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Desvelando el enlace entre el pasado y el presente

Las oscuras razones de la burguesía canaria contra la recuperación de la memoria histórica

Fuentes: canarias-semanal.com

Según Cristóbal García Vera, autor del presente artículo y asiduo colaborador de esta Revista, el recuerdo de nuestra historia es un instrumento que nos sirve para interpretar la sociedad actual. Su significado subversivo no se les escapa a los representantes de las clases sociales dominantes. Cuando, falazmente, los portavoces oficiales y muchos medios de comunicación […]

Según Cristóbal García Vera, autor del presente artículo y asiduo colaborador de esta Revista, el recuerdo de nuestra historia es un instrumento que nos sirve para interpretar la sociedad actual. Su significado subversivo no se les escapa a los representantes de las clases sociales dominantes. Cuando, falazmente, los portavoces oficiales y muchos medios de comunicación expresan su rechazo a lo que ellos califican como un intento por «reabrir las heridas del pasado«, en realidad pretenden impedir que se descubran los auténticos pilares sobre los que se asienta el presente político del país. García Vera pone al descubierto en este trabajo el nexo genealógico entre aquellos que hoy detentan el poder político y económico en el Archipiélago y quienes, hace setenta años, empujaron a España a la guerra y la dictadura.

Han tenido que pasar treinta años desde la muerte del dictador Francisco Franco para que se comience a demandar la «recuperación de la Memoria Histórica». Treinta años para que las nuevas generaciones empiecen a conocer los crímenes, las desapariciones, el terror generalizado que -también en Canarias- permitieron la consolidación de la dictadura franquista. Para que los más viejos del lugar, aún temerosos, se atrevan a relatar vivencias llenas de sufrimientos y humillaciones, pero también de dignidad, que hasta ahora a nadie parecían interesar. Más de tres décadas para que, por fin, se reivindique la II República y se cuestione, cada vez con mayor fuerza, la restauración monárquica impuesta a los pueblos del Estado español.

Tan extraordinaria tardanza no debería ser pasada por alto por quienes pretenden entender qué sucedió en esa historia reciente hasta ahora silenciada. ¿Por qué se impuso el olvido? ¿Por qué las víctimas de la represión, sus familiares y los luchadores antifranquistas continúan sin recibir la reparación y el reconocimiento merecido? ¿Por qué la reciente Ley de Memoria Histórica aprobada por el gobierno del PSOE no incluye, siquiera, la anulación de los juicios con que los sublevados castigaron la lealtad a la legalidad republicana?

Hasta el momento, estas y otras preguntas -igualmente esenciales- recibían una inmediata contestación, elaborada por los muñidores de la Transición política que dio lugar al actual régimen multipartidista. «Todas las concesiones que en aquellos años se realizaron fueron imprescindibles para la consolidación de la democracia y para evitar el peligro de la involución política». Esto nos han repetido hasta la saciedad a través de sus aparatos de adoctrinamiento en los que, por su puesto, jamás tienen cabida las versiones alternativas. Sin embargo, también esta construcción ideológica de una idílica y ejemplar Transición comienza a resquebrajarse. Diversos investigadores han puesto de manifiesto el verdadero carácter de este periodo y el papel jugado por los actores políticos que lo protagonizaron. Los jerarcas de la dictadura que planearon el cambio controlado; los dirigentes de un renovado PSOE creado ad hoc para neutralizar la influencia del PCE y para evitar cualquier ruptura democrática; y los de esta última formación política que, culminando un largo proceso de socialdemocratización, garantizaron la consecución de los planes de la burguesía española, traicionando y desmovilizando a su militancia.

La manera en la que, mayoritariamente, hemos interpretado nuestra historia y la realidad actual, en estos últimos años, puede considerarse un fruto del consenso labrado por los padres de la Constitución monárquica. El hecho de que tal consenso comience a cuestionarse no significa que sus supuestos fundamentales hayan sido extirpados totalmente de nuestras conciencias. Reaparecen, por el contrario, incluso en los planteamientos de quienes hoy se esfuerzan por rescatar la Memoria.

