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El primer antecedente de la plutocracia

Los mestizos incendiarios y los propietarios

Fuentes: TomDispatch

Traducido del inglés para Rebelión por Carlos Riba García

Breve introducción del autor

«El pasado es un país extranjero. Allí, las cosas se hacen de otra manera.» Así escribió el dramaturgo inglés Harlod Pinter. Qué adecuadas parecen estas palabras cuando se compara nuestra vida en la «segunda Era Chapada en Oro»* que vivimos hoy con cómo se hacían las cosas en la Edad Chapada en Oro original, la de hace un siglo. Es cierto, hay algunas similitudes asombrosas entre los dos momentos, incluso el ascenso al poder del capitalismo de amigotes, el pasmoso crecimiento de la desigualdad, el exilio de la democracia y la propagación de las razones darwinianas para justificar y camuflar la inserción de la plutocracia en las altas esferas de nuestro mundo.

Lo extraordinariamente diferente, sin embargo, es la forma en que los estadounidenses del siglo XIX reaccionaron ante todo esto. Se las arreglaron para crear una especie de sostenida resistencia -económica, política y cultural- a las reglas de la plutocracia, una resistencia sencillamente inimaginable hoy en día. Multitudes de antepasados nuestros se negaron a aceptar que ese capitalismo salvaje fuese su destino y que debían someterse a él sin un atisbo de protesta. En lugar de ello, imaginaron nuevas formas de convivencia más civilizadas y se hicieron dueños de la calle con sorprendente masividad y notable persistencia, incluso frente al poder armado de las corporaciones y el Estado, para hacer valer sus puntos de vista. Cuesta mucho decir lo mismo de nuestro pasado más reciente.

¿Cómo lo hicieron? El novelista estadounidense William Faulkner veía el pasado de una forma diferente a como lo veía Harold Pinter. Así, expresó aquella famosa frase: «El pasado no ha muerto; ni siquiera es pasado». Quienes debieron enfrentarse con las infinitas iniquidades que corrían desenfrenadas en la primera Era Chapada en Oro se opusieron a la explotación y la opresión acudiendo a una variedad de pasados. Allí fueron capaces de encontrar los medios morales, intelectuales e incluso organizativos para desafiar al orden capitalista reinante entonces. Al mismo tiempo, con una creatividad asombrosa para nosotros, su mirada se tendió hacia el futuro para imaginar maneras alternativas de escapar del sino que los señores insistían en señalarles como el correcto e inevitable, anunciando mundos que parecían mucho más atrayentes para cualquiera excepto los plutócratas.

Hoy, estamos ante un doble dilema: ¿Cómo hacemos para lograr que el «país extranjero» de Pinter, ese rico mundo de resistencia al capitalismo que ahora parece perdido en la niebla de los tiempos, sea una parte familiar, cotidiana, de nuestra vida? Y, ¿cómo, haciendo eso, conseguimos que muera de una vez eso que en este momento parece, como lo expresaba Faulkner, estar tan vivo -el cúmulo de brutalidad, caos, desigualdad e injusticia que tanto desfigura el presente-? Mientras pensáis en esto, aquí os traigo una mirada de los dos mundos de las Eras Chapadas en Oro y el abismo que las separa.

 Una revisita a la agitación de la Primera Era Chapada en Oro

[Los siguientes fragmentos han sido extraídos -y ligeramente adaptados- de mi libro The Age of Acquiescence: The Life and Death of American Resistance to Organized Wealth and Power (Little, Brown and Company).]

PRIMERA PARTE: LA GRAN AGITACIÓN

Lo que en Estados Unidos se llamó «The Great Upheaval», el movimiento por las ocho horas, provocó lo que un historiador describió como «un extraño entusiasmo». La huelga sindical normal es un acontecimiento acotado en el tiempo que une a las partes en relación con temas específicos, aunque a veces sean difíciles de resolver. La huelga general de 1866, y antes la de 1877 -todas las grandes huelgas localizadas que surgieron en pueblos y ciudades industriales después de la Guerra Civil y en el siglo XX- fueron de final abierto y de alcance ecuménico.

Lo fue, por ejemplo, la de Baltimore cuando los expertos y bien pagados guardafrenos del ferrocarril de Baltimore y Ohio se declararon en huelga en 1877. Entonces, también lo hicieron los «cajoneros, aserradores y fabricantes de latas, empleados de las tiendas y fábricas de esa ciudad, [quienes] abandonaron su puesto de trabajo y se lanzaron a la calle». Esto, a su vez, «estimuló a los ferroviarios, que cometieron actos más atrevidos». Cuando el gobernador de West Virginia envió a la guardia ligera y la infantería de Berkeley para que reprimieran a los huelguistas en Martinsburg a pedido del vicepresidente del ferrocarril, la milicia no lo hizo y «los ciudadanos del pueblo, la milicia en desbandada y la población rural de los alrededores confraternizaron», lo que animó más aún a los huelguistas.

