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Las aspiraciones imperiales estadounidenses, un buque que naufraga

Fuentes: Rebelión

Traducido para Rebelión y Tlaxcala por Caty R.

«La derrota de Hezbolá supondría una gran pérdida para Irán, no sólo desde el punto de vista psicológico, sino también desde el estratégico. Irán perdería su influencia en Líbano. Perdería sus principales medios para desestabilizar e introducirse en el corazón de Oriente Próximo. Esta derrota sería la demostración de que Irán fue más allá de sus posibilidades tratando de confirmarse como la superpotencia de la región. Estados Unidos ha hecho mucho por el triunfo de Israel y para conseguir esa derrota. Contaba con la capacidad de Israel para cumplir la misión e Israel lo ha decepcionado. El Primer ministro Ehud Olmert no ha sabido mostrar ni firmeza ni determinación en la dirección de los acontecimientos…Su búsqueda de una victoria a buen precio ha puesto en peligro no sólo la operación en Líbano sino también la confianza de Estados Unidos en Israel.» Charles Krauthammer, Washington Post, 4 de agosto de 2006

«Pero ahora el gobierno debe admitir lo que cualquiera que creyera en la importancia de tener éxito en Iraq, incluso yo mismo, debe admitir: que tanto si la responsabilidad es de Bush como si es de los árabes, ese éxito no existe y no podemos seguir sacrificando más vidas… De las alternativas la mejor opción es dejar Iraq. Porque la peor, la que quiere Irán, es que nos quedemos en Iraq y sigamos desangrándonos y exponiéndonos a una agresión de Irán en el caso de que atacásemos sus instalaciones nucleares… Debemos negociar con Irán y Siria desde una posición de fuerza y para eso necesitamos constituir una amplia coalición. Cuanto más tiempo mantengamos la estrategia unilateral que no funciona en Iraq, más difícil será la construcción de tal coalición y más fuertes se harán los enemigos de la libertad.» Thomas Friedman, New York Times, 4 de agosto de 2006

De los que apoyaron el proyecto imperial de la administración Bush en Oriente Próximo, cada día son más los que saltan del buque que naufraga. Ya no hay duda de que lo que muchos predijeron hace tiempo se confirma: la administración Bush pasará a la historia como la tripulación más torpe de todas las que han pilotado el imperio estadounidense.

Bush y sus acólitos ya dejaron grabado su nombre en la memoria colectiva como los sepultureros de las ambiciones imperiales estadounidenses de la posguerra fría: ejecutaron la proeza incomparable de desperdiciar las condiciones más excepcionalmente favorables que el imperialismo estadounidense conoció desde el principio del hundimiento del otro coloso mundial en 1989. Perdieron la ocasión histórica única que el mismo Krauthammer, citado más arriba, calificó en 1990 de «momento unipolar». Pero no lo aprovecharon porque estaban imbuidos de la misma arrogancia imperial que caracteriza a Krauthammer, Friedman y sus semejantes.

El artículo principal de un número reciente de la revista Time, publicado antes de que estallara la nueva guerra de Israel contra Líbano, anunciaba «El fin de la diplomacia del cowboy«, constatando el hecho evidente de que «la doctrina Bush ha fracasado en el lugar más importante donde Estados Unidos ha pretendido aplicarla»:

«Aunque nadie en la Casa Blanca vuelva a discutir abiertamente la decisión de Bush de hacer la guerra en Iraq, algunos colaboradores reconocen ahora que costó cara en recursos militares, apoyo popular y credibilidad en el extranjero. La administración paga todos los días la factura mientras trata de hacer frente a otras crisis. Seguir aplicando la política exterior ofensiva como la concibe la doctrina Bush es casi imposible ahora que Estados Unidos busca cómo librarse del problema iraquí. En todo el mundo, tanto los aliados como los adversarios de Estados Unidos están tomando nota, y a menudo sacando provecho, de las dificultades de la superpotencia. Si la caída de Sadam Husein marcó el apogeo de la hegemonía estadounidense, los tres últimos años han dejado patente la erosión progresiva de la capacidad de Washington de someter al mundo a su voluntad» (1).