En demasiadas ocasiones continúa reivindicándose tan sólo la memoria privada de las víctimas. No es infrecuente que en los actos organizados a tal fin, llegue a matizarse, incluso, que «no se trata de actos políticos». Esta manera de entender la memoria de nuestro pueblo permanece, quiérase o no, dentro de los límites impuestos durante la Transición y, desde luego, no llega a consumar el cometido de honrar a los muertos. Los fusilados, los desaparecidos, los torturados, los internados en campos de concentración no sufrieron esta suerte por motivos privados. Las desgracias particulares de estos hombres y mujeres fueron resultado de su adhesión a ideales y valores como la igualdad y la justicia social, y a las organizaciones y partidos políticos creados para intentar lograr su consecución. Recuperar los restos mortales de los asesinados es, desde luego, un derecho de los familiares que debe contar con todo el apoyo social. Recuperar y honrar su memoria supone, sin embargo, mucho más que eso. Implica rescatar también estos valores que orientaron sus vidas. La batalla por la dignidad de los vencidos debe suponer, por tanto, una reivindicación ideológica y una reafirmación de superioridad moral frente al franquismo y sus defensores de ayer y de hoy.   Así planteada, la recuperación de la Memoria Histórica adquiere su verdadera función y se manifiesta como lo que realmente es: la memoria de los vencidos que, rescatada y analizada, sirve para interpretar el momento presente, para proporcionarle sentido a muchas de las luchas actuales, para recomponer el eslabón perdido que nos enlaza con la historia interrumpida de este pueblo que, obviamente, no comenzó anteayer.

La síntesis histórica que se produjo con el advenimiento de la II República fue el resultado de más de un siglo de combates sociales, de levantamientos, de revueltas, de triunfos y derrotas de los sectores populares enfrentados a las clases e instituciones que detentaban -y detentan- el poder político y económico en el Estado español. Con el derrocamiento de la Monarquía y la instauración de la República en 1931 se abrió para los pueblos que componían ese Estado la posibilidad de materializar reivindicaciones seculares hasta entonces frustradas: transformaciones sociales profundas, la reforma agraria, el derecho de autodeterminación de los pueblos, la democratización de las instituciones. La posibilidad real de que conquistaran aquello por lo que habían luchado durante una centuria aterró a la oligarquía, que por primera vez vio peligrar seriamente su dominio. El hecho cruento y terrible de la guerra civil no fue otra cosa más que la expresión brutal de ese temor. Durante el franquismo y la Transición se intentó, con perseverancia, romper los vínculos que necesariamente nos unen a estas luchas del pasado.

La «memoria histórica» -la historia, en definitiva- hay que recuperarla justo en esas efemérides y con el significado implícito que contiene. Los últimos veinticinco años hemos sufrido una concertada conspiración mediática que ha tratado de censurar esta historia, falsificándola en unos casos y amordazándola, en otros. Ello ha dado lugar a la aparición de esperpénticos capítulos de la misma, que no sólo deberían provocar vergüenza en los «historiadores» artífices de la burda cirugía, sino también en aquellos que, por acción u omisión, han participado en el aquelarre. Con un prodigioso corte de tijeras – al igual que hiciera la censura franquista en la década de los cincuenta con el film Mogambo, en el que convirtió a la amante en hermana – la historia oficial transmutó a Juan Carlos de Borbón, el heredero de Franco y de su dictadura, en un alienígena sin mácula, proveniente de un ignoto lugar, con la misión de regir para siempre, él y sus herederos, el destino de los españoles. Con habilidad de artistas, los maquilladores de los medios hicieron que su biografía comenzara en 1976. Las elocuentes imágenes de su colaboración con el franquismo fueron magistralmente trastocadas y sistemáticamente sustituidas por las de un monarca dicharachero y simpático, firmemente empeñado en devolver a los españoles la libertad y la democracia que «otros» les habían arrebatado.

Pero no solo permaneció descoyuntado el enlace histórico con nuestro pasado republicano, sino que se aplicó el mismo borrador a casi cuarenta años de dura lucha antifranquista. Miles de hombres y mujeres que ofrecieron sus vidas y su libertad en un combate dispar contra la dictadura fueron condenados al ostracismo pavoroso que significa ser suprimidos de la memoria popular. El advenimiento de las libertades formales se presentó como el resultado de una providencial combinación entre la voluntad real, la generosidad del aparato franquista y la patriótica actitud de la leal oposición. Todo quedaba en casa. Los villanos fueron convertidos en héroes y los héroes en villanos.

El recuerdo de nuestra historia es, pues, un instrumento que nos sirve para interpretar la sociedad actual. Su significado subversivo no se les escapa a los representantes de las clases sociales dominantes. Cuando, falazmente, los portavoces oficiales y muchos medios de comunicación expresan su rechazo a lo que califican como un intento por «reabrir las heridas del pasado», en realidad pretenden impedir que se descubran los auténticos pilares sobre los que se asienta el presente político del país.

