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Una historia, sin héroes ni final, sobre la tortura

La senda recorrida desde Abu Ghraib

Fuentes: TomDispatch.com

Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández.

Es sobrecogedor. La tortura sigue aún presente en EEUU. Nadie cuestiona ya si la CIA sometió a alguien a 183 ó 186 ahogamientos simulados. Nadie discute ya los hechos esenciales, ni quienes defendieron la tortura ni quienes, como yo misma, rechazamos hasta su misma idea. Nadie se pregunta si algunas personas murieron torturadas bajo vigilancia estadounidense. (Pero sí murieron.) Nadie se pregunta si se trató de una política nacional trazada por quienes ocupaban los puestos más altos del gobierno. (Como así fue.) Pero parece que hay muchos que siguen aún creyendo que la política de torturas, educadamente llamada «programa de interrogatorio reforzado» cuando estaba en su apogeo, fue algo bueno para el país.

Ahora, la nación aguarda el último capítulo del debate de la tortura sin tener ni idea de si el libro sobre las torturas estadounidenses se cerrará o si, en un futuro lejano, abrirá una senda de dolor y vergüenza. Nadie sabe tampoco si se nos va a permitir despertar del mundo horrendo e inaceptable de ilegalidad y ofuscación en el que la tortura y la red de prisiones en el exterior, o «agujeros negros», nos han hundido a todos.

El 28 de abril marca el décimo aniversario del momento en que los horrores de Abu Ghraib se hicieron públicos en este país. Ese día, hace una década, la revista de noticias por televisión «60 Minutes II» trasmitió las primeras fotografías de la prisión que EEUU dirigía en el Iraq «liberado». Mostraban las humillaciones, lesiones y abusos perpetrados por el personal militar estadounidense a los prisioneros iraquíes en toda una miríada de formas perversas. Mientras los soldados, mujeres y hombres, estadounidenses, sonreían levantando los pulgares, contemplábamos hombres desnudos amenazados por perros, o encapuchados, u obligados a representar posturas sexuales, o mantenidos de pie con cables conectados a sus cuerpos, o abandonados sangrando sobre el suelo de la prisión.

Así empezó la odisea pública de EEUU con la tortura, una historia en muchos capítulos que aún carece de final. Cuando se aproxima el aniversario de Abu Ghraib y la Casa Blanca, la CIA y varios senadores están aún enzarzados con motivo de la publicación de un resumen de un informe de 6.300 páginas del Comité de Inteligencia del Senado sobre las políticas de torturas de la era Bush, merece la pena considerar el extraño viaje que emprendimos y preguntarnos, como nación sumida en el legado de la tortura, hacía dónde nos dirigimos.

Capítulo Uno: Revelaciones

La odisea empezó con el horror de las fotos de aquellos «60 Minutes II«, seguida dos días más tarde del informe del veterano escritor del New Yorker Seymour Hersh. Como había visto fotografías incluso más horrendas aún, y entrevistado a muchos integrantes de la cadena de mando que se extendía desde Abu Ghraib a la Junta de Jefes de Estado Mayor y el Pentágono, Hersh describió todo un cuadro de deliberada política de abusos. Rastreó los crímenes de Abu Ghraib a fin de presionar a los «equipos de la inteligencia militar, que incluían a agentes de la CIA, lingüistas y especialistas en interrogatorio de los contratistas de la defensa privada», e instar a que se elaborara -y de forma rápida- información crucial sobre los cautivos de EEUU en Iraq. Como consecuencia, se animó a los guardias de Abu Ghraib a que «suavizaran» el interrogatorio de los detenidos.

Ese verano y otoño de 2004, el Washington Post, el New York Times, ACLU y otros consiguieron echarle mano a varios memorandos de la administración Bush que justificaban y legalizaban la tortura. Estos memorandos habían sido escritos por John Yoo y Jay Bybee, juristas de la Oficina de Asesoramiento Legal en el Departamento de Justicia y, en efecto, demostraron ser una lectura desalentadora. Los documentos proporcionaban únicamente tortuosas definiciones de la tortura que hacían aceptable casi cualquier acto en el que se inflingiera un dolor que no causara un nivel que pudiera provocar un «fallo orgánico, alteración de las funciones corporales o incluso la muerte». Y como si no fuera suficiente, desarrollaron no menos tortuosas teorías sobre el poder ejecutivo en las que el presidente, como comandante-en-jefe, conservaba el poder de autorizar la tortura por razones de seguridad nacional a pesar de su ilegalidad en virtud de las legislaciones interna, militar e internacional.