Así exponían los autores su queja principal:

«Como estamos comprobando, Iraq podría ser no sólo primero, sino también el último laboratorio de la guerra preventiva. En vez de disuadir a los dirigentes de Teherán o de Pyongyang, las dificultades de la ocupación estadounidense pueden más bien haber animado los esfuerzos de estos regímenes para proveerse de armas nucleares que limitarían la capacidad militar de disuasión de Estados Unidos.»

Esta amarga declaración iba acompañada en el artículo de Time por la misma esperanza que compartía el vasto coro de los aliados, protegidos y otros feligreses de Estados Unidos: para todos ellos, con la notable excepción del gobierno israelí, el hecho de que los neoconservadores más eminentes del gobierno Bush fueran relegados, alimentó la esperanza de que se estuviese gestando una nueva orientación más saludable de la política exterior del gobierno. La reorganización que acompañó al segundo mandato de George W. Bush a pesar de la salida del «realista en jefe» Colin Powell que, de todos modos tenía una influencia muy limitada en la administración, realmente parecía confirmar el «crepúsculo de los neoconservadores» que algunos «clintonienses» anunciaron dos años antes (2).

No obstante, lo que los autores de Time señalaron como un síntoma del fin de la «diplomacia del cowboy» -«es evidente la nueva orientación estratégica por la creciente influencia de la secretaria de Estado Condoleezza Rice»- se reveló, apenas publicado, y a la luz de los acontecimientos posteriores cuando Israel lanzó su brutal agresión, como un inocente deseo piadoso. Simplemente a la diplomacia del cowboy la sustituyó la diplomacia de la cowgirl, esencialmente igual.

Es verdad que Condoleezza Rice se ha esforzado más para maquillar la política exterior del gobierno de Bush, pero sin cambios significativos. Pilar de la administración desde el principio, Rice comparte los mismos delirios de grandeza y las mismas ambiciones desmesuradas que caracterizan al resto del equipo. A la cabeza del departamento de Estado en el segundo mandato de Bush, la misión de Rice consistía básicamente en taponar los numerosos escapes del navío de la política exterior de la administración: misión imposible. La embarcación está zozobrando inexorablemente en las aguas sombrías de la marea negra iraquí.

«La superpotencia» estadounidense, capaz de aplastar a cualquier otro ejército regular del planeta -la superpotencia cuyos gastos militares sobrepasan el total de los más de 200 estados que constituyen el resto del mundo, y cuyo presupuesto militar, por sí solo, sobrepasa el PIB de todos los demás países a excepción de 14- demostró, una vez más en la historia contemporánea, que es incapaz de dominar a poblaciones rebeldes. Los complicados artilugios asesinos del Pentágono no sirven para gran cosa. Para controlar poblaciones hacen falta tropas: en la ocupación la mano de obra no se puede reemplazar por máquinas. Esa es la razón por la que las dictaduras se mueven mejor en este terreno, porque pueden movilizar a la población a su antojo y no les importa pagar un precio elevado en vidas de soldados.

Estados Unidos demostró su incapacidad para controlar Vietnam a pesar de que la proporción las tropas de ocupación con respecto a los habitantes era mucho más alta que en Iraq. Sin embargo, el poderío militar estadounidense es mucho más grande hoy que en los tiempos de Vietnam en todos los aspectos, salvo en el más esencial para el éxito de una ocupación: las tropas. El número de combatientes de Estados Unidos se ha reducido radicalmente desde Vietnam y el fin de la guerra fría. Inspirado por el espíritu típico del capitalismo de la edad de la automatización, el Pentágono creyó que podía reemplazar los recursos humanos poco fiables por un armamento sofisticado (cambio que se conoce como la «revolución en materia militar»).

Así es como entró en la era de las guerras «posheroicas» como las calificó acertadamente un analista de las cuestiones militares (3). De hecho, a Estados Unidos no le costó vencer al ejército iraquí de Sadam Husein de modo posheroico. En cambio controlar a la población iraquí de manera posheroica es una prueba completamente distinta.

