidió perdón y calificó como error el apoyo dado en el pasado a hombres de la entera confianza de su país, como Noriega y Sadan Hussein.

Y como Clinton, los Bush y Ronald Reagan también se esmeraron en perpetrar errores y disculpas. Lamentaron el bombardeo sobre el manicomio de Grenada, en el Caribe, cuando invadieron esa diminuta isla y, parafraseando a Pablo Neruda, convirtieron los locos vivos en cuerdos muertos. También se disculparon por los miles de muertos que dejaron los bombardeos de su país en el barrio panameño de Los Chorrillos cuando acudieron a detener a Noriega. Reiteraron sus disculpas por los numerosos errores que sus tropas y las de la OTAN, que vienen a ser las mismas, cometieron en Serbia y en Kosovo bombardeando trenes de pasajeros, medios de comunicación, embajadas chinas o, incluso, refugiados kosovares.

Disculpas ofrecieron a los familiares de los casi treinta alpinistas italianos muertos en los Alpes luego de que un avión estadounidense que se entretenía ejecutando cabriolas en el aire, cortara el cable del teleférico en el que los alpinistas viajaban. El teleférico no estaba en el mapa, declararía el piloto antes de quedar libre. Tampoco estaba en el mapa el puesto de vigilancia en Vieques, Puerto Rico, bombardeado en las mismas fechas por otro avión estadounidense que le costó la vida al vigilante boricua y nuevas disculpas a la administración estadounidense. Y más disculpas se ofrecieron cuando un submarino estadounidense emergió de improviso en el Mar de Japón y se llevó por delante a un barco pesquero-escuela japonés matando a todos los alumnos.

Reagan pidió disculpas cuando, haciendo uso de su peculiar sentido del humor, en rueda de prensa en la Casa Blanca, no tuvo mejor ocurrencia que declarar: «Conciudadanos, tengo el gusto de informarles que he firmado una ley que prohíbe a Rusia para siempre. El bombardeo empieza en cinco minutos». 

George W.Bush ni siquiera esperó a ser presidente para iniciar su catarsis de disculpas y, ya como candidato, pidió público perdón por sus reconocidas experiencias con las drogas, sobre todo el alcohol y la cocaína, según declaraba, «cuando era joven e irresponsable», curioso atributo, por cierto, el que confería a la juventud.

Con apenas horas de haber sido elegido presidente ya se vio obligado a pedir perdón por haber confundido un país con otro y no saberse el nombre del presidente

paquistaní con quien se entrevistaría esa misma tarde. Y volvería a pedir disculpas por un error de bulto en la misma Casa Blanca, al pensar cerrados los micrófonos que estaban abiertos y llamar «pedazo de sica», y no de cualquier sica sino de una «sica de primera», a un periodista que, tal vez fuera una sica, pero no era sordo.

Su última disculpa fue aceptar, antes de irse, que la guerra de Iraq no había terminado a pesar que él había declarado el fin de la guerra, precisamente, el mismo día en que comenzaba. De una guerra que ostenta, entre otros récords, el de ser la que más vidas de periodistas se han cobrado los errores de los marines. Entre ellos, el periodista español Couso, fusilado a obuses por un tanque estadounidense, junto a otro informador, en lo que la Audiencia Nacional Española calificó de «error habitual en toda guerra» y para el que sólo caben las disculpas.

Las mismas disculpas que se ofrecieron a la familia de Ricardo Ortega, otro periodista español asesinado a balazos en Haití por tropas estadounidenses.

Tanta constancia en la comisión de errores y disculpas, hasta permitiría a esa nueva Secretaría de Disculpas de los Estados Unidos, organizar sus errores por temas. Por ejemplo, el de las bodas.

Primero fue un enlace matrimonial interrumpido en Belgrado cuando no conformes, tal vez, con que los invitados lanzaran comunes granos de arroz a los novios, aviones estadounidenses contribuyeron a las nupcias con un misil, convirtiendo la boda en un entierro. Más tarde fue en Afganistán, donde un error en la información, confundió una boda local con un mitin, siendo bombardeado el matrimonio y muriendo los contrayentes, el religioso y trece invitados. Más recientemente la boda masacrada fue en Iraq donde los aviones estadounidenses mataron a 40 personas, incluyendo novios, padrinos, testigos y asistentes. Recientemente, otra boda afgana era bombardeada por un avión no tripulado arruinando las promesas de amor eterno.

Semejante apego a errores y disculpas ha tenido, sin embargo, alguna que otra excepción como la vivida en julio del 2001, cuando un avión espía de Estados Unidos, en misión de espionaje, dotado de sofisticados equipos para espiar, pero conducido, gracias a los medios de comunicación y a los usuales eufemismos, por «personas», «tripulantes», «militares» y (más tarde) «rehenes», en ningún caso espías, fue obligado a aterrizar en China, tras un «incidente» aéreo que le costó la vida a un piloto de ese país. Para la entrega de quienes los medios llamaban «pilotos», «miembros» y «oficiales», jamás espías, el gobierno de China sólo exigió una cosa: disculpas.

Y tardaron las disculpas, casi tanto como la entrega de los espías, aunque se acabaron dando.

Y Obama no se está quedando atrás a la hora de pedir disculpas. Ya como candidato pidió disculpas a dos mujeres musulmanas a las que se prohibió fotografiarse con él por llevar hiyab; después pediría disculpas a los discapacitados por bromear sobre su puntaje en el salón de boliche que tiene en la Casa Blanca; se disculparía con los estadounidenses de bajos ingresos a los que llamó «amargados»; y pidió disculpas, al mismo tiempo, por la detención de un profesor negro de Harvard y por calificar como estúpida la detención. También pidió disculpas porque su Air Force One, con él a bordo, sobrevolara a baja altura Manhattan causando el pánico entre la población. A los cinco meses de mandato, con el respaldo del Senado, Obama pidió disculpas a los negros por los siglos de esclavitud padecida y, más recientemente, insistía en sus disculpas por los errores antiterroristas en los controles de seguridad.

Hace apenas un mes el FBI pedía disculpas por usar el rostro de un político español como retrato robot de Ben Laden, mientras la casa Blanca se disculpaba por llamar «retrasados» a grupos liberales.

Las disculpas por los supuestos errores cometidos por las tropas estadounidenses en los países que actualmente ocupa no sólo son constantes, también son impunes y sangrientos. Y no hay que consultar hemerotecas para confirmar sus errores y disculpas. Basta con abrir la edición del día para que nos encontremos el ejemplo más reciente.

Por ello es que Estados Unidos precisa una Secretaría de Disculpas, dado que para ellos no existen los tribunales internaciones de justicia. Y sí, errar es un derecho, pero nunca un oficio.

 

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.