Para los nacionalpopulistas, las ‘élites costeras’ son el enemigo, una mezcla de intereses creados en conferencias, galas de recaudación, ‘think tanks’ y redacciones acristaladas.
Una corteza de intelectuales y piquitos de oro que se empeñan en transformar un mundo que no conocen, porque nunca han puesto un pie en él. Lo suyo son los informes y las abstracciones; los artículos escritos por gente que, como ellos, se pasa la vida en oficinas reguladas a temperatura ambiente.
También se los llama ‘globalistas’, ya que cada país tiene su élite urbana que se relaciona con otras élites urbanas, o IYI, siglas en inglés de ‘intelectual pero idiota’: alguien que conoce las fechas de la Guerra del Peloponeso pero que jamás ha pintado una pared o cambiado la rueda de un coche. La ‘élite costera’ tiene sin duda mucho de caricatura: de chivo expiatorio en el que Donald Trump, él mismo hijo de una familia adinerada de Nueva York, se ha apoyado para canalizar y usar en su propio beneficio los agravios de las regiones rurales de Estados Unidos.
Pero las caricaturas, como la propaganda, no funcionan en el vacío. Si así fuera, no serían efectivas porque nadie las reconocería. La buena propaganda siempre tiene una base de realidad, una rampa de lanzamiento para la imaginación. Tal es el caso de las élites costeras norteamericanas: un centro de influencia que lleva cuatro años dolorido y que ahora, el 3 de noviembre, tratará de recuperar su puesto.
El pequeño mundo de las Ivy League
Empecemos con una pequeña muestra, como si solo mirásemos la cumbre de una montaña: las universidades Ivy League. Ocho campus diseminados por la Costa Este de los que emana la flor y nata de las élites de EE.UU. Al menos en dos de las instituciones más poderosas del país: la Casa Blanca y el Tribunal Supremo.
Hace más de 30 años que en el despacho oval no se sienta un comandante en jefe alejado de estas universidades. George Bush padre y George Bush hijo fueron a Yale, lo mismo que Bill Clinton. Barack Obama estuvo en Columbia y en Harvard, y Donald Trump en la Wharton School de la Universidad de Pensilvania.No es un detalle menor. El principal reclamo de la Ivy League suele serla red de conexionesque ofrece a sus alumnos. Las clases de eminencias. Las charlas y cócteles con mandamases. El sello mágico que abre las puertas de las corporaciones, los grandes partidos y los mejores clubes.
De los ocho actuales miembros del Supremo, todos ellos han ido a Yale o a Harvard.No hay excepciones. La fallecida Ruth Bader Ginsburg fue a Harvard. Y antes de Harvard, a Cornell. Otra universidad de la Ivy League.
¿Y los principales medios de comunicación? Un estudio de ‘Psychology Today’ y la Universidad de Arkansas determinó que, de todos los empleados del ‘New York Times’, el 44% acudió a una universidad de élite; en ‘The Wall Street Journal’, la proporción es del 50%. Eso en la plantilla total. Cuanto más subimos en el escalafón de estos medios, más crece la presencia de graduados de élite.
El desmesurado peso nacional de estas universidades, con su particular manera de mirar Estados Unidos y el mundo, solo refleja la realidad de fondo del poder americano. La influencia de los ‘ivies’ está enraizada en una tradición que se remonta a los orígenes de EEUU, y también en los cambios socioeconómicos de los últimos 30 años. En la cada vez mayor prevalencia de los centros urbanos y costeros.
Hubo una época en que el Partido Demócrata representaba a los votantes más humildes. Se trataba del partido progresista: el abanderado de los trabajadores, las minorías y los sindicatos.El defensor de la igualdad y de las políticas públicas. Y en cierto modo, lo sigue siendo. Pero casi exclusivamente en las grandes ciudades. Los votantes obreros blancos de las regiones rurales, que solían ser mayoritariamente demócratas, han ido emigrando hacia las filas republicanas.Una larga marcha que no empezó con Donald Trump. La victoria del magnate en 2016 solo fue la cruda manifestación de un proceso que pocos parecieron haber tenido en cuenta.
El elemento subyacente de este cambio de ciclo es el económico. Simplemente, el tejido industrial de las regiones rurales, de mayoría blanca, se ha ido desgastando desde los años setenta. La crisis del petróleo aceleró la deslocalización manufacturera a otros países y el crecimiento del más precario sector servicios. Por eso, desde los años ochenta, la convergencia per cápita de los ingresos entre el medio rural y el urbano, sostenible desde los años treinta, se ha detenido. Ahora, tres cuartas partes del crecimiento del empleo se concentran en las zonas urbanas.
