Las expectativas sobre una mejora de las relaciones ruso-norteamericanas, que se abrieron con la llegada de Donald Trump a la presidencia de Estados Unidos, ya se han olvidado en Moscú; en el camino, se han sucedido las represalias mutuas, desde la expulsión de treinta y cinco diplomáticos rusos en los días finales de presidencia de […]
Las expectativas sobre una mejora de las relaciones ruso-norteamericanas, que se abrieron con la llegada de Donald Trump a la presidencia de Estados Unidos, ya se han olvidado en Moscú; en el camino, se han sucedido las represalias mutuas, desde la expulsión de treinta y cinco diplomáticos rusos en los días finales de presidencia de Obama, hasta la reducción, meses después, del número de representantes norteamericanos en Rusia, ordenada por Putin. Las acusaciones de injerencia y espionaje ruso sobre las elecciones estadounidenses, que fueron objeto de una frenética campaña de prensa mundial, con duras acusaciones y supuestas pruebas en poder de los servicios secretos norteamericanos que nunca se han mostrado, han quedado relegadas, aunque sirvieron al propósito de dificultar e impedir el establecimiento de una nueva relación entre Washington y Moscú. Pese a todo, la maquinaria que alienta los delirios sobre una supuesta «trama rusa», como la denomina la prensa, no descansa: el arresto domiciliario de Paul Manafort (ex jefe de campaña de Trump, acusado de contactos con un político ucraniano, a quien, a su vez, acusan de cercanía con Putin), y de un asesor, George Papadopoulos (acusado de haber tenido contactos con una persona que, supuestamente, era también cercana al presidente ruso y que le ofrecía información sobre Hillary Clinton), muestra el poder y la capacidad del establishment para marcar los pasos de Trump.
Todos los anuncios e indicios apuntados por el gobierno Trump parecen perseguir la voladura de los precarios equilibrios internacionales de los últimos años: desde sus exigencias a China, a la evidencia de que, al contrario de lo que se había apuntado, no ha mejorado las relaciones con Rusia, añadidos al acoso a Corea del Norte, y pasando por los agresivos patrullajes en el Mar de la China meridional que tanto preocupan a Pekín, y por su voluntad de cambiar el acuerdo nuclear con Teherán, además de su abandono de la UNESCO, y del retorno a una dura política contra Cuba y Venezuela, o la retirada de los acuerdos de París sobre el cambio climático, sin olvidar su pretensión de aumentar los arsenales nucleares norteamericanos. Incluso ha dañado la relación con la Unión Europea, y con sus principales aliados, como Alemania y Francia, lanzando agresivas exigencias de mayores compromisos con el gasto militar y con los presupuestos de la OTAN. La visita de Trump a Bruselas, en mayo de 2017, fue todo un festival de grosería, de gestos humillantes hacia sus aliados europeos, con un belicoso discurso exigiendo más dinero. La Unión Europea desconfía de la política de Trump, y, singularmente, Alemania quiere limitar los daños por la crisis ucraniana y se muestra reticente a seguir el camino de las sanciones económicas a Moscú.