Estados Unidos ha ido perdiendo progresivamente el control de Iraq desde el despliegue de la fuerza de ocupación en 2003. Se ha enfrentado, primero, con la rebelión armada en los territorios árabes suníes del país, que resultó imposible dominar por el escaso número de tropas estadounidenses de ocupación. Porque si un ejército de invasión no es capaz de controlar cada kilómetro cuadrado de territorio habitado, como hacen normalmente las fuerzas armadas locales, sólo queda un método seguro para desembarazarse de la rebelión armada que se mueve en su medio popular «como pez en el agua», según la expresión utilizada antaño por Mao Zedong: este método consiste, naturalmente, en vaciar el estanque. Eso significa cometer un genocidio, como el ejército ruso comenzó a hacer en Chechenia, desplazar a la población a campos de concentración, como comenzó a hacer el ejército colonial francés en Argelia, o incluso una combinación de ambos métodos, como Estados Unidos se propuso hacer en Vietnam sin llegar al final porque la población estadounidense no lo habría tolerado.

En Iraq, Washington se ha enfrentado, por otra parte, a un problema mucho más grave, que se ha vuelto más evidente a principios de 2004: la administración Bush estaba convencida -por su propia inepcia, los camelos de algunos amigos iraquíes del Pentágono o las estúpidas ilusiones de otros- de que podría ganarse la simpatía de una gran parte de la comunidad mayoritaria en Iraq, los árabes chiíes. Fue un desastre total, porque la influencia de las organizaciones integristas chiíes próximas a Irán marginó el poco apoyo que los acólitos de Washington pudieron comprar entre los chiíes iraquíes. La administración Bush no tuvo otra opción para seguir con sus designios imperiales que la receta clásica: «divide y vencerás», y trató de atizar el antagonismo entre los tres componentes principales de la población iraquí para enfrentar a los chiíes con las fuerzas árabes suníes aliadas con las kurdas. Así consiguió que Iraq se precipitase hacia la guerra civil, agravando el espectáculo general de su fracaso en el control del país (4).

No hay duda de que la manera en que los liliputienses iraquíes han inmovilizado al Gulliver estadounidense ha aumentado considerablemente la audacia de Irán, otro pilar regional de lo que George W. Bush denominó «el eje del mal» al principio de la ofensiva que puso en marcha tras el ataque del 11 de septiembre. La actitud desafiante, incluso provocadora, de Irán con respecto al coloso americano sólo es posible porque este último demostró en Iraq que tiene los pies de barro. Teherán consiguió desbaratar el intento de los aliados árabes de Washington de extender el conflicto confesional iraquí al resto de la región árabe para aislar al régimen iraní por chií, una táctica que consiguió cierto éxito después de la revolución iraní de 1979. Teherán la frustró esta vez al ponerse por delante de los demás regímenes árabes en el enfrentamiento con Israel y convirtiéndose así en el campeón de la causa panislámica.

Una de las claves del éxito de Teherán es su alianza con Hamás, el movimiento más popular del integrismo islámico suní. Esta alianza se ha reforzado cuando la sección principal del movimiento de los Hermanos Musulmanes -cuya rama palestina es Hamás-, la egipcia, proclamó abiertamente su apoyo a las provocadoras declaraciones del presidente iraní Ahmadinejad contra Israel. La llegada al poder de Hamás en las elecciones palestinas de enero de 2006 asestó otro golpe a la estrategia regional de Washington. Teherán, eufórico, se adelantó una vez más a todos sus rivales árabes en el apoyo al nuevo gobierno palestino. Es en ese momento cuando Israel sale a escena como el salvador potencial del que cada vez se parecía más a un «Titanic» imperial.

Una vez más, en cuatro décadas de alianza estratégica entre el patrocinador estadounidense y el campeón israelí, Washington, que siempre confió en la vieja reputación de la destreza infalible de los israelíes en los enfrentamientos con sus enemigos árabes, lanzó a sus ejecutores favoritos contra quienes considera los recaderos de Irán, es decir Hamás y Hezbolá. Lo que la administración Bush parecía ignorar es que la reputación de Israel ya estaba muy mermada por su fracaso flagrante en el control de los territorios palestinos ocupados en 1967 y todavía más por su retirada del sur de Líbano en el año 2000 tras 18 años de ocupación; retirada semejante a la evacuación estadounidense de Saigón en 1975. Israel ya conoció su particular Vietnam en Líbano.

