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Las elecciones del 2000 y la «guerra contra el terrorismo»

Fuentes: La Jiribilla

Si la experiencia histórica tiene algún significado, el futuro de la paz y la justicia en los Estados Unidos no dependerá de la buena voluntad del Gobierno. El programa de Bush se hizo inmediatamente claro: se dirigió a incrementar el presupuesto militar.

Mientras Bill Clinton concluía su segundo mandato -la vigésimo segunda Enmienda a la Constitución establece dos términos presidenciales como límite-, resultaba claro que Al Gore, el hombre que le había servido fielmente como vicepresidente, sería el candidato demócrata. El Partido Republicano escogió como su candidato al Gobernador de Texas, George W. Bush, conocido por sus vínculos con los intereses petroleros y por su récord de ejecuciones de prisioneros durante su mandato.

Aunque durante la campaña Bush acusó a Gore de apelar a la guerra de clases, la candidatura de Gore y su vicepresidente, el senador Joseph Lieberman, no amenazaba a los super-ricos. En la primera plana del New York Times aparecieron los siguientes titulares: «Como Senador, Joseph Lieberman es un orgulloso hombre pro-negocios». Y se ofrecían más detalles: lo amaban la industria de alta tecnología del Valle de la Silicona; el complejo militar-industrial de Conneticut le estaba agradecido por sus 7,5 billones de dólares en concepto de contratos para la fabricación del submarino «Lobo de Mar».

Las diferencias en el apoyo del poder corporativo a ambos candidatos pueden medirse por los 220 millones de dólares recaudados por la campaña de Bush y los 170 por la de Gore. Ninguno de los dos tenía un plan nacional para la salud gratuita, ni para construir casas de bajo presupuesto, ni para cambios dramáticos en los controles medioambientales. Ambos apoyaban la pena de muerte y el aumento en el número de cárceles. Ambos favorecían un establishment militar más grande, el empleo extensivo de minas terrestres y las sanciones contra los pueblos de Cuba e Iraq.

Había un candidato de un tercer partido, Ralph Nader, cuya reputación nacional se había originado durante décadas de persistente crítica al control corporativo de la economía. Su programa resultaba ampliamente diferente al de los dos candidatos anteriores, con énfasis en la salud, la educación y el medio ambiente. Pero durante la campaña Nader fue marginado de los debates televisivos nacionales, y sin el apoyo de los grandes hombres de negocio, tuvo que recolectar fondos de pequeñas contribuciones a manos de personas que creían en su programa.

Ante la unidad de los dos grandes partidos en torno a temas de clase, y ante las barreras levantadas contra el candidato de un tercer partido, resultaba predecible que la mitad del país, mayormente las personas de más bajos ingresos, ni siquiera votaría.

Un periodista habló con una cajera de una gasolinera, esposa de un trabajador de la construcción. La mujer le dijo: «No creo que piensen en gente como nosotros… Tal vez si vivieran en un trailer de dos habitaciones, sería distinto». Una afroamericana, administradora de un McDonald´s, y que gana un poco más del salario mínimo, $5.15 la hora, dijo sobre Bush y Gore: «Ni siquiera le presto atención a esos dos, y mis amigos dicen lo mismo. Mi vida no cambiará».

Resultó ser la elección más extraña en toda la historia de la nación. Al Gore recibió cientos de miles de votos más que Bush, pero la Constitución requería que los electores de cada estado decidieran el vencedor. El voto electoral fue tan pegado, que el resultado lo determinarían los electores del estado de la Florida. Esta diferencia entre el voto popular y el voto electoral había ocurrido dos veces antes, en 1876 y 1888.

El candidato con la mayor cantidad de votos en la Florida obtendría todos los electores del estado, y ganaría así la presidencia. Pero hubo una enconada disputa acerca de si Bush o Gore habían recibido más votos en la Florida. Al parecer, muchos votos no habían sido contados, especialmente en distritos donde vivían muchos afroamericanos, las boletas habían sido descalificadas con argumentos técnicos, y las marcas hechas por las máquinas en las mismas no eran claras.

Bush tenía esta ventaja: su hermano Jeb Bush era el Gobernador de la Florida. La Secretaria de Estado de la Florida, Katherine Harris, una republicana, tenía el poder de certificar quién había logrado mayor cantidad de votos y, por consiguiente, de decidir quién había ganado las elecciones. Enfrentando acusaciones de boletas dudosas, hizo un rápido recuento parcial que colocó a Bush en la delantera.