Los matices entre la provocadora retórica de Trump, fruto de su altanería y de su desconocimiento de la complejidad internacional, y las elaboraciones del Departamento de Estado (con Tillerson), o del Pentágono, (con Mattis, «perro loco»), no han impedido la emergencia de un nuevo nacionalismo norteamericano, que no descarta el recurso a la guerra, y que, con demasiada frecuencia, amenaza a quienes considera enemigos o adversarios. La primera intervención de Trump en la Asamblea General de la ONU no dejó lugar a dudas: amenazó con «borrar del mapa» a Corea del Norte. Y las palabras van acompañadas de preocupantes movimientos: sólo en el mes de octubre de 2017, Estados Unidos y Corea del Sur han realizado dos ejercicios militares navales en las costas de la península coreana, donde, además, el Pentágono mantiene un portaaviones, dos submarinos nucleares y varios destructores. El gobierno ruso criticó esas maniobras, juzgando que sólo servían para agravar la crisis en la zona, que se añade a los otros puntos de tensión con Pekín y Moscú. Aunque se ha agravado, el acoso norteamericano a Rusia no es nuevo: en los años noventa, fueron más de cien los vuelos de reconocimiento y espionaje de aviones de la OTAN y de Estados Unidos en la cercanía de las fronteras rusas; vuelos que, en la primera década del siglo XXI, llegaron a casi trescientos, para alcanzar los 852 sólo en 2016, y se mantienen con Trump. Moscú ha denunciado también la creciente militarización del mar Báltico con la construcción de nuevos radares y equipos de lanzamiento de misiles en Redzikowo (en el norte de Polonia, cerca de la bahía de Gdansk donde se encuentra la ciudad rusa de Kaliningrado), a menos de doscientos kilómetros de las fronteras rusas, que se añade a la base de Deveselu, Rumanía, donde en mayo de 2016 Estados Unidos completó el despliegue del escudo antimisiles, y al estacionamiento de nuevas brigadas de la OTAN en cuatro países fronterizos con Rusia; nuevos puntos del reforzamiento militar norteamericano que se añaden a la base de Ramstein, en Alemania, desde donde se dirigirían las operaciones contra Rusia, en caso de guerra. En oriente, mirando a China, el dispositivo del Pentágono es también abrumador: cuenta con la base de Yokota, en Fussa, y la de Misawa, al sur de Tokio, además de las de la isla de Okinawa, todas en Japón; y las de Corea del Sur, donde en agosto de 2017 inauguró la moderna base de Pyeongtaek; sin olvidar las dos bases en Guam, en el Pacífico y, más lejana, con la base aérea de Al Ueid, en Qatar, que se ha convertido en la instalación norteamericana más importante de todo Oriente Medio, con capacidad para intervenir también en el sur de Asia.
Una de las cuestiones que tensan las relaciones entre Moscú y Washington es la renovación del START III (Tratado de reducción de armas estratégicas). Fue firmado en 2010, tras el START I de 1991, el START II de 1993, y el SORT (Strategic Offensive Reductions Treaty) de 2002, y estipula que ambos países deben reducir sus arsenales hasta 700 lanzaderas, sumando las terrestres (ICBM), las de submarinos (SLBM) y los bombarderos, con una capacidad global de 1.550 cabezas nucleares; el tratado expira en 2021. Estados Unidos no se muestra interesado en su prórroga, posibilidad que inquieta seriamente a Moscú y a la Unión Europea, cuya responsable de Asuntos Exteriores, Federica Mogherini, llamó a que las partes no violaran el acuerdo, en implícita referencia a las manifestaciones de Trump, que afirmó en febrero de 2017 que el START III era un tratado unilateral (faltando a la verdad) que su gobierno no apoyaba, al tiempo que anunciaba su propósito de aumentar los arsenales nucleares norteamericanos. Rusia apuesta por la prórroga pero es consciente de las reticencias de Washington, y vincula también los acuerdos nucleares entre ambos países a revertir el despliegue del escudo antimisiles norteamericano en Rumania y Polonia, y a la retirada del armamento nuclear estadounidense almacenado en Europa: en la base de Ramstein, Alemania, donde el Pentágono cuenta con el cuartel general de la Fuerza Aérea, y el mando aéreo de la OTAN, dispone de cuarenta mil soldados, además de ciento cincuenta bombas nucleares, apuntando a Rusia. La primera reunión para abordar la prórroga del START III, entre el vicecanciller ruso Serguéi Riabkov, y el diplomático norteamericano Thomas Shannon (el hombre que organizó los golpes de Estado contra Jean-Bertrand Aristide en Haití, en 2004, y contra Manuel Zelaya en Honduras, en 2009), celebrada en septiembre de 2017 en Helsinki, finalizó sin acuerdos concretos y con el vago compromiso de fijar una nueva reunión en «un futuro próximo». A finales de octubre de 2017, como si Trump y Estados Unidos pretendieran aumentar la inquietud internacional, el Comando Estratégico norteamericano (United States Strategic Command, USSTRATCOM, cuya base está cerca de Omaha, en Nebraska, y que tiene a su cargo las fuerzas nucleares y espaciales norteamericanas), iniciaba los ejercicios Global Thunder, un evidente aviso a Rusia, China y Corea del Norte. Washington advirtió de su inicio a Moscú porque así lo estipula el START III; en cambio, no informó a los otros dos países: Washington no tenía obligación de hacerlo con Pekín, aunque podía haberlo hecho como un gesto de distensión hacia China, cuya prudente diplomacia tomó nota de la altanería norteamericana.