La Gran Recesión solo ha recrudecido esta dinámica. Según un estudio del Economic Innovation Group, entre 2010 y 2014, más de la mitad de los negocios creados tras la crisis se concentró en 20 condados repartidos entre Nueva York, California y algunos en Texas, debido al auge de la extracción de gas y petróleo de esquisto. 20 condados de un total de más de 3.000 en todo el país.
Muertes por desesperación
De la depresión económica surgen muchos de los problemas que vemos en estas regiones. Allí donde las minas, la siderurgia o las plantas automovilísticas solían respaldar una sólida clase media, con su casita de valla blanca y sus dos coches,ahora se propaga una crisis social. Las llamadas ‘muertes por desesperación’, aquellas que suceden por alcohol, drogas o suicidio en la mediana edad, se han disparado entre los blancos de estas regiones. En concreto, se han triplicado desde los años noventa. Por eso se trata del único grupo demográfico donde baja la esperanza de vida y donde más ha caído la natalidad. Los condados con mayor adicción de los opiáceos, por cierto, son los que más votaron a Trump en 2016.
A medida que sucedía este proceso, gota a gota durante 30 años, los demócratas iban dando la espalda al campo y se iban centrando en las ciudades. La revolución reaganiana obligó a realinear las prioridades: los progresistas abrazaron posturas más neoliberales e ilustradas y se lanzaron a celebrar los valores multiculturales, identitarios y cosmopolitas. Se acercaron a los grandes negocios y dejaron que la cultura sindical quedara poco a poco sepultada. En otras palabras,se atrincheraron en las grandes y vibrantes ciudades. El electorado rural, mientras tanto, se empezó a sentir abandonado y ahí entraron los republicanos.
El punto de inflexión fue 1992: en ese momento, el voto de los condados más pobres estaba repartido a partes iguales entre demócratas y republicanos. Desde entonces, los ingresos del republicano medio han ido hacia abajo y los ingresos demócratas hacia arriba. En 2016, Trump obtuvo el doble de papeletas que Hillary Clinton en el 10% de condados más desvalidos.
Esta evolución se ve en el Congreso. En 2008, el PIB medio de cada distrito demócrata, representado con un escaño, era de 35.700 millones de dólares. Una década más tarde, había subido a 48.500 millones. Al otro lado de la Cámara, la riqueza media del escaño conservador se redujo, en 2018, a 32.500 millones de dólares.
El proceso no solo se nota en la economía o en la calidad de vida. La manera en que se percibe el país también ha vivido una transformación. La llegada de internet y las redes sociales ha puesto en jaque la industria periodística. Pero unos medios han podido resistir o adaptarse mejor que otros. Los que peor lo han tenido han sido los pequeños periódicos de provincias. Aquellas rotativas cercanas al vecino, que contaban lo que sucedía en el pueblo y aireaban sus problemas, fueron diezmadas.
Desde 2004, han cerrado 1.800 periódicos locales en Estados Unidos. Ahora mismo, cerca de 200 condados no tienen ninguna cabecera propia. Viven en un apagón informativo. Mientras, el número de reporteros que residen en centros urbanos ha subido un 75% entre 1960 y 2011. Solo en Manhattan, con un 0,5% de la población del país, vive el 13% de los periodistas. Como también residen las grandes cadenas de televisión: CNN, MSNBC, CBS, ABC o incluso la conservadora Fox. EEUU se cuenta, en gran parte, desde Manhattan y Washington DC. Medios que, por inercia, son indiferentes a lo que sucede en el vasto y borroso ‘fly-over country’.
Además de tener la sede en la ciudad y de la presencia en estos medios de los discípulos de la Ivy League, también se trata de un sector extremadamente endogámico. Los periodistas tienden a mezclarse con otros periodistas. Se escuchan a sí mismos en la jaula de loros que es Twitter. Un estudio de la Universidad de Illinois detectó varias burbujas informativas en Washington: sus investigadoras descubrieron que los reporteros de economía, defensa o política se relacionaban casi exclusivamente entre ellos. La CNN, por ejemplo, tiene su propia burbuja.
En este paisaje, no es de extrañar que la mayoría de votantes conservadores no se fíen de los medios de masas. Según un sondeo de Pew Research, solo el 10% de los electores republicanos dice tener confianza en los medios tradicionales. Cabeceras que no se preocupan de sus problemas y de sus intereses. Cabeceras que proyectan una visión progresista e identitaria que a ellos no les encaja o les resulta ofensiva.
Una transformación económica, política, mediática y vital que ha posibilitado la elección de Trump, uno de los pocos líderes que han logrado prestar oído a esa letanía que venía de las regiones interiores. O al menos de manera políticamente efectiva. Y, sobre todo, una transformación que ha logrado partir el país en dos salas de cine, la 1 y la 2, en las que se proyectan películas totalmente diferentes.
Fuente: El Confidencial, 20 de octubre de 2020