Una apelación a la Corte Suprema de la Florida, dominada por los demócratas, decidió que esta ordenara a Harris no certificar un ganador, y que continuara el reconteo de los votos. Harris estableció un límite para el reconteo, y cuando todavía había miles de boletas en disputa, certificó que Bush había sido el ganador con 537 votos. Esta fue, ciertamente, la decisión más cerrada en la historia de las elecciones presidenciales. Con un Al Gore dispuesto a desafiar la certificación, y a solicitar que el reconteo continuara, como lo había legislado la Corte Suprema de la Florida, el Partido Republicano llevó el caso a la Corte Suprema de los Estados Unidos.

La Corte Suprema se dividió por razones ideológicas. A pesar de la tradicional posición de no interferir en los poderes del Estado, los cinco jueces conservadores (Rehnquist, Scalia, Thomas, Kennedy, O´Connor) denegaron el dictamen de la Corte Suprema de la Florida y prohibieron seguir recontando las boletas. Dijeron que el recuento violaba el requerimiento constitucional de «igual protección ante la ley», porque había diferentes estándares en diferentes condados de la Florida para recontar las boletas.

Los cuatro jueces liberales (Stevens, Ginsburg, Breyer, Souter) legislaron que la Corte no tenía el derecho de intervenir en la interpretación de la ley estadual hecha por la Corte Suprema de la Florida. Breyer y Souter argumentaron que si no se podía tener un patrón uniforme en el conteo, el remedio consistía en convocar a unas nuevas elecciones en la Florida con un patrón uniforme.

El hecho de que la Corte Suprema rehusara permitir cualquier reconsideración de la elección, significaba que estaba decidida a que su candidato preferido, George W. Bush, fuera el Presidente. El juez Stevens subrayó con cierta amargura en su reporte de la minoría: «Aunque puede que nunca sepamos con entera certeza la identidad del ganador de las elecciones presidenciales de este año, la identidad del perdedor está perfectamente clara. Es la confianza de la nación en el juez como un guardián imparcial del imperio de la ley».

Al asumir la presidencia, Bush procedió a implementar su agenda pro-negocios con total confianza, como si tuviera el apoyo abrumador de la nación. Y el Partido Demócrata, cuya filosofía fundamental no es muy diferente, le hizo una tímida oposición, alineándose completamente con la política exterior de Bush y difiriendo de él sólo ligeramente en su política doméstica.

El programa de Bush se hizo inmediatamente claro. Impulsó recortes de impuestos a los ricos, se opuso a regulaciones ambientales estrictas que costarían dinero a los intereses del mundo de los negocios y planeó «privatizar» la seguridad social al hacer que los fondos para el retiro dependieran de la bolsa.

Se dirigió a incrementar el presupuesto militar y a continuar el programa de la «Guerra de las Galaxias», aunque el consenso de la comunidad científica señalaba que los misiles antibalísticos en el espacio no funcionarían, y que incluso si este plan tuviera éxito, desataría una más feroz carrera armamentista en todo el mundo.

Nueve meses después de instalado Bush en la presidencia, el 11 de septiembre de 2001 un evento cataclísmico desplazó otros temas al traspatio. Secuestradores a bordo de tres enormes jets, repletos de combustible, los estrellaron contra las Torres Gemelas del World Trade Center, en Nueva York, y contra un ala del Pentágono, en Washington D.C. En todo el país, los norteamericanos observaron, horrorizados, el colapso de las torres en sus pantallas de televisión, un infierno de concreto y metal que enterró a miles de trabajadores y a cientos de bomberos y policías que habían ido a rescatarlos.

Era un asalto sin precedentes contra enormes símbolos de la riqueza y el poder norteamericanos, llevado a cabo por nueve hombres del Medio Oriente, la mayoría de Arabia Saudita. Estaban dispuestos a morir con tal de asestar un golpe mortal contra lo que percibían claramente como el enemigo, una superpotencia que se había pensado a sí misma como invulnerable.

De inmediato el presidente Bush declaró una «guerra contra el terrorismo», y proclamó: «No debemos hacer distinciones entre los terroristas y los países que albergan a terroristas». Rápidamente, el Congreso aprobó una resolución otorgándole a Bush el poder de proceder con acciones militares sin la declaración de guerra requerida por la Constitución. La resolución fue aprobada de manera unánime por el Senado. En la Cámara de Representantes disintió solo un miembro: Bárbara Lee, una afroamericana de California.