Con esa luz verde encendida sobre el todo vale, los memorandos consiguieron que se aprobara expresamente que los interrogadores estadounidenses utilizaran métodos individuales de abusos (anteriormente definidos como tortura). Era bien sabido que, utilizados de forma combinada y repetidamente, destruían la psique humana y provocaban también graves dolores en el cuerpo. En concreto, pusieron el sello de aprobación de la administración Bush sobre lo que se describía gráficamente como «técnicas», que incluían la privación de sueño, bofetadas, colgarles de los brazos a las vigas del techo y, especialmente, la simulación de ahogamiento, un proceso en el que las personas experimentan esencialmente que se están ahogando para ser salvadas en el último momento.

El rastro de las pruebas llegaba hasta lo más alto. La oficina del Secretario de Defensa Ronald Rumsfeld dijo a los interrogadores del «talibán estadounidense», John Walker Lindh, que «se quitaran los guantes«. El Vicepresidente Dick Cheney declaró, como todo el mundo sabe, que ya era hora de «trabajar en el lado oscuro», defendiendo de forma reiterada la política de duras técnicas de interrogatorio, incluida la simulación de ahogamiento, como algo eficaz y esencial para mantener la nación a salvo. Según consta, altos funcionarios habían hecho demostraciones de las «técnicas reforzadas de interrogatorio» en la Casa Blanca. Los memorandos sobre la tortura de 2002 iban dirigidos al Asesor de la Casa Blanca, y posterior Fiscal General, Alberto Gonzales.

El director de la CIA, George Tenet, también estaba al corriente de todo. Rumsfeld aprobó el uso de técnicas especiales en un memorando de diciembre de 2002. Es imposible imaginar que el jefe de Yoo, el Fiscal General John Ashcroft, no estuviera también al corriente de los memorandos, y teniendo en cuenta que todo el mundo los conocía, es en cualquier caso improbable que dejaran durante mucho tiempo a oscuras al Presidente George W. Bush.

Hubo quienes protestaron, pero sólo dentro de «la familia». El Director del FBI, Robert Mueller, por ejemplo, sabía lo suficiente como para prohibir a su Buró que utilizara esas técnicas. Incluso sacó a sus hombres de los interrogatorios de la CIA de sospechosos de terrorismo, entre ellos el que terminó con brutales simulaciones de ahogamiento, 83 veces, de Abu Zaydah, sospechoso de pertenecer a Al-Qaida. Colin Powell, el general de cuatro estrellas que era Secretario de Estado, se opuso a la idea de privar a los detenidos de Al-Qaida de las protecciones a los prisioneros de guerra recogidas en los Convenios de Ginebra a efectos de «interrogatorio y duración de la detención». Sin embargo, no fue más allá de protestar con firmeza por aquel primer memorando de 2002, instando al presidente a reconsiderar sus opciones y mantenerse dentro de la ley.

Michael Chertoff, director de la División Criminal en el Departamento de Justicia y futuro director del Departamento de Seguridad Interior, abandonó abruptamente una reunión en la que se le pidió que concediera la inmunidad por adelantado a quienes utilizaran técnicas reforzadas de interrogatorio. Se negó a hacerlo. Pero no lo hizo público.

En resumen, que a nivel público no hubo disidentes en lo que se refiere a la política de torturas; nadie dimitió; nadie filtró siquiera la historia a los medios para protestar por la evisceración de los valores estadounidenses y de los principales jurídicos y constitucionales que implicaba. A raíz de Abu Ghraib y las revelaciones que siguieron, sólo se produjo un coro de «no eran torturas» o «yo no lo sabía» por parte de casi todos los funcionarios de la rama ejecutiva que conocían muy bien el tinglado.

Capítulo II: El final (no) está a la vista

Muchos creyeron al principio que las revelaciones de Abu Ghraib provocarían un giro de 180 grados en la política de torturas. Después de todo, la tortura es ilegal en EEUU, así como en el Derecho Internacional y el Código de Justicia Militar. Una vez conscientes de los hechos, ¿supondría algún problema poner fin con prontitud a la pesadilla en la que estaba inmerso el país? Los estadounidenses y sus autoridades despertarían, se sacudirían los malos episodios y seguirían adelante ajustándose a derecho.

Se asumía que el gobierno iba a retractarse de haber violado la ley, que se pondría fin a esos programas, que los responsables serían castigados, que los estadounidenses lamentarían el error y rechazarían -arrepentidos- todos los comportamientos desviados desencadenados por la conmoción y el temor del 11-S.