Es cierto que los pasos de Trump para aumentar el poder nuclear norteamericano siguen proyectos anteriores: Obama ya aprobó un programa de modernización de los arsenales atómicos norteamericanos por un valor de un billón de dólares, aunque las dificultades presupuestarias de Washington pueden hacerlo inviable. Trump, cuestionando el START III, declaró a la agencia Reuters su intención de «aumentar la capacidad nuclear» de Estados Unidos para asegurar la «primacía» ante Rusia y China. Moscú insiste en la evidencia de que la responsabilidad de una nueva carrera de armamentos recae sobre Estados Unidos, recordando su decisión de retirarse del Tratado ABM sobre misiles antibalísticos en 2002, aunque Putin anunció que su país no participaría en una nueva escalada armamentista ni va a despilfarrar recursos: para 2017, Rusia ha reducido más de un 3 % su presupuesto de defensa. El gobierno ruso quiere centrar su actividad en la modernización de la economía rusa, que tiene muchos problemas, y para ello requiere una coyuntura internacional pacífica y de colaboración económica con Occidente. La necesidad rusa de inversiones y de tecnología puede suplirse parcialmente con la ayuda de China, pero el acceso a tecnología occidental sigue siendo importante para Moscú. Putin, en su intervención sobre el estado del país ante la Asamblea Federal (que reúne a la Duma y al Consejo de la Federación) en diciembre de 2016, recordó que la excesiva dependencia de la venta de hidrocarburos y de armamento entorpece los presupuestos rusos, aunque la exportación de productos agrícolas ya ha superado los ingresos por la venta de armas. Rusia necesita la colaboración china y europea para lanzar un programa de reconstrucción económica, y, ante las sanciones impuestas por Estados Unidos y la Unión Europea, apuesta por estrechar lazos con Pekín sin cerrar la puerta a una mejoría de las relaciones con Alemania, clave para una nueva relación con el conjunto de la Unión. Al mismo tiempo, sabe que la progresiva debilidad del dólar en su papel de moneda de reserva internacional va a abrir nuevas posibilidades para la intervención de las otras potencias mundiales que, agrupadas en los BRICS, no aceptan ya las imposiciones norteamericanas.
El gobierno ruso recuerda con regularidad los riesgos para la paz que supone el despliegue de nuevas tropas de la OTAN en el llamado «flanco oriental» de Europa, y la instalación del escudo antimisiles. Estados Unidos evita comprometerse en esos asuntos, y pretende dar prioridad a la colaboración de Moscú en Ucrania y Afganistán, conflictos que desde la perspectiva norteamericana exigen que la colaboración de Rusia comporte aceptar el gobierno golpista de Kiev, dejar de ayudar a la población civil del Donbás, entregar Crimea a Ucrania, y colaborar con el despliegue de la OTAN en Afganistán: y todo ello sin que Estados Unidos entregue nada a cambio. Washington exige una completa subordinación, que Putin está lejos de aceptar. Por su parte, la OTAN insiste en denunciar «acciones agresivas» de Rusia y considera como «provocaciones» los vuelos de aviones rusos sobre el espacio aéreo internacional en el Mar Báltico, sin que considere el estacionamiento de cuatro nuevos batallones de la alianza occidental, con casi cinco mil soldados, ante las fronteras rusas en Estonia, Letonia, Lituania y Polonia, un asunto que pueda discutirse con Moscú.