La dinámica centrífuga de la huelga general fue la característica de este extraordinario fenómeno. Cuando amaneció el tercer día en Martinsburg, los huelguistas habían sido «reforzados en todos los sitios durante la noche por la llegada de trabajadores que no eran del ferrocarril», quienes se habían ocupado de que a las tropas federales que estaban allí les resultara prácticamente imposible reclutar esquiroles que hicieran funcionar los trenes.

El cuarto día, los «mecánicos, artesanos y obreros de todas las ramas de la industria empezaron a mostrar síntomas de inquietud y descontento». Filtrándose cada vez más profundamente en la más hondo de la vida proletaria, por debajo de la clase trabajadora «respetable» de los mineros, los mecánicos y los tripulantes de las gabarras de los canales, asustados observadores informaron de una «una poderosa corriente de pasión y odio» que recorría a una «vasta multitud de haraganes y vagabundos». Y así fue la cosa.

A menudo, las ciudades más pequeñas y poblaciones como Martinsburg eran más propensas a vivir esta arrolladora sensación de solidaridad social que los más grandes centros urbanos (lo que hoy llamaríamos el 99 por ciento). Al principio del gran levantamiento de 1877, la propagación social de la huelga general se realizó a los largo de las líneas troncales del ferrocarril en huelga, pero pronto alcanzó a las localidades y los pueblos a lo largo de las líneas secundarias y a las fábricas locales, los talleres y las minas de carbón según los grupos de huelguistas se trasladaban de un sitio a otro movilizando a la población.

En esos sitios todavía prevalecían las relaciones cara a cara. De ninguna manera se daba por descontado que el antagonismo entre el trabajo y el capital fuera a ser el destino del mundo. La aversión por el nuevo orden industrial y un «sentimiento democrático» unían a trabajadores, comerciantes, abogados y hombres de negocios de todo tipo, consternados todos por el comportamiento de los grandes industriales que muy frecuentemente no vivían es esas comunidades y por lo tanto eran vistos más fácilmente como seres extraños.

No era infrecuente que autoridades locales, como el alcalde de Cumberland, Maryland, apoyaran a los huelguistas. El jefe de la oficina del correo federal de Indianapolis telegrafió a Washington: «Nuestro alcalde es demasiado débil, y nuestro gobernador no hará nada. Se dice que simpatiza con los huelguistas». En Fort Wayne, como en muchas ciudades de su tamaño, la policía y la milicia sencillamente no podían ser tenidas en cuenta para sofocar a los insurrectos. En este mundo, a la propiedad corporativa no se le había concedido el mismo status santificado que en su momento consiguió la propiedad privada. Algunos activos de las empresas fueron totalmente quemados o desmantelados; otras veces, fueron tomados pero no dañados.

Aunque menos frecuentes, hubo grandes ciudades que también fueron testigo de sismos sociales. Las relaciones impersonales eran más comunes en esos lugares; el abismo que separaba las clases sociales era mucho más ancho, y los empleadores más importantes podían contar con que los nuevos gerentes y profesionales de clase media les apoyarían y con una clase dirigente en la que podían confiar.

Aun así, era raro que la gran ciudad fuera una zona desmilitarizada. En Pittsburg, durante la huelga general de 1877, cuando 16 ciudadanos fueron muertos, la ciudad estalló y «toda la población parecía haberse unido a los revoltosos».

«Aunque parezca mentira», escribió un periodista, algunos individuos a quienes «se consideraba personas respetables -comerciantes, dueños de casa, mecánicos adinerados y gente por el estilo- se mezclaron con [el turbulento populacho] y lo animaban a cometer más hechos violentos.» Aquí también, como en localidades más pequeñas, enfurecidos como claramente lo estaban, los huelguistas aún distinguían las propiedades del ferrocarril de lo que era propiedad privada, que era escrupulosamente respetada. Con bastante frecuencia, el impulso de la huelga general fue suficiente para conseguir concesiones en materia de salarios, horas de trabajo o otras condiciones laborales, a pesar de que podían ser provisorias, no incluidas en los contratos y pasibles de ser violadas o ignoradas una vez restablecidos el orden y la ley.