Pero estas predicciones -y estaban muy extendidas- se equivocaron. En lugar de retractarse, la administración, de arriba abajo, optó por mentir, por negar que se estaba torturando en su sentido más auténtico y acusó de exagerar a los medios y a los defensores de las libertades civiles. Por ejemplo, el Secretario de Defensa Donald Rumsfeld, tildó las acusaciones de «focos aislados de hiperventilación internacional».

La contrahistoria de la administración siguió la misma pauta que en la masacre de My Lai: no había habido política ni conspiración para torturar. Las fotos de Abu Ghraib reflejaban el bajo nivel de unas cuantas manzanas podridas sin escrúpulos, de soldados con problemas para controlar la ira, que estaban, comprensiblemente, llenos de odio tras el 11-S y, lamentablemente, eran también perversos a nivel sexual. Claro que había que castigarles, pero a nadie más. Y en cuanto a esos memorandos, sólo eran borradores y sugerencias, en absoluto una política aceptada.

Capítulo III: Por otra parte, nuevas revelaciones no consiguen cambiar el rumbo

Mientras tanto, a finales del verano de 2004, cuatro informes oficiales sobre el trato dado a los detenidos eran ya de conocimiento público, dejando claro que Abu Ghraib representaba un modelo de malos tratos extendido por doquier. Todos concluían que lo ocurrido allí violaba el código militar. Todos alegaban también que, en lo que al ejército se refería, «no había pruebas de una política de abusos promulgada por altos funcionarios (Pentágono) o autoridades militares». Uno de esos informes, el informe Fay-Jones, subrayaba que el problema no era en absoluto responsabilidad del ejército. «Está claro que las prácticas de interrogatorio de otras agencias del gobierno provocaron una pérdida de responsabilidad sobre lo que acontecía en Abu Ghraib», señalaba, y añadía: «Esto requiere de nuevas investigaciones».

Sin embargo, una vez más, las revelaciones y la documentación sobre las mismas no llevaron a nada. George Bush resultó reelegido finalmente seis meses después de que estallaran las primeras historias sobre Abu Ghraib. La sombra de la tortura parecía no haberle perjudicado en absoluto y no hubo nada que hacer para impedir que pretendiera la presidencia, a pesar del hecho de que una encuesta Gallup de la época de su segunda toma del poder mostraba que la oposición de los estadounidenses a la tortura -39% a favor, 59% en contra- no había cambiado de forma significativa desde que empezó la guerra contra el terror, cuando otra encuesta Gallup mostró un 45% a favor y un 53% en contra.

Las implicaciones de reelegir a un presidente que había encabezado una política de torturas empezaron pronto a verse más claras. En noviembre de 2005, Dana Priest, periodista del Washington Post, documentaba la existencia de los «agujeros negros«, las prisiones secretas de la CIA repartidas por ocho países del mundo. Se habían creado para interrogar a los detenidos sin temor a ser molestados por el sistema jurídico o los tribunales estadounidenses. La idea era encontrar lugares convenientes donde nadie se quejara cuando la CIA, los contratistas privados o, en algunos casos, los torturadores extranjeros pusieran en marcha las brutales técnicas de interrogatorio recién aprobadas. Es decir, un sistema de injusticias más allá de nuestras fronteras para una política de torturas patrocinada por el estado.

Capítulo IV: El Presidente adopta el programa de torturas

Naturalmente, tras la reelección de Bush, las presiones para cambiar las prácticas de detención e interrogatorio disminuyeron. Aunque posteriormente, en 2004, el Departamento de Justicia revocó los memorandos originales sobre la tortura, se aprobaron otros nuevos que admitían duras técnicas de interrogatorio, si bien no tan duras como los métodos anteriormente aprobados, por ejemplo, la simulación de ahogamiento. En efecto, en 2005, John McCain presentó, y se aprobó, un Acta sobre el Trato a los Detenidos, pero se centraba en el ejército, no en la CIA. Y lo que es peor aún, se enmendó para que ofreciera inmunidad al personal que había aplicado procedimientos de interrogatorio «legales», es decir, todos los permitidos por los memorandos sobre la tortura. Es decir, el Congreso no dio paso alguno para librar al país de su régimen de torturas.