El año transcurrido desde la llegada de Trump a la presidencia ha visto cómo el nuevo gobierno de Estados Unidos lanzaba una mezcla de amenazas a diversos países, mientras se adaptaba a la dura realidad de las relaciones internacionales, descubriendo los límites del poder norteamericano, sin por ello dejar de señalar objetivos inalcanzables (como las exigencias comerciales a China), y sin renunciar a imponer sus criterios en Oriente Medio, en Europa o en Asia. El anunciado propósito de Trump de impugnar el acuerdo nuclear con Irán, pese a no disponer de competencia para ello (es un documento suscrito por Teherán y los cinco países permanentes del Consejo de Seguridad de la ONU, más Alemania, y, para cambiarlo, es necesario el acuerdo de las partes). Irán se ha convertido en uno de los focos de crisis donde se ha hecho evidente la distancia entre el cesarismo de Trump y los límites del poder estadounidense. La arrogancia de Trump le lleva, incluso, a ignorar que todos los países firmantes saben que no hay violaciones del acuerdo por parte de Irán: tanto los funcionarios norteamericanos que vigilan su cumplimiento, como la Agencia Internacional de Energía Atómica, OIEA, aseguran que Teherán ha cumplido con sus compromisos. Pero las amenazas de Trump y del Pentágono a Teherán preocupan a Moscú y Pekín. Rusia contestó de inmediato a las exigencias de Washington a Teherán: el ministro de Exteriores, Serguéi Lavrov, consideró que con esa decisión Estados Unidos se revelaba como un país «nada fiable».
Siria es otro escenario de las disputas. Obama utilizó y ayudó a los yihadistas para intentar derribar a Bachar al-Asad, sostenido por Moscú, y Trump, pese a las promesas de su campaña, no ha cerrado la ayuda a esos grupos, que han ido perdiendo terreno, mientras el ejército sirio recuperaba el control de buena parte del país. En esa nueva realidad, cobra relevancia la amenaza norteamericana de una nueva guerra, que pende sobre Irán como castigo por el imprevisto fracaso de la contienda impuesta a Siria, y de sus problemas en Oriente Medio: Washington no sólo ha sido incapaz de terminar las guerras de Afganistán e Iraq, y de derrotar a al-Assad, sino que, negándose a extraer conclusiones, ha tenido que encajar el reforzamiento del papel de Moscú en Oriente Medio, la aparición de disputas con Turquía (ligadas a la guerra siria y al apoyo norteamericano a los kurdos, pero también por la desconfianza de Erdogan a causa del papel de la diplomacia norteamericana en el intento del golpe de estado turco en 2016), e incluso la apertura de un nuevo canal de intervención de Arabia con su cauteloso acercamiento a Rusia. El Departamento de Estado norteamericano constata que Turquía adquiere mayor autonomía de Washington, y que pretende establecer una nueva relación con Moscú, que, sin duda, debilitaría a la OTAN. El autoritario Erdogan desconfía de Washington tras su confuso papel en el intento de golpe de Estado fallido del 15 de julio de 2016, que, aunque sucedió bajo Obama, se añade a la complicidad (o aval posterior) a los golpes de Estado en Egipto, en 2013, y en Ucrania y Thailandia, en 2014, mostrando la lógica de la acción exterior norteamericana, poco inclinada a respetar la soberanía ajena. En Ucrania y Thailandia, la implicación norteamericana fue manifiesta; en Egipto, acabó por aceptar el golpe de fuerza del general Al-Sisi, ignorando la cruel represión que los militares han impuesto sobre la población. Ankara, además, desconfía del apoyo norteamericano e israelí a un eventual estado kurdo en el norte de Iraq (que se añadiría al control kurdo del norte de Siria, donde también reciben la ayuda estadounidense) y teme que pueda ser un estímulo a la fragmentación de Turquía, cuya población kurda asciende a casi veinte millones de personas y ocupa una tercera parte del país. Aunque Turquía pertenezca a la OTAN, esa hipótesis (la mayor preocupación estratégica de Ankara) distancia al gobierno turco de Estados Unidos y de Israel. En lo sustancial, Trump no ha cambiado la dinámica de intervención de Obama en Oriente Medio.
