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Las barricadas de la gente de orden

Fuentes: Rebelión

Nada más empezar el siglo XX, el jefe de gobierno liberal, Mateo Práxedes Sagasta, nombró ministro de Instrucción Pública al Conde Romanones. Este asumió la cartera ministerial de forma enérgica, como demostró el mismo día de la toma de posesión subiendo a saltos la escalera de Palacio, a pesar de su cojera. En su mandato […]

Nada más empezar el siglo XX, el jefe de gobierno liberal, Mateo Práxedes Sagasta, nombró ministro de Instrucción Pública al Conde Romanones. Este asumió la cartera ministerial de forma enérgica, como demostró el mismo día de la toma de posesión subiendo a saltos la escalera de Palacio, a pesar de su cojera. En su mandato impulsó medidas que intentaban reorganizar el funcionamiento de la enseñanza de la época, entre ellas la inclusión del sueldo de los maestros en los Presupuestos Generales del Estado, lo que les convertiría en funcionarios públicos. Sin embargo la medida más importante fue un Proyecto de Ley de Bases para reorganizar y homogeneizar el sistema educativo, creando el Servicio de Inspección, dando la aprobación de lo que serían los Programas Oficiales y los libros de texto autorizados y sobre todo extendiendo la enseñanza primaria a toda la población al hacer efectiva su obligatoriedad. Aunque la educación básica era obligatoria para todos desde 1857, sólo entonces se planteó penalizar (hasta con 15 días de arresto) a los padres que no llevasen sus hijos a la escuela.

Sin embargo antes de que dicho plan fuera aprobado, cayó el Gobierno Sagasta, acosado por el bloque conservador, en el que tenía un papel destacado la Iglesia Católica, que no estaba dispuesta a renunciar a los privilegios que mantenía en materia educativa. De hecho el propio León XIII había escrito a la reina María Cristina, amenazando con decantarse por el bando carlista en el caso de que dichos intereses fueran lesionados. Esta presión logró que el liberal Sagasta fuera sustituido por el conservador Silvela, que nombró a su vez ministro de Instrucción Pública a Allende Salazar, para quien el papel que debía jugar el Estado en la enseñanza era el de apoyar los proyectos de iniciativa social, o dicho de manera menos eufemística, el de defender los intereses de la Iglesia Católica.

El primer intento de homogeneizar a la población a través del sistema educativo había fracasado, pues, víctima de la «Santa Alianza» de la Iglesia y los políticos conservadores que querían mantener una doble red educativa en la que la enseñanza primaria, mayoritariamente estatal, era cursada por las «clases humildes» y el bachillerato, que se iniciaba a los 10 años, dependía de las órdenes religiosas y estaba destinado a quienes iban a ocupar posiciones sociales elevadas.

Pasarían aún 30 años antes de que cayera la Monarquía y, tras el fructífero paréntesis de la II República, llegase el régimen franquista. Sin embargo en todo ese tiempo la estructura de la escolaridad en España apenas cambió. Sólo en 1970, con la promulgación de la Ley General de Educación y la puesta en marcha de la EGB, se modificaron ligeramente las reglas del juego, al extender una única enseñanza obligatoria hasta los 14 años al conjunto de la población. Sin embargo dicha medida destinada a modernizar el capitalismo español e integrarlo en la economía europea, iba a encontrar con resistencias dentro de los suyos. La generalización de las titulaciones que producía la escolaridad para todos, la promiscuidad con las clases inferiores y el mayor peso de la «igualdad de oportunidades» en los méritos que se tenían en cuenta para la ascensión social, hicieron temer a los grupos sociales privilegiados que sus hijos no iban a heredar automáticamente su posición. Eso les llevó a presionar para que se consolidara una red escolar paralela, diseñada de tal manera que la enseñanza privada cumpliera un papel diferenciador y donde no tuvieran que mezclarse con la «plebe». Para ello lograron que se subvencionase la EGB en centros privados en los que deberían educarse sus herederos.

Poco después, en 1975 muere Franco, se produce la Transición democrática, y el PSOE gobierna de 1982 a 1996. Sin embargo la doble red no va por ello a reducirse y más bien al contrario, en esos años se concertará la ESO, luego la educación infantil, buena parte del bachillerato y los ciclos formativos.

El resultado de la creciente división del sistema educativo español en una doble red escolar será el aumento de las desigualdades sociales en la enseñanza: las diferencias en los porcentajes de titulación se hicieron mayores, en todas las Comunidades Autónomas, dependiendo de la clase social de los alumnos y del tipo de centro escolar al que asistieran. Incluso con leyes con intenciones democratizadoras e integradoras, como las promulgadas con gobiernos del PSOE, las clases medias huyeron de la escuela pública, que poco a poco se fue especializando en la atención a los alumnos con mayores dificultades. En esas condiciones el que haya ahora mismo 29 colegios públicos, entre los 100 mejores, en la prueba pasada a los alumnos de primaria de la Comunidad de Madrid, resulta casi heroico.