Sin embargo, en septiembre de 2006, cinco días antes del aniversario del 11/S, el Presidente Bush anunció de repente el fin del programa de interrogatorio de los agujeros negros. De esta forma admitía por vez primera que había existido, efectivamente, una política oficial de brutalidad al servicio de los interrogatorios. Sin embargo, hubo pocos motivos de regocijo. Sí, los 14 «detenidos de alta importancia» que se hallaban en los agujeros negros se trasladaron a Guantánamo -la pieza central del sistema de injusticias más allá de nuestras fronteras de la administración-, pero sólo porque, según el presidente, tenían «poco o ningún valor para los servicios de inteligencia».

En realidad, no se puso fin al programa de torturas, que siguieron utilizándose en algunos de los agujeros negros; ni tampoco el presidente se había retractado realmente de nada. De hecho, apoyó el programa y siguió avanzando aún más por la senda de la tortura patrocinada por el estado. Sin el menor indicio de remordimiento, aseguró a los estadounidenses que tal programa había conseguido éxitos espléndidos. «Puedo decir que interrogar a los detenidos siguiendo ese programa nos ha dado información que ha salvado vidas inocentes, ayudándonos a impedir nuevos ataques aquí, en EEUU, y en todo el mundo».

Hasta la fecha, no ha aparecido ninguna prueba convincente que demuestre que esa afirmación es verdad, que es la causa indudable de que siempre se haga a través de un velo de secretismo y apelando a la seguridad nacional. En su discurso, el presidente insistió en que la información obtenida de dos de los tres sujetos sometidos a simulación de ahogamiento -el planificador del 11/S, Jalid Sheij Mohammad, y el supuesto alto operativo Abu Zubaidah- había sido una de las herramientas más importantes en nuestra guerra contra los terroristas. «Este programa» añadió, «ha sido de un valor inestimable para EEUU y sus aliados. Si no hubiera sido por él, nuestra comunidad de la inteligencia cree que al-Qaida y sus aliados habrían logrado con éxito lanzar otro ataque contra la patria estadounidense. Al darnos información sobre los planes terroristas que no podíamos obtener de otra forma, este programa ha salvado vidas inocentes».

Capítulo V: Impunidad e inmunidad

La prueba de que George Bush no había puesto totalmente fin al programa de torturas se produjo en el momento en el que Barack Obama entró en la Oficina Oval. Ese día, el nuevo presidente, en su primer acto en el poder, emitió una orden ejecutiva con la que terminaba oficialmente con el trato ilegal a los detenidos con motivo de interrogatorios u otros objetivos. En lo sucesivo, los Convenios de Ginebra, suspendidos por Bush para los detenidos en la guerra contra el terror, fueron restaurados. La tortura fue de nuevo considerada ilegal. El presidente publicó incluso varios desconocidos memorandos de la era de Bush sobre la tortura que enumeraban con mayor detalle las prácticas abusivas ya registradas. Sin embargo, de nuevo, las revelaciones se quedaron en nada. En los años de Obama, la verdad se ha convertido en un sustituto de la responsabilidad, una materia que el Departamento de Justicia de Obama se ha negado a abordar de forma significativa. Como el presidente dijo después de la publicación de los nuevos memorandos desconocidos de Bush, no estaba buscando procesamientos. Iba a ser un «tiempo de reflexión no de venganza». Teníamos que «mirar hacia delante y no hacia atrás».

Aunque el Departamento de Justicia investigó oficialmente 101 casos de presuntas torturas, incluyendo dos muertes, no halló razón alguna para acusar a nadie, ni a los que diseñaron la política, ni a los que crearon la narrativa jurídica para la misma, ni a los que mintieron, ni a los que la perpetraron, ni siquiera al agente de la CIA que destruyó descaradamente 92 videos de interrogatorios con torturas. En agosto de 2012, el Fiscal General, Eric Holder, desestimó formalmente los dos últimos casos, las investigaciones sobre la muerte de dos prisioneros mientras estaba en manos de la CIA. Anunció el fin de todas las investigaciones, y así ocurrió. Nadie tuvo que rendir cuentas, nadie tuvo nada en cuenta.

Capítulo VI: El impreciso final

En 2009, a pesar de la aversión del Presidente Obama a abordar el legado de la tortura, el bipartidista Comité Selecto para la Inteligencia del Senado se puso a trabajar en una revisión de cuanto había acontecido. Después de años de esfuerzos y de leer al parecer seis millones de páginas de documentos, ha completado ya un informe de 6.300 páginas. Tras un acalorado debate, el Congreso ha decidido que se publique el resumen ejecutivo y las conclusiones del informe, aunque sólo después de que el sujeto del mismo, la CIA, lo haya revisado.