Las nuevas sanciones a Rusia, aprobadas por el Congreso norteamericano en agosto de 2017 (con práctica unanimidad de republicanos y demócratas), contemplan incluso la posibilidad de castigar a empresas europeas que colaboren con Moscú, con objeto de dañar el proyecto Nord Stream 2, un doble gasoducto por el Mar Báltico que unirá la costa rusa con Alemania. Trump firmó ese mismo mes la ley CAATSA (Countering America’s Adversaries Through Sanctions Act) que publicó la página oficial de la Casa Blanca con el detalle de las sanciones a Rusia, Irán y Corea del Norte, y, pocas semanas después, el Departamento de Estado presionaba, a finales de octubre de 2017, para imponer nuevas sanciones a más de treinta empresas militares y a los organismos de inteligencia rusos: el propio Tillerson entregaba al Congreso un listado con los nombres de ciudadanos rusos y entidades que deben ser sancionados por Estados Unidos, junto con una prohibición de colaborar con el sector energético ruso bloqueando la colaboración con cinco empresas petroleras y gasistas rusas: Gazprom, Gazprom Neft, Surgutneftegas, Lukoil y Rosneft, argumentando que esas medidas pretenden obligar a Rusia a «respetar los acuerdos de Minsk» sobre Ucrania y a renunciar a las «intromisiones ilegales» en internet. No deja de ser revelador del año transcurrido bajo Trump que el Departamento de Estado considere que las relaciones con Rusia están en el peor momento de los últimos veinticinco años, y ha sugerido al gobierno ruso que los vínculos pueden mejorar si colabora con Washington en las crisis de Corea del Norte, Siria y Ucrania, algo de imposible aceptación para Rusia puesto que Estados Unidos exige que, en Corea del Norte, Moscú presione a Pyongyang y contribuya a su estrangulamiento; en Siria, que apueste por la retirada del gobierno de Bachar al-Asad, y, en Ucrania, que abandone a su suerte al Donbás, acepte al gobierno golpista de Poroshenko, y, además, que renuncie a Crimea, integrada hoy a todos los efectos en Rusia.
Con relación a China, y siguiendo el guión de sus ataques durante la campaña electoral frente a Hillary Clinton, Trump se mostró agresivo desde el principio, considerando a Pekín como un «enemigo», llegando a afirmar disparates como que el calentamiento global era un «invento chino» para perjudicar a la industria norteamericana, y, ya en la presidencia, ha ordenado una investigación sobre supuestos abusos de empresas chinas contra la propiedad intelectual estadounidense, ha amenazado con imponer nuevos derechos aduaneros a productos chinos, ha acusado a Pekín de manipular divisas, y ha amenazado incluso con dejar de lado la tradicional política de considerar la existencia de «una sola China» (por la cuestión de Taiwán), culpando además a Pekín de malas prácticas por su superávit comercial con Estados Unidos, y exigiéndole que fuerce a Corea del Norte a aceptar las condiciones norteamericanas. Trump, en esa carrera de desatinos, ha estado dispuesto a iniciar una guerra comercial, ha anunciado el bloqueo de las islas del Mar de la China del Sur, adonde posteriormente el Pentágono envió barcos de guerra y ha continuado patrullando en los límites del espacio aéreo chino, sin ninguna justificación. Sin embargo, la realidad de los equilibrios internacionales se ha impuesto, y el encuentro entre ambos presidentes en Florida, en mayo de 2017, (donde Trump informó por sorpresa a Xi Jinping del bombardeo norteamericano sobre Siria, en un gesto que quiso mostrar autoridad y fortaleza, pero que reveló, en cambio, las limitaciones del poder norteamericano en Oriente Medio, capaz de bombardear y arrasar ciudades pero no de ganar las guerras que inició) empezó a dar un giro a sus relaciones, aunque no por ello Washington ha abandonado su inclinación a los gestos hostiles: en julio, Trump autorizó una importante venta de armas a Taiwán, sabiendo que Pekín considera esas decisiones como gestos hostiles, y de nuevo el Pentágono realizó agresivas misiones de patrullaje en el Mar de la China meridional, que llevaron a Pekín a hablar de «provocación» y, a su vez, a enviar buques de su flota de guerra.