Pero hay también razones más crematísticas para que se trate de hurtar el pasado a la ciudadanía. Han transcurrido 70 años desde los inicios de la contienda civil. Cuarenta de ellos estuvieron dominados por una dictadura bajo la que creció vertiginosamente el patrimonio de quienes con su apoyo y complicidad la hicieron posible. La influencia social, la capacidad para poder ejercer el dominio sobre el conjunto de una colectividad, no es algo que se obtenga en tres días. Y las grandes fortunas en el Estado español de hoy tienen su origen en la dictadura. Unas encontraron el clima adecuado para consolidarse y desarrollarse durante esa etapa. Otras nacieron al amparo de las regalías, cargos y privilegios que les proporcionó el régimen

Franco lo expresó con insólito cinismo en agosto de 1942: «Nuestra Cruzada es la única lucha en la que los ricos que fueron a la guerra salieron más ricos». (1) Las más poderosas fortunas actuales del Estado entierran sus raíces en los círculos allegados al «caudillo». El imperio de las hermanas Alicia y Esther Koplowitz, el Banco Pastor, Gas Madrid, Unión FENOSA, Cubiertas, MZOV, Banus, Banco Zaragozano, Banesto, etc., bebieron de las acaudaladas fuentes de oro que les proporcionó el franquismo. Apellidos como March, Barrie de la Maza, Castell, Coca, Carceller, Rato, Aznar, Ridruejo o Cortina forman parte del árbol genealógico de la dictadura y sus beneficiarios. (2) Tampoco la historia económica de este país comenzó anteayer.

En estas ínsulas nuestras las cosas transcurrieron por cauces similares. La burguesía local no titubeó un solo instante a la hora de prestar su apoyo al golpe franquista. Las páginas de las hemerotecas son muy elocuentes. Listados interminables de apellidos, junto a aportaciones económicas o entrega de joyas de oro, aparecían cada día en la prensa de Las Palmas… «Herederos de la Heredad de Aguas de Arucas y Firgas, 10.000 ptas; Don Fernando del Castillo, una caja de reloj, un collar, un alfiler de hebilla, siete anillos…». Nombres como Chanrai, Navarro Carló, Molina, Bacarán, Medina, del Castillo, Fuentes, Montesdeoca, Bonny, Ley, Benítez de Lugo, marqués de La Florida, Manrique de Lara, Frade, Cambreleng, Manchado, Conde de la Vega Grande, Massieu, Masanet y Mauricio expresaban de variadas formas su adhesión con los insurrectos. En Tenerife, la solidaridad con el golpe vino de apellidos como Zerolo, Cobiella, Hardisson, Santaella, Baudet, Doblado, Mardones, Melchior. Uno de los padres fundadores de ATI, la formación política que gobierna hoy en Canarias, José Miguel Galván Bello, había sido antes Jefe de la Falange, el fatídico año de 1937. La coincidencia que se produce al cotejar algunos de estos apellidos con los de quienes hoy rigen – o han regido – la vida política y económica de las Islas no es una mera casualidad.

Pero la burguesía canaria prestó algo más que su apoyo político, financiero y «patriótico» a la insurrección militar. Jóvenes pertenecientes a las más adineradas familias del Archipiélago formaron parte de las filas de las temibles brigadas del amanecer, que con tanta eficacia contribuyeron a la liquidación física de un todavía indeterminado número de republicanos isleños. No resulta, pues, extraña la resistencia de sus descendientes a que se revise el pasado, a que los nombres de los asesinos sean borrados del callejero de las ciudades y pueblos de las Islas. Es más, aún en nuestros días, distinguidos dignatarios de Coalición Canaria y el PP barajan la posibilidad de asignar a una de las más importantes avenidas de Las Palmas el nombre de Matías Vega Guerra, notorio cacique franquista comprometido con los periodos más negros de la dictadura. En Tenerife, paniaguados plumillas de la prensa local, como Francisco Ayala, rinden homenaje público en nuestros días a personajes como Susana Villavicencio, inspectora-Jefe de Primera Enseñanza en Tenerife y activa protagonista en la persecución del Magisterio republicano. Y, setenta años después de su desaparición, los intelectuales del sistema en las Islas siguen glosando elogiosamente la figura del tinerfeño Manuel Delgado Barreto uno de los fundadores, junto a José Antonio Primo de Rivera, del periódico «El Fascio».

Es innegable que la burguesía canaria, al igual que la del resto del Estado, ha tenido múltiples razones para ser agradecida con sus progenitores. A nadie debe sorprender, por tanto, que la entrada principal de Sta. Cruz de Tenerife esté presidida por una imponente estatua de un Franco que reposa aguerrido sobre las alas desplegadas de una enorme águila. Y es que bajo su protección crecieron suculentas fortunas y numerosas biografías políticas contemporáneas en este Archipiélago perdido en el Atlántico.

Notas y referencias bibliográficas:
1.
Sánchez Soler, Mariano. «Los banqueros de Franco». OBERON. Grupo Anaya. S.A.
2. Ibídem. Pág. 15 y siguientes.