«Ocho horas para hacer lo que queramos»

Los trabajadores de los hornos de ladrillos y los embaladores, los empleados del comercio y los fundidores de hierro, las mujeres judías no calificadas que trabajaban en la costura de calzado y los telegrafistas calificados, los encuadernadores alemanes y los analfabetos porteadores de mercaderías procedentes de Bohemia, todos ellos se unieron bajo la pancarta de los Caballeros del Trabajo o en asociaciones más informales y espontáneas. En realidad, el nombre completo de los Caballeros era la Noble y Sagrada Orden de los Caballeros del Trabajo**, un nombre bastante peculiar que como gran parte del electrizante lenguaje del largo siglo XIX suena poco agradable y exótico en los oídos modernos. Con un pie en el pasado del trabajo manual y el otro tratando de dar un paso más allá de la servidumbre proletaria que les esperaba en el amenazante futuro, la de los Caballeros era la principal expresión organizativa de la huelga general. Era en parte un sindicato, en parte una asociación, en parte una protesta política y en parte una aspiración a una alternativa económica basada en la cooperación.

En todo momento -sobre todo en las ciudades industriales más pequeñas-, los Caballeros confiaron en la vinculación con la comunidad más amplia -familiares, vecinos, comerciantes locales- no solo en el compañerismo en el lugar de trabajo. Como el movimiento populista, en la práctica constituyó un universo social alternativo con salas de lectura, periódicos, sociedades de conferencias, bibliotecas, clubes y cooperativas de producción. Imbuidos de un sentido de lo heroico y lo «laico-sagrado», los Caballeros se veían a sí mismos realizando una misión, haciendo un llamado a los amplios sectores medios de la comunidad local para el rescate del país y la conservación del legado republicano y la dignidad del trabajo productivo.

Este «Orden Sagrado», aunque ambiguo y ambivalente respecto del propósito último, logró aglutinar una profunda resistencia a la totalidad del modo de vida representado por el capitalismo industrial al mismo tiempo que creaba formas de supervivencia dentro de él. De este modo, ofrecía remedios para el día a día -aboliendo el trabajo infantil y el del presidiario, estableciendo impuestos y la propiedad pública de la tierra para asentamientos no especulativos, entre otras cosas-. Pero, sobre todo, transmitió el anhelo por una alternativa, una «comunidad cooperativa» en lugar de la pesadilla hobbesiana en que se había convertido el Progreso.

Transgresivo en su naturaleza, este «extraño entusiasmo» hizo añicos muchas relaciones pueblerinas y las recombinó después. El intenso calor desarrollado por la huelga general fundió esos fragmentos para dar lugar a una mentalidad más audaz y generosa. Todo lo referente a esa mentalidad estaba aún por escribirse. La huelga general tenía un ritmo muy propio, sincopado e impredecible en su propagación como una epidemia, del lugar de trabajo al mercado y del mercado al barrio. A diferencia de la huelga convencional, no tenía un comando centralizado, pero tampoco fue una instancia misteriosa de combustión espontánea. Antes bien, tenía docenas de coreógrafos que dirigían los levantamientos locales y aun así se mantenía lo suficiente mente elástica como para dar unidad a unos y otros sin por ello perder cada uno su identidad. El programa de la huelga general desafiaba cualquier codificación fácil. En determinado momento y lugar, el tema era la libertad de expresarse; en otro, la violencia crónica del capataz; acá, la presencia de los rompehuelgas y matones armados; más allá, los recortes en los salarios.

Sin esfuerzo alguno se pasaba de algo tan prosaico como un cambio en el trabajo a destajo hasta algo tan profundo como la nacionalización de la infraestructura del transporte y la comunicación, pero en el centro de todo seguía estando la exigencia de las ocho horas de la jornada de trabajo. Categórica y profunda, esta exigencia definía para ese momento de la historia tanto el mínimo irrenunciable de una civilización justa y humana como lo que no se podía, ni podría, dar por sentado en el orden de cosas prevaleciente. La Canción de la jornada de ocho horas, que se convirtió en el himno del movimiento, captó esa mixtura entre lo cotidiano y lo trascendente:

«Queremos sentir el brillo del sol,

queremos oler las flores.

Estamos seguros de que esa

era la voluntad de Dios.

 

«Y queremos tener ocho horas.

Obtenemos nuestra fuerza en

astilleros, talleres y molinos.

Ocho horas para trabajar,

ocho horas para descansar,

ocho horas para lo que queramos.»

Cuando el 1 de mayo de 1886 -el «Primero de Mayo» inaugural, que se celebra en la mayoría de los países del mundo menos en Estados Unidos, donde empezó- medio millón de trabajadores se declararon en huelga, los huelguistas lo llamaron el Día de la Emancipación. ¡Qué arcaico suena! Esa retórica exhortatoria ha pasado de moda. El movimiento por las ocho horas de 1886 -y las huelgas generales que le precedieron, acompañaron y siguieron- era un movimiento libertario en la tierra de la libertad dirigido contra una forma de esclavitud que nadie aceptaría ni creería hoy día.

