Vivir en una sociedad en la que tu sola presencia es vista como una amenaza y una invitación para el sistema de Justicia penal es suficiente para destrozar a cualquiera. Tienes que vivir allí, estar allí para entender.
Hace cuarenta y seis años, en la primavera pasada, estuve a punto de tirar una piedra. En una cálida tarde de primavera a principios de abril, justo cuando estaba a punto de salir para reunirme clandestinamente con mi novio, escuché por mi radio a transistores que Martin Luther King había sido asesinado en Memphis.
Puedo recordar mirándome en el espejo y pensando qué sería de mí. ¿Cómo voy a ser capaz de seguir ahora en el país de mi nacimiento, el país por el cual peleó mi padre en un ejército segregado durante la Segunda Guerra Mundial y del que estaba orgulloso, aunque cautelosamente? Fue entonces, creo que en algún lugar dentro de mí, que comencé a sentir que mi vida -si yo iba a tener una- tendría que estar en otra parte. Dónde, no lo sabía. Pero no en Estados Unidos. Sin embargo, yo no recurrí a la violencia, no cedí a la ira y la desesperación dentro de mí, porque mi padre no lo había hecho; mi madre tampoco. Lo habían soportado.
Eso era y es mi patrón. En aquellos días, viendo cómo se incendiaban las calles de mi ciudad natal de Chicago, observando las calles que ardían en todo los Estados Unidos, viendo a la gente de mi edad y más jóvenes enfrentarse a la policía, irrumpir en las tiendas, llevándose las cosas como tomando el sueño americano por la fuerza, me descubrí entendiéndolos. Estando con ellos, en cierto modo.
Cuando eres joven, estás furioso todo el tiempo. Vivir en una sociedad en la que tu sola presencia es vista como una amenaza y una invitación para el sistema de Justicia penal es suficiente para destrozar a cualquiera. El título premonitorio del enemigo público «Miedo a un Planeta Negro» marca la crisis existencial de Estados Unidos con los hombres negros. La explicación de esto puede sonar como una tontería. Y en cierto modo lo es. Tienes que vivir allí, estar allí para entender.
No conozco Ferguson, Missouri. Pero lo conozco. Me imagino que es muy similar a la parte sur de Chicago, donde crecí, alguna vez llena de gente blanca, ahora desaparecida (y con ella, las comodidades, las sutilezas). En su lugar llegan las pollerías y los lugares de barbacoa; McDonald’s; lugares caros para comprar smartphones; las pequeñas tiendas de comestibles dirigidas por personas marginales, también, pero son lo que los estadounidenses llaman «asiático» (de ascendencia china, vietnamita, coreana).
Para la comunidad, esos negocios se convirtieron en los receptáculos de la rabia, la desesperación y la angustia. Todo el tiempo uno vive esto como hombre negro. Lo que esto significa, entre otras cosas, es lo siguiente: si uno es detenido por la policía, hay que poner las manos en la parte superior del volante y mantener su boca cerrada. Significa que uno puede causar espanto con sólo entrar en una tienda, y tal vez actuar estúpidamente por eso.
Una vez, un corresponsal negro de la BBC, amigo mío -un norteño totalmente disparatado-, estaba ayudando a los mudadores que debían hacer el trabajo para él y su esposa en su casa de Washington DC. Su vecina se acercó y le dijo a su esposa que no le gustaba que todos «esos tipos negros» se congregaran delante de su jardín. Mi amigo fue llamado por su esposa lejos del grupo de mudadores y repitió lo que la mujer le había dicho. Mi amigo le pidió a la vecina que se fuera de su casa. Nunca lo olvidó. Nunca más se sintió cómodo allí.
Claro, si uno tiene dinero, o es un personaje de la televisión, o una gran estrella de la música, Estados Unidos está muy bien. Porque la real división de clases en Estados Unidos es entre los que «no tienen» y los que «tienen» (y los que «tienen yates»). Si uno consigue entrar en las dos últimas categorías, uno puede comprar su propia realidad. El dinero habla y camina. Pero si uno es un hombre negro, puede conseguir ser acribillado por un propietario o el policía de la cuadra.
Y luego está el presidente de los Estados Unidos, el comandante en jefe del ejército más poderoso de la Tierra, el jefe de la economía número uno del planeta. Excepto que desde el primer día es visto por muchos en su tierra natal como un extranjero, como algo fuera de la norma, como sospechoso, una planta, un candidato musulmán de Manchuria, alguien dispuesto a «socavar el estilo de vida americano».
Cuando el presidente Obama dijo del joven Trayvon Martin -abatido a tiros por un hombre a quien la policía le dijo que no utilice fuerza letal- «que podría haber sido mi hijo», el infierno se desató. Uno podía imaginar que los ciudadanos de la nación podrían haber sido tocados por la empatía del presidente. En cambio, para ellos esto fue un ejemplo más de «Potus, el enemigo interno».
Juzgar esta presidencia por cualquier parámetro normal es imposible, porque no se le ha permitido ser posible, ser normal. Porque Barack Obama es un hombre negro. La misma razón por la que Michael Brown murió en Ferguson, Missouri. Esa es la verdad y siento tener que decirlo.
Bonnie Greer escribe para The Independent de Gran Bretaña. Especial para Página/12. Traducción: Celita Doyhambéhère
Fuente: http://www.pagina12.com.ar/diario/elmundo/subnotas/260635-70563-2014-11-26.html