Y lo mismo que el Pentágono después de Vietnam, los estrategas israelíes adoptaron después de Líbano una «política militar posheroica» que se apoyaba mucho más en la superioridad armamentística que en la capacidad de sus tropas para combatir en tierra. Cuando Israel invadió Líbano en 1982, combatió principalmente contra los guerrilleros de la OLP que no estaban precisamente en Líbano «como pez en el agua», ya que se habían ganado la enemistad de la población libanesa por su comportamiento arrogante y torpe. Pero la resistencia libanesa que se desarrolló a partir de 1982 y en la que Hezbolá llegó a desempeñar el papel principal, era algo muy diferente: fue la primera vez que el ejército israelí se enfrentó con una resistencia armada verdaderamente popular que disponía de líneas de abastecimiento en un terreno apropiado para la guerrilla. Israel hizo frente al mismo dilema descrito más arriba a propósito de Iraq y, exactamente igual que Estados Unidos en Vietnam, tuvo que tragarse el jarabe amargo de una retirada que equivalía a una derrota.

La fe de Israel en la invencibilidad de su armamento superior, reforzada por la arrogancia de los militares aficionados Olmert y Peretz, actuales capitanes de la tripulación, llevaron a los israelíes a creer que eran capaces de forzar a Hezbolá a rendirse o de empujar a los libaneses al borde de una nueva guerra civil, con el secuestro de todo Líbano, la destrucción de la infraestructura civil del país y el diluvio de bombas arrojado sobre las zonas de población chií. Deliberadamente Israel arrasó barrios enteros y pueblos de forma parecida a ciertos bombardeos de la Segunda Guerra Mundial o al bombardeo de Faluya en Iraq, aunque a escala mucho mayor y por tanto mucho más visible. La nueva guerra de Israel en Líbano ha mostrado la furia asesina de un acto de venganza contra la única población que le obligó a retirarse incondicionalmente de un territorio ocupado.

El comportamiento criminal del ejército israelí en Líbano, según los convenios internacionales que definen los crímenes de guerra, ha sobrepasado los perpetrados masivamente por Estados Unidos en sus operaciones militares posvietnamitas, tanto en Iraq como en la antigua Yugoslavia. El ataque de Israel contra Líbano equivale a un caso particular de lo que se llama en inglés «extraordinary rendition». Es bien sabido que Washington trasladaba a las personas que quería «interrogar» rebasando las restricciones impuestas por la legislación estadounidense, a países aliados de su gobierno que no tienen limitaciones en la sucia práctica de la tortura. Washington confió a Israel la tarea de derrotar a Hezbolá, operación considerada como una pieza clave de la contraofensiva regional contra Irán, con la esperanza de que Israel ejecutase el trabajo sucio y cumpliera su misión sin encontrar demasiados problemas.

Con la explotación vergonzosa, una vez más, del horrible recuerdo del judeocidio nazi -explotación que ha coronado nuevas cumbres de indecencia gracias a esta guerra-, los dirigentes de Israel creyeron que podrían ponerse a cubierto de las críticas de las potencias occidentales, alias «la comunidad internacional». Y aunque la eficacia de esa explotación disminuye infaliblemente cada vez que Israel atraviesa un nuevo umbral de brutalidad, a pesar de todo, sigue siendo eficaz: cualquier otro estado que hubiera atacado a un país vecino y cometido deliberadamente crímenes de guerra concentrados en el tiempo como lo está haciendo ahora Israel en Líbano, habría atraído una lluvia de protestas de unas dimensiones nada comparables con los tímidos y sosos reproches dirigidos a Israel para decirle que se ha pasado de la raya.

A pesar de todo la brutal agresión de Israel no tuvo éxito. Al contrario, resultó ser lo que Ze’ ev Sternhell ha descrito de modo eufemístico como la guerra «menos acertada» de Israel (5), y concluyó con esta amarga reflexión:

«Es espantoso pensar que los que decidieron embarcarse en esta guerra no imaginaron los resultados y las consecuencias destructoras en casi todos los ámbitos posibles, los daños políticos y psicológicos, el duro golpe asestado a la credibilidad del gobierno y, sí, la matanza de niños en vano. El cinismo que demuestran los portavoces oficiales u oficiosos del gobierno, incluidos algunos corresponsales militares, frente al desastre que soportan los libaneses, asombra incluso a alguien como yo, que perdió hace mucho tiempo las ilusiones de la juventud.»