Llegamos por fin a la actualidad y cuando, un siglo después del intento de reforma del Conde Romanones, el PSOE presenta en las Cortes una nueva Ley de Educación, las organizaciones del bloque social clerical-conservador convocan una manifestación a favor del derecho a la libertad de enseñanza. La movilización invita a pensar que el proyecto lesiona gravemente los intereses de la enseñanza privada concertada y de los grupos que la apoyan. Es cierto que el marco teórico de la futura Ley está mucho más próximo a una concepción progresista de la educación que el que se apreciaba en la LOCE. En ella se recoge por ejemplo la «necesidad de llevar a cabo una escolaridad equitativa del alumnado», lo que contrasta sin ir más lejos, con las declaraciones que sobre el asunto realizaba recientemente la Presidenta de la Comunidad de Madrid, Esperanza Aguirre, quien aseguraba que el igualitarismo conducía a la mediocridad.

Sin embargo la lectura atenta del proyecto de Ley nos permite comprobar que los cambios que se van a acometer no alteran sustancialmente la situación actual y que con ella, por ejemplo, se van a aumentar otra vez las subvenciones a la Educación Infantil privada, se van a mantener los conciertos a centros del Opus Dei, en los que niños y niñas se educan por separado y la enseñanza de la religión seguirá presente en la escuela, probablemente en las mismas condiciones en las que está ahora. La pregunta que puede surgir entonces es ¿qué lleva a una convocatoria tan aparentemente desmesurada?

En primer lugar, la movilización forma parte de un regateo, en el que sus convocantes esperan consolidar las posiciones conquistadas. Si se logra eliminar la retórica, encontraremos declaraciones de las patronales de la enseñanza privada reclamando hace unos días en el «Foro Calidad y Libertad de la Enseñanza» el aumento de la cuantía de las subvenciones o denunciando «las trabas y dificultades» que establece el proyecto a las «aportaciones voluntarias» de los padres. Se encontrarán quejas de que el proyecto de ley prevea que las comisiones de escolarización distribuyan de forma equitativa entre la red pública y la privada concertada a un pequeño porcentaje de alumnos procedentes de, lo que se llama piadosamente, minorías étnicas o de inmigrantes.

Sin embargo la manifestación, además de estas razones intrínsecas, tiene otras que forman parte de una movilización general que intenta bloquear desde la calle los cambios propugnados por la actual mayoría parlamentaria, apelando sobre todo a la «Unidad de España», pero también a valores morales conservadores y, de forma vergonzante, a los intereses económicos de su electorado. La paralización de las medidas progresistas puestas en marcha por el gobierno llevaría a la decepción y, posteriormente, a la abstención a parte de los votantes más a la izquierda y terminaría quebrando los actuales apoyos del PSOE en el Congreso .Esta estrategia es el resultado de una lectura del 14-M en el que el PP achaca la derrota electoral a las movilizaciones llevadas en la calle en contra de su política y que lograron que acudiera a las urnas un elevado porcentaje de los votantes de izquierda. Ellos pretenden ahora que suceda exactamente lo contrario: movilizar a los suyos y desmovilizar a los contrarios, desbaratando definitivamente la teoría de quienes opinan que la victoria electoral corresponde a quien ocupa el centro político. De hacer caso a las encuestas de intención de voto, y a pesar de que muchos analistas pronosticaban que un escoramiento a la derecha por parte del PP podría resultar suicida, dicho plan estaría teniendo éxito. Es más, una simple ojeada a nuestro entorno nos muestra a una derecha crecida, y a las organizaciones de los trabajadores y del entramado social de izquierda, desmovilizados, esperando del «talante» la resolución otorgada de los problemas pendientes.

Por todo ello, y si el Proyecto de Ley representa, desgraciadamente, una ocasión perdida para trasformar la enseñanza pública en el eje vertebrador del sistema educativo, las concesiones a la derecha que ocupa la calle, sólo pueden llevarnos a profundizar la situación de la red pública como subsidiaria de la enseñanza privada y abrir el camino a quienes, con la retórica de la libertad, el esfuerzo y la lucha contra el fracaso escolar, esperan ahondar en la separación de las dos redes escolares: la de la «excelencia» para ellos y la asistencial para todos los demás. Más aún, si se cae en la tentación de hacer una política que no favorezca los intereses y valores de quienes te han elegido, parte de esa misma ciudadanía terminará por preferir el original antes que la copia.