Traducción: María Landi.
A primera vista la decisión tomada la semana pasada por el gobierno de Trump, seguida inmediatamente por Israel, de abandonar la agencia cultural de Naciones Unidas parece extraña. ¿Por qué penalizar a un organismo que fomenta el agua potable, la alfabetización, la preservación del patrimonio y los derechos de las mujeres?
La afirmación de Washington de que la UNESCO tiene prejuicios contra Israel oscurece los verdaderos ‘crímenes’ que la agencia ha cometido a los ojos de Estados Unidos.
El primero es que en 2011 la UNESCO se convirtió en el primer organismo de la ONU en aceptar a Palestina como miembro. Eso colocó al pueblo palestino en camino para mejorar su estatus en la Asamblea General un año después.
Cabría recordar que cuando en 1993 Israel y la OLP firmaron los Acuerdos de Oslo sobre el césped de la Casa Blanca, el mundo asumió que el objetivo último era crear un Estado palestino.
Pero parece que la mayoría de los políticos estadounidenses nunca recibieron ese memo. Bajo la presión de los poderosos lobistas de Israel, el Congreso de EE.UU. aprobó apresuradamente legislación para impedir el proceso de paz. Una de esas leyes obliga a EE.UU. a cancelar la financiación a cualquier organismo de la ONU que admita a Palestina.
El segundo crimen del organismo tiene que ver con su rol en seleccionar los lugares de patrimonio de la humanidad. Ese poder ha demostrado ser más que irritante para Israel y los EE.UU.
Los territorios ocupados −supuestamente el lugar de un futuro Estado palestino− están llenos de tales sitios. Las reliquias helenísticas, romanas, judías, cristianas y musulmanas no sólo son una promesa de recompensas económicas derivadas del turismo, sino también la posibilidad de controlar la narrativa histórica.
Los arqueólogos israelíes -que en la práctica son el ala científica de la ocupación− están interesados fundamentalmente en excavar, preservar y destacar las capas judías del pasado de la Tierra Santa. Esos vínculos con el pasado han sido utilizados para justificar la expulsión de la población palestina y para construir colonias judías.
La UNESCO, por el contrario, valora todo el patrimonio de la región, y se propone proteger los derechos de las y los palestinos vivos, no sólo las ruinas de civilizaciones muertas hace tiempo.
En ninguna parte la diferencia entre ambas agendas ha resultado ser más intensa que en la ciudad ocupada de Hebrón, donde decenas de miles de palestinos/as viven bajo la bota de unos cientos de colonos judíos y los soldados que los cuidan. En julio, la UNESCO enfureció a Israel y a EE. UU. nombrando a Hebrón como uno de los pocos sitios de patrimonio de la humanidad «amenazados». Israel calificó a la resolución de «historia inventada».
El tercer delito es la prioridad que la UNESCO da al nombre palestino de los sitios patrimoniales que se encuentran bajo la ocupación beligerante israelí. Según lo entiende Israel, mucho tiene que ver con cómo se identifican los sitios. Los nombres influyen en la memoria colectiva, dando significado y sentido a esos lugares.
El historiador israelí Ilan Pappé acuñó el término «memoricidio» para referirse a la política israelí de borrar los rastros del pasado palestino, después de haber despojado a ese pueblo de las cuatro quintas partes de su tierra natal en 1948 −lo que los palestinos denominan su nakba o catástrofe.
Israel hizo algo más que arrasar 500 ciudades y pueblos palestinos: en su lugar, implantó nuevas comunidades judías con nombres hebraizados destinados a usurpar los antiguos nombres árabes. Saffuriya se convirtió en Tzipori; Hittin fue suplantado por Hittim; Muyjadil se transformó en Migdal.
Un proceso similar de lo que Israel llama «judaización» está en marcha en los territorios ocupados. Los colonos de Beitar Illit amenazan a la población palestina de Battir. Cerca de allí, las y los palestinos de Susiya han sido desalojados por una colonia judía que lleva el mismo nombre.
Las apuestas son más altas en Jerusalén. La gran plaza del Muro de las Lamentaciones -ubicada debajo del complejo de la mezquita de Al Aqsa− fue creada en 1967, después de que más de 1.000 personas palestinas fueran desalojadas y su barrio (el Magrebí) fuera demolido. Millones de visitantes cada año deambulan por la plaza, ajenos a ese acto de limpieza étnica.
Los colonos, ayudados por el Estado de Israel, continúan cercando lugares cristianos y musulmanes con la esperanza de apoderarse de ellos.
Ese es el contexto de los informes recientes de la UNESCO que subrayan las amenazas a la Ciudad Vieja de Jerusalén, incluida la negativa de Israel a permitir que la mayoría del pueblo palestino ejerza su derecho a rezar en su sagrada mezquita de Al Aqsa.
Israel ha presionado para que Jerusalén sea eliminada de la lista de sitios patrimoniales en peligro de extinción. Junto a EE.UU., ha desatado un frenesí de indignación moral, reprendiendo a la UNESCO por no priorizar los nombres hebreos utilizados por las autoridades de ocupación.
La responsabilidad de la UNESCO, sin embargo, no es salvaguardar a la ocupación ni reforzar los esfuerzos de judaización que lleva a cabo Israel. Está allí para respaldar el Derecho Internacional y evitar que Israel haga desaparecer al pueblo palestino.
La decisión de Trump de abandonar la UNESCO está lejos de ser solo suya. Sus predecesores han estado peleando con el organismo desde la década del Setenta, a menudo por su negativa a ceder a la presión israelí.
Ahora Washington tiene una apremiante razón adicional para castigar a la UNESCO por permitir que Palestina se convierta en miembro: necesita convertir al organismo cultural en un caso ejemplarizante para disuadir a otras agencias de seguir sus pasos.
La falsa indignación de Trump ante la UNESCO, y su desprecio hacia los importantes programas globales del organismo, sirven como un recordatorio de que Estados Unidos no es un «intermediario honesto» para forjar la paz en Oriente Medio. Más bien es el mayor obstáculo para alcanzarla.
Publicado el 17 de octubre en Mondoweiss