Las historias sobre delitos e injusticias presentan habitualmente héroes y villanos. Los villanos en este relato de torturas -desde el Presidente Dick Cheney y su asesor jurídico, David Addington, a los agentes de la CIA que, como indican recientes filtraciones del informe del Senado, fueron incluso más allá de las técnicas aprobadas en los memorandos sobre la tortura- están bastante claros por ahora. La pregunta es: ¿Dónde están los héroes?

Hasta la fecha, nadie se ha puesto al frente del movimiento contra la tortura -ni el Senador John McCain, que fue él mismo torturado durante la Guerra de Vietnam y que se ha manifestado reiteradamente contra la tortura perpetrada por EEUU, ni Jimmy Carter, que ha dedicado su etapa pospresidencial a los derechos humanos y, por supuesto, tampoco el Presidente Obama, que se ha negado a «mirar atrás» y a protegernos por tanto de un posible futuro que incluya la tortura. Hay, sin lugar a dudas, algunas personalidades honorables que abandonaron el gobierno sin mucha fanfarria y con muchos remordimientos, llevándose con ellos su vergüenza y lo que sabían. Pero no nos sirven como héroes porque continúan negándose a hablar.

La política de vigilancia sin orden judicial de la administración Bush tuvo ese héroe en el entonces Fiscal General (ahora director del FBI) James Comey, quien, como es bien sabido, se enfrentó a la Casa Blanca de Bush y se negó a volver a autorizar esa política de vigilancia ilegal. Por el contrario, la tortura ha sido completamente un hecho propio de seres infames y sinvergüenzas.

No obstante, puede decirse que, donde menos podríamos esperar, ha aparecido una rara heroína, alguien que se ha negado a retroceder cuando recibió los ataques e incluso las calumnias de la CIA y otros defensores de la política de torturas. Dianne Feinstein, presidenta del Comité de Inteligencia del Senado, ha estado dispuesta a sacrificar las libertades civiles en aras a los deseos del estado de seguridad nacional en lo que se refiere a la vigilancia, pero parece haber trazado una línea roja ante la tortura y así lo ha manifestado de forma clara. Incluso llevó al Senado una denuncia contra la CIA por sus recientes actuaciones y viejas políticas.

Pero, ¿qué va a suceder cuando alguna versión redactada del resumen del informe que ella ha dirigido se publique finalmente? ¿Será el comienzo del último capítulo de la era de la tortura de EEUU? ¿Quedará aún algo de interés en el resumen del informe que se publique una vez haya sido aprobado por la Casa Blanca, la CIA y otros? ¿Se sabrá realmente algo más sobre la brutalidad del régimen de torturas de la CIA, es decir, sobre lo que la CIA hizo en su nombre? ¿O la mayor parte de ese material se quedará en el suelo de la sala de montaje? ¿Y, en cualquier caso, importará? ¿Les importará a los estadounidenses que la política de torturas se haya llevado a cabo intencionadamente en un estado de ilegalidad total contrario a los principios constitucionales y de forma que pudiera evadirse del pueblo estadounidense y de partes del gobierno?

Teniendo en cuenta cómo la historia ha transcurrido hasta ahora, lo más probable que el «Capítulo VI» no acabe en absoluto, quizá ni siquiera suponga el principio del fin. El libro de la tortura puede demostrar que es el Juego de Tronos de las fantasías, sangre y dolor del mundo real, una épica en varios volúmenes y una pesadilla muy real que va extendiéndose hacia el futuro. A pesar de todas las pruebas en contrario, es probable que muchos estadounidenses sigan creyendo que la brutalidad, la tortura y la ilegalidad absoluta es la senda a la seguridad nacional. Una cosa es cierta: mientras se considere que todos los que perpetraron las políticas de tortura están más allá de la ley, no habrá territorio seguro para esta caída nacional de la gracia que empezó con las revelaciones sobre Abu Ghraib.

Karen J. Greenberg es directora del Centro de Seguridad Nacional de la Facultad de Derecho de Fordham. Colabora habitualmente con TomDispatch y ha editado The Torture Debate in America y coeditado The Torture Papers: The Road to Abu Ghraib . Es autora de The Least Worst Place: Guantanamo’s First 100 Days. Kevin Garnett, investigador asociado al mismo Centro, ha colaborado en las investigaciones para realizar este artículo.

Fuente original: http://www.tomdispatch.com/post/175836/tomgram%3A_karen_greenberg%2C_abu_ghraib_never_left_us/