Lejos de provocar una guerra civil entre los libaneses, lo único que ha conseguido hasta ahora la brutal agresión de Israel es unirlos en el resentimiento común contra su violencia asesina. Lejos de conseguir que Hezbolá deje las armas, ha convertido a la organización integrista chií en el enemigo más prestigioso que ha tenido Israel desde que atacó Egipto en 1967, y ha transformado al jefe de Hezbolá, Hasan Nasralá, en el héroe árabe más popular desde Nasser. Lejos de facilitar los esfuerzos de Washington y sus aliados árabes, que pretendían agravar el antagonismo entre sunníes y chiíes, ha empujado a numerosos y eminentes predicadores suníes a proclamar abiertamente su apoyo a Hezbolá, incluidos predicadores del interior del reino saudí, una humillación absoluta para la familia real. Los iraquíes denunciaron unánimemente la agresión israelí, mientras que Moqtada al Sadr, el mayor enemigo de Washington y aliado de Teherán en Iraq, aprovechaba esta ocasión para organizar otra manifestación gigantesca y comparable por sus dimensiones a la que organizó contra la ocupación el 9 de abril de 2005.

En el momento de la redacción de este artículo, Washington todavía trata de arañar un poco más de tiempo para Israel imponiendo condiciones inaceptables para una resolución de alto el fuego del Consejo de Seguridad. Y los generales israelíes, enfrentados al fracaso total de su campaña «posheroica» de bombardeos, están empeñados en una carrera contrarreloj con el fin de ganar, con una ofensiva terrestre «posheroica» devastadora, la mayor cantidad posible de territorio del sur de Líbano con el mínimo coste posible de vidas de soldados israelíes

Pero lo máximo que pueden conseguir siendo realistas, es devolver ese territorio a una fuerza internacional aceptada por Hezbolá. Jacques Chirac, sin ir más lejos, que ha sido el más estrecho colaborador de Washington sobre la cuestión de Líbano desde 2004, subrayó que el acuerdo de Hezbolá es una condición que hay que cumplir. Ningún país del mundo, por cierto, está dispuesto a cumplir en Líbano la misión que Israel no es capaz de terminar. Y la organización chií ha declarado que no aceptará ninguna fuerza militar con un mandato superior que el del UNIFIL, al que Israel considera un estorbo.

Cualquiera que sea el resultado final de la guerra contra Líbano, una cosa está clara: en vez de ayudar a desencallar el zozobrante buque del imperio estadounidense, el bote salvavidas israelí está agravando su naufragio y se está hundiendo con él.

NOTAS

1. Mike Allen y Romesh Ratnesar, «The End of Cowboy Diplomacy», Time, 17 de julio de 2006.

2. Stefan Halper y Jonathan Clarke, «Twilight of the Neocons», Washington Monthly, marzo de 2004.

3. Edward Luttwak, «A Post-Heroic Military Policy», Foreign Affairs, vol. 75, n° 4, julio/agosto de 1996.

4. Describí este proceso en Perilous Power. Un extracto sobre Iraq en 2006 estará disponible pronto en Internet.

5. Ze’ ev Sternhell, «The Most Unsuccessful War», Haaretz, 2 de agosto de 2006.

Gilbert Achcar nació en Líbano y es profesor de Ciencias Políticas en la Universidad de París-VIII. Su libro más conocido, Le choc des barbaries, se publicó en edición de bolsillo (10/18) en 2004. Un libro de sus conversaciones con Noam Chomsky sobre Oriente Próximo, Perilous Power, editado por Stephen R. Shalom, aparecerá pronto traducido al francés en ediciones Fayard.

Caty R. es miembro de los colectivos de Rebelión y Tlaxcala, la red de traductores por la diversidad lingüística. Esta traducción es copyleft y se puede reproducir libremente a condición de respetar su integridad y mencionar al autor, a la traductora y la fuente.