Partiendo de la suposición de que el militante islámico Osama Bin Laden era el responsable de los ataques del 11 de septiembre, y de que estaba en algún lugar de Afganistán, Bush ordenó el bombardeo de ese país.

Bush había declarado que su objetivo era capturar («vivo o muerto») a Osama Bin Laden, y destruir a la organización integrista islámica Al Quaeda. Pero al cabo de cinco meses de bombardear Afganistán, durante su discurso sobre el estado de la Unión, tuvo que admitir que «decenas de miles de terroristas entrenados estaban sueltos», y que «docenas de países» estaban acogiendo a terroristas.

Para Bush y sus asesores, debería ser obvio que el terrorismo no puede derrotarse mediante el uso de la fuerza, una evidencia histórica fácilmente disponible. Una y otra vez, los británicos han reaccionado a los actos terroristas del Ejército Republicano Irlandés, sólo para enfrentar más terrorismo. Durante décadas, los israelíes han respondido al terrorismo palestino con golpes militares, lo cual no ha hecho sino redundar en mayores atentados palestinos. Después del ataque a las embajadas norteamericanas en Tanzania y Uganda, en 1998, Bill Clinton había bombardeado a Afganistán y a Sudán. Claramente, mirando al 11 de septiembre, esto no había logrado detener el terrorismo.

Aún más, los meses de bombardeo habían sido devastadores para un país que había atravesado décadas de guerra civil y destrucción. El Pentágono sostuvo que sólo se estaban bombardeando «objetivos militares», que las muertes de civiles eran «desafortunadas, un accidente lamentable». Sin embargo, de acuerdo con grupos de derechos humanos y con reportajes publicados por la prensa norteamericana y europea, al menos mil o quizás cuatro mil personas fueron asesinadas por las bombas norteamericanas.

Parecía que los Estados Unidos estaban reaccionando a los horrores perpetrados por los terroristas contra personas inocentes en Nueva York matando a otras personas inocentes en Afganistán. Diariamente, el New York Times publicaba viñetas de las víctimas de la tragedia de las Torres Gemelas con retratos y descripciones de su trabajo, sus intereses, sus familias.

No había manera de obtener información similar sobre las víctimas afganas, pero hubo testimonios conmovedores recogidos por reporteros que escribían desde hospitales y aldeas sobre los efectos de los bombardeos norteamericanos. Un periodista del Boston Globe escribió desde un hospital en Jalalabad:

En la cama yace Noor Mohammad, de diez años, envuelto en vendajes. Perdió sus ojos y sus manos después de que una bomba alcanzara su casa luego de la cena del domingo. El director del Hospital, Guloja Shimwari, se golpeó la cabeza ante las heridas del niño. «Los Estados Unidos deben estar pensando que él es Osama -dijo Shimwari. Si él no es Osama, ¿entonces por qué harían esto?».

El reportaje continuaba:

La morgue del hospital recibió 17 cuerpos durante el último fin de semana, y los funcionarios estiman que por lo menos 89 civiles fueron asesinados en distintas aldeas. Ayer en el hospital, con el daño causado por una bomba podría hacerse la crónica de la vida de una familia. La bomba mató al padre, Faisal Karim. En una cama yacía su esposa, Mustafa Jama, con heridas graves en la cabeza. A su alrededor, seis de sus hijos estaban vendados. Uno de ellos, Zahidullah, de ocho años, estaba en estado de coma.

Desde la calamidad del 11 de septiembre, el público norteamericano apoyaba abrumadoramente a la política de Bush de «guerra contra el terrorismo». El Partido Demócrata se sumó a ella, rivalizando con los republicanos acerca de quién podría emplear un lenguaje más duro contra el terrorismo. El New York Times, que se había opuesto a Bush durante las elecciones, editorializó en diciembre de 2001: «El Sr. Bush ha demostrado ser un líder fuerte en tiempos de guerra, y da a la nación un sentido de seguridad durante un período de crisis».

Pero la catástrofe humana causada por el bombardeo de Afganistán no estaba siendo transmitida a los norteamericanos por la prensa del mainstream y por las grandes cadenas de televisión, que parecían decididas a mostrar su «patriotismo».

