Cuando el 6 de agosto de 1945 Hiroshima se estremeció con la bomba atómica, el mundo cambió para siempre. Las más de 90 000 vidas segadas en apenas unos segundos por el ensayo del estadounidense, ultrasecreto y millonario Proyecto Manhattan, no fueron suficientes para detener la carrera atómica en la que luego se ha sumido […]
Cuando el 6 de agosto de 1945 Hiroshima se estremeció con la bomba atómica, el mundo cambió para siempre. Las más de 90 000 vidas segadas en apenas unos segundos por el ensayo del estadounidense, ultrasecreto y millonario Proyecto Manhattan, no fueron suficientes para detener la carrera atómica en la que luego se ha sumido la Humanidad. Aunque las naciones han asistido, ciertamente con distancia, a los efectos latentes de la radiación atómica sufrida por las poblaciones tanto de Hiroshima como de Nagasaki -centenares de miles de personas han muerto en estos 60 años- la tragedia parece no conmover lo suficiente.
Desde entonces no solo han aumentado el número de países que poseen armas nucleares, sino que también crece el interés por desarrollar aún más estas mortíferas tecnologías. Paradójicamente, la desaparición del mundo bipolar no acabó con el peligro de confrontación nuclear. Más bien se ha incrementado, por la inseguridad que genera «el enemigo desconocido», siempre oportunamente etiquetado con el rótulo de «terrorista».
En este contexto, la administración de Estados Unidos ha aprovechado «la guerra contra el terrorismo» para revitalizar su programa nuclear. En la nueva concepción de defensa del imperio, el Congreso aprobó un polémico punto. Desde el 2003, se levantó el veto que pesaba sobre la investigación acerca de los mininukes -armas nucleares de menos de cinco kilotones, casi un tercio del tamaño de la bomba de Hiroshima- cuyo objetivo no sería la disuasión para el resto del planeta, como durante la Guerra Fría, sino usarlas en los múltiples escenarios bélicos construidos para mantenerse como potencia mundial.
Los halcones del Pentágono han justificado la fabricación de las «minibombas» aduciendo su menor tamaño y el que supuestamente disminuyen los «daños colaterales». Sin embargo desde las famosas bombas inteligentes utilizadas en la guerra en Kosovo, sabemos que esa clasificación maquiavélica encierra para los norteamericanos cualquier cosa, desde una guardería infantil hasta un convoy de refugiados.
Las últimas aventuras bélicas emprendidas por EE.UU., desde la primera Guerra del Golfo hasta la reciente invasión a Iraq han garantizado los escenarios para probar nuevos armamentos, que lejos de disminuir las bajas civiles, han hecho crecer sus cifras hasta niveles espeluznantes. Expertos militares aseguran que durante las guerras de la segunda mitad del siglo XX, el porcentaje de víctimas civiles pasó del 10 al 90 por ciento.
Con 77 000 toneladas de uranio empobrecido en 103 plantas nucleares y millón y medio en los laboratorios, según las cifras del Pentágono, Estados Unidos obvia tanto el Tratado de No Proliferación Nuclear como el de Defensa anti-balística (AMB) de 1972.
Las normas de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), que EE.UU encabeza, son una prueba más de la falacia. Ellas, ordenan los bombardeos a gran altura -más de 5 000 metros- para proteger a sus pilotos de las defensas antiaéreas. Y por supuesto a esa distancia resulta imposible diferenciar visualmente entre civiles y militares. Por otra parte, aunque los proyectiles con cabeza de uranio empobrecido, empleados durante la primera guerra del Golfo en 1991, fueron declaradas ilegales por la ONU, el ejército estadounidense los siguió utilizando en los Balcanes y en la invasión de Iraq.
Como corresponde a los intereses estratégicos de la Casa Blanca en su escalada mundial, cualquier país, figure en sus listas negras o no, podría estar en peligro. Basta que se inventen una amenaza para la seguridad nacional, armas de destrucción masiva o cualquier otro pretexto para que exista la posibilidad de que otros sientan en carne propia lo sufrido por los japoneses.
El riesgo mayor es que la impunidad puebla los cráteres del doble discurso de Bush, que por un lado arremete contra Corea del Norte y su programa energético nuclear, y por el otro, planea el uso de las minibombas.
La filosofía terrorista de la cúpula política y militar estadounidense no ha variado. Las minibombas y cualquier otro invento bélico solo demuestran que sus técnicas son las mismas. La amenaza permanente de la destrucción de la especie humana se convierte en el juego de la ruleta rusa. Mientras, las lecciones no aprendidas de Hiroshima y Nagasaki, se reflejan en lo ocurrido en Vietnam, Kosovo, Afganistán e Iraq, como muestra indeleble del desprecio del imperio por los pueblos.