En el plano económico, al asumir la presidencia, Trump decidió, haciendo un cálculo equivocado, la retirada norteamericana del TPP (Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica), alegando que es un tratado para el libre comercio que perjudica a empresas y trabajadores norteamericanos; en realidad, esa decisión deja más campo de acción a China para aumentar su influencia política y económica en la cuenca del Pacífico. Esa hipócrita preocupación de Trump por los trabajadores norteamericanos queda al descubierto cuando se repara en su política fiscal, basada en reducciones de impuestos para los más ricos, justificada porque supuestamente estimulará la inversión económica, y acompañada con la vaga promesa de que contribuirá a crear millones de puestos de trabajo en Estados Unidos. Sin embargo, el propósito anunciado por Trump de limitar las importaciones chinas y estimular la exportación de productos norteamericanos choca con la realidad del comercio mundial y con las dificultades inevitables que ello comportaría para los Estados Unidos. Además, Washington observa con preocupación el proyecto chino de la nueva ruta de la seda, que ya ejerce una poderosa atracción sobre muchos países, y que incluso atrae a sólidos aliados norteamericanos, como Arabia, país que, por añadidura, negocia con Moscú mecanismos de intervención para mantener los precios del petróleo y empieza a comprar alimentos rusos. Rusia es el mayor productor mundial de petróleo, seguida por Arabia y Estados Unidos, pero el acercamiento de Riad a Moscú persigue también que Rusia (que coincide con Irán en el sostén al gobierno sirio) se distancie de Teherán, aunque todo indica que Moscú rechaza esa hipótesis: en ese tablero, Estados Unidos ha perdido piezas, y, además de Rusia, China observa con atención. Quince años de guerras en Oriente Medio han puesto de manifiesto las limitaciones del poder norteamericano, capaz de destruir y sembrar el caos en la región, pero impotente para crear un nuevo mapa estratégico en la zona.
La tentación en Washington de estimular barreras proteccionistas no deja de ser también un reconocimiento implícito de la reducción del poder económico norteamericano, y, al tiempo, de la inviabilidad de un mundo unipolar. En esa tensión, donde influyen conflictos e inercias del pasado, la Unión Europea, Rusia y China intentan buscar equilibrios, y llegar a acuerdos estratégicos con Washington, objetivo que dificulta la sospecha de que la política exterior norteamericana está en manos de aficionados: a la evidente incompetencia de Trump, que desconoce por completo la complejidad de las relaciones internacionales, se une un secretario de Estado, Tillerson, que carece de capacidad estratégica (en contraste con Lavrov) y que mantiene opiniones diferentes a Trump con relación a Corea del Norte o Irán, entre otros asuntos, hasta el punto de calificar al presidente como un «idiota», según reveló la NBC norteamericana.
Haciendo gala de su estrafalaria personalidad, Trump elogia al dictador egipcio, Abdelfatah Al-Sisi, ve con simpatía a la feroz monarquía saudí, e incluso se atreve a defender públicamente la siniestra campaña de Rodrigo Duterte contra las drogas en Filipinas, que ha llevado al presidente filipino a ordenar al ejército y la policía el asesinato de centenares de supuestos traficantes. Y la agresividad mostrada por Trump contra Corea del Norte, amenazando con «borrarla de la faz de la tierra», acompaña la acción y las declaraciones de otros responsables norteamericanos: Mike Pompeo, director de la CIA, denunciaba en julio de 2017 que Rusia era «una amenaza» para Estados Unidos, al tiempo que acusaba a China e Irán de «agredir» a su país, y el 30 de octubre, el secretario de Defensa y jefe del Pentágono, James Mattis, perro loco, admitía ante el Comité de Asuntos Exteriores del Senado norteamericano que, en una situación límite, el presidente Trump podría ordenar un ataque nuclear «preventivo» contra Corea del Norte, sin pedir autorización al Congreso.
El propósito norteamericano de mantener un mundo unipolar e imponer sus criterios en todas las áreas de fricción y disputa del mundo, que lanzó agresivamente Bush y que fue mantenido, en lo sustancial, por Obama, se ha convertido con la nueva presidencia en la manifestación del retroceso estratégico de Washington: haciendo gala de sus bravuconadas de matón de taberna, Trump se ha mostrado incapaz de establecer vínculos respetuosos, de igualdad, con otras potencias mundiales: su gobierno cree que cualquier país que quiera mantener buenas relaciones con Estados Unidos debe someterse a sus decisiones, colaborar en su diseño estratégico, y admitir el predominio norteamericano. Nadie va a aceptarlo, pero no hay duda de que Trump es un sujeto peligroso, y de que el mundo no puede desdeñar sus bravatas.
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