El jefe de la cadena de televisión CNN, Walter Isaacson, envió un memo a su equipo: decía que las imágenes de bajas civiles debían ir acompañadas de una explicación de que eran en represalia por albergar terroristas. «Parece perverso concentrarse demasiado en las bajas de Afganistán», dijo. El conocido comentarista televisivo Dan Rather, declaró: «George Bush es el presidente. Si quiere que me enliste, sólo tiene que decirme dónde».

El gobierno de los Estados Unidos hizo grandes esfuerzos por controlar el flujo de información desde Afganistán. Bombardeó el edificio de la mayor estación de televisión en el Medio Oriente, Al-Jazeera, y compró una estación de satélite que estaba tomando fotos mostrando los resultados de los bombardeos.

Las revistas de circulación masiva auspiciaron una atmósfera de venganza. Uno de los redactores de Time, bajo el titular de «La Razón para la Ira y la Retribución» se pronunció por una política «enfocada a la brutalidad». Un popular comentarista televisivo, Bill O´Reilly, hizo un llamado para que los Estados Unidos bombardearan la infraestructura afgana hasta hacerla añicos -el aeropuerto, las termoeléctricas, los acueductos, y las carreteras.

Se generalizó el despliegue de banderas norteamericanas en las ventanas de casas, automóviles y tiendas, y a los ciudadanos se les hizo difícil criticar las políticas gubernamentales en una atmósfera de jingoísmo guerrerista. En California, un trabajador telefónico retirado que hizo un comentario crítico sobre Bush, fue visitado por el FBI e interrogado. Una joven encontró a dos hombres del FBI en su puerta. Le dijeron que tenían informes sobre la existencia de afiches en las paredes de su casa criticando al Presidente.

El Congreso aprobó la «Ley Patriótica», que otorgó al Departamento de Justicia el poder de detener a residentes simplemente por sospechas, sin acusaciones, sin los derechos de procedimiento provistos en la Constitución. La Ley establecía que el Secretario de Estado podía designar a cualquier grupo como terrorista. Cualquier persona que fuera miembro o hubiera recolectado fondos para esa organización, podía ser arrestada y retenida hasta que fuera deportada.

El presidente Bush advirtió a la nación no reaccionar con hostilidad hacia los árabe-americanos, pero de hecho el gobierno empezó a interrogar personas, casi todas musulmanas, y mantuvo a mil o más detenidas sin acusaciones. Un columnista del New York Times, Anthony Lewis, reportó el caso de un hombre arrestado por evidencia secreta, y cuando un juez federal dictaminó que no había razón para concluir que constituyera una amenaza para la seguridad nacional, fue liberado. Sin embargo, después del 11 de septiembre el Departamento de Justicia, ignorando el dictamen del juez, lo llevó a prisión nuevamente. Lo mantuvo en confinamiento solitario 23 horas al día y no permitió que su familia lo visitara.

Hubo voces minoritarias que criticaron la guerra. Tuvieron lugar en todo el país asambleas de estudiantes y profesores, así como manifestaciones. Las consignas típicas eran «Justicia, No Guerra», y «Nuestro Dolor No Es un Llamado a la Venganza». En Arizona, un lugar no famoso por sus actividades anti-establishment, seiscientos ciudadanos firmaron un anuncio comercial en un periódico con la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Hicieron un llamado a los Estados Unidos y a la comunidad internacional para desviar los recursos para la destrucción de Afganistán y dedicarlos, en cambio, a acabar con los obstáculos que impiden que los necesitados reciban suficientes alimentos.

Algunos familiares de los muertos en las Torres Gemelas o en el Pentágono escribieron al presidente Bush. Le urgían a no retribuir la violencia con la violencia, y a no proceder a bombardear al pueblo de Afganistán. Amber Amundson, cuyo esposo, un piloto del ejército, había muerto en el ataque al Pentágono, dijo: «He escuchado una retórica furiosa por parte de algunos norteamericanos, incluyendo muchos líderes de nuestra nación, que aconsejan una fuerte dosis de venganza y castigo. Me gustaría dejarles claro que ni mi familia ni yo estamos de acuerdo con sus palabras de ira. Si ustedes eligen responder a esta incomprensible brutalidad perpetuando la violencia contra otros seres humanos inocentes, no podrán hacerlo en nombre de la justicia para mi esposo».

En enero de 2002, algunos de los familiares de las víctimas viajaron a Afganistán para reunirse con familias afganas que habían perdido a sus seres queridos durante los bombardeos norteamericanos. Se reunieron con Abdul y Shakila Amin. Su hija de seis años, Nazila, había muerto por una bomba norteamericana. Una de las norteamericanas era Rita Lasar, cuyo hermano fue considerado un héroe por el presidente Bush -había decidido permanecer junto a un amigo parapléjico en uno de los pisos del World Trade Center, en lugar de salvarse él mismo. Lasar dijo que dedicaría el resto de su vida a la causa de la paz.

Los críticos argumentaron que el terrorismo tenía su raíz en profundos agravios contra los Estados Unidos, y que si se quería detenerlo, estas causas tenían que ser abordadas. Esos agravios no eran difíciles de identificar: el estacionamiento de tropas norteamericanas en Arabia Saudita, un sitio sagrado para el Islam; los diez años de sanciones contra Iraq que, de acuerdo con las Naciones Unidas, habían causado la muerte de miles de niños; el continuo apoyo norteamericano a la ocupación de Israel de la tierra palestina, incluyendo el otorgamiento de billones de dólares en ayuda militar a los sionistas.

Sin embargo, estos problemas no pueden ser abordados sin cambios fundamentales en la política exterior norteamericana. Estos cambios no pueden ser aceptados por el complejo militar-industrial que domina en ambos partidos, porque requerirían la retirada de las fuerzas militares alrededor del mundo y renunciar a la dominación política y económica de otros países -en síntesis, al papel de los Estados Unidos como una superpotencia.

Esos cambios fundamentales requerirían de un cambio radical en las prioridades: de gastar de 300 a 400 billones de dólares anuales en los militares, a utilizar esta riqueza para mejorar las condiciones de vida de los norteamericanos y de otras personas en el mundo. Por ejemplo, la Organización Mundial de la Salud estima que una pequeña parte del presupuesto militar norteamericano podría salvar millones de vidas si se emplea en el tratamiento de la tuberculosis.

Mediante ese cambio radical en sus políticas, los Estados Unidos no serían más una superpotencia militar, sino una superpotencia humanitaria, empleando su riqueza para ayudar a los necesitados.

Tres años antes de los terribles sucesos del 11 de septiembre, un ex teniente coronel de la Fuerza Aérea de los Estados Unidos, Robert Bowman, quien voló en 101 misiones de combate en Viet Nam y más tarde fue ordenado como obispo católico, comentó los atentados terroristas a las embajadas norteamericanas en Kenya y Tanzania. En un artículo publicado por The National Catholic Reporter, escribió acerca de las raíces del terrorismo:

No nos odian porque practicamos la democracia, valoramos la libertad o defendemos los derechos humanos. Nos odian porque nuestro gobierno le niega estas cosas a los pueblos del Tercer Mundo, cuyos recursos son codiciados por nuestras corporaciones multinacionales. El odio que hemos demostrado nos ha sido devuelto en la forma de terrorismo. En vez de enviar a nuestros hijos e hijas a matar árabes para que podamos tener el petróleo que está bajo sus arenas, deberíamos enviarlos a reconstruir su infraestructura, a suministrarles agua limpia y a alimentar a sus niños hambrientos. En síntesis, deberíamos hacer el bien en lugar del mal. ¿Quién tratará de detenernos entonces? ¿Quién nos odiaría? ¿Quién querría atacarnos? Esta es la verdad que el pueblo norteamericano necesita escuchar.

Voces como esta fueron mayormente silenciadas de los grandes medios de difusión después de los ataques del 11 de septiembre. Pero era una voz profética, y había al menos la posibilidad de que su poderoso mensaje moral pudiera expandirse en el pueblo norteamericano, una vez que quedara clara la futilidad de combatir la violencia con la violencia. Ciertamente, si la experiencia histórica tiene algún significado, el futuro de la paz y la justicia en los Estados Unidos no dependerá de la buena voluntad del Gobierno.

El principio democrático, enunciado en las palabras de la Declaración de Independencia, declaraba que el gobierno era secundario, que el pueblo que lo había establecido era lo primero. Por consiguiente, el futuro de la democracia depende del pueblo, y de su conciencia creciente acerca de cuál es la manera más decente de relacionarse con los seres humanos de todo el mundo.