SEGUNDA PARTE: UNA ALDEA POTEMKIN DEL NUEVO RICO

Un feudalismo claramente histriónico fue el utópico refugio de la clase alta. Esto consiste mayormente en un retiro del compromiso activo con el tumulto a su alrededor. Sin embargo, algunos plutócratas, como George Pullman o J.P. Morgan, estuvieron profundamente implicados con todo. Morgan funcionó como un oficioso banco central de la nación, pero desde un punto de vista claramente feudal cuando declaró su famoso «Yo no le debo nada al público».

Otros jefes corporativos, como Mark Hanna, un persona de gran influencia en el Partido Republicano, o August Belmont, que desempeñó el mismo papel en el Partido Demócrata, se implicaron cada vez más en los asuntos de la política (Hanna una vez dijo mordazmente: «En la política solo hay dos cosas importantes; la primera es el dinero, y no puedo recordar cuál es la segunda»). Las maquinarias de ambos partidos ejercitaron cierta independencia inmediatamente después de la Guerra Civil, pidiendo tributo a la clase empresarial. Sin embargo, mientras se acababa el siglo XIX fueron domesticadas y se convirtieron en aguateras de aquellos a quienes una vez habían diezmado. En esta época, los cuerpos legislativos, incluyendo el Senado -también conocido como el «Club de los Millonarios»- se llenaron de factótums del Estados Unidos corporativo.

Sin embargo, a muchos de los nuevos ricos -una clase rentista de señores y cortadores de cupones- les asustaba involucrarse ellos mismos. En lugar de ello, crearon una aldea Potemkin herméticamente cercada dentro de la cual simulaban ser aristócratas con todos los derechos, deferencias y legitimidad asociadas a esa condición social.

Mirando atrás un siglo o más, toda esa elegancia -los bailes de máscaras en las que la elite del Registro Social (los «Patriarcas», de los años setenta del siglo XIX; los «400», de los noventa) se disfrazaba de Enrique VIII y María Antonieta, los sirvientes llevaban librea, se desmontaban castillos enteros en Francia o Italia para volver a montarlos piedra a piedra en la Quinta Avenida, se falsificaban genealogías y escudos de armas, se cazaba con jaurías de perros y se jugaba al polo, se criaba ganado de pedigrí con propósitos decorativos. Se apilaban caóticamente las joyas familiares, los cuadros de los Antiguos Maestros y las alfombras orientales. Estaban los casamientos de «princesas del dólar» con vástagos de la nobleza europea en decadencia y escasos de dinero, los abrevaderos exclusivos en Newport y Bar Harbor, las escuelas preparatorias, los clubes de caballeros cerrados a la plebe, la preocupación por la promoción social que convirtió la posesión de un palco en los teatros de ópera y las salas de concierto en un verdadero torneo a muerte-, todo ese despliegue parecía algo tonto. O más exactamente, todo eso resultaba un comportamiento incongruentemente extraño en la patria de la revolución democrática. Y en cierto sentido lo era.

Después de todo, muchos de esos potentados burgueses de primera y segunda generación acababan de salir de la oscuridad social y de los apuros económicos más desagradables. Su tosquedad de nacimiento era objeto de burla de muchos. Herman Melville observó, «La clase de la gente adinerada es, en conjunto, una banda de brutos cubiertos de oro; el hecho de tener riqueza no les concede distinción ni nobleza». A medida que se incrementaba su importancia social y económica en un grado superlativo -y, junto con eso, los más feroces desafíos a su súbita preminencia- también lo hizo la necesidad de construir delirios de estabilidad y tradición, de sentirse arraigada incluso en los suelos menos sólidos para espesar la frontera de su aislamiento social.

Caroline Astor, más conocida como la «Señora Astor», la gran dama de este mundo, cuyo suegro había empezado como carnicero, se esforzaba explicando cómo podían resolverse esas tensiones, Su vida familiar era descrita así por un observador: «La librea de sus lacayos era una copia exacta de la que se llevaba en el castillo de Windsor y su ropa blanca estaba bordada con emblemas de realeza. En la Ópera, llevaban diadema y en la cena los platos se servían con pretensiones imperiales».

Retratos similares eran los de muchas de las grandes familias dinásticas y sus vástagos: los Gould, Harry Payne Whiney, los Vanderbilt y otros eran pintados de un modo que les hacían muy improbables candidatos a formar una aristocracia socialmente consciente. La misma señora Astor fue una vez vista como una «araña de luces andante» debido a la profusión de diamantes y perlas que estaban prendidas en todos los sitios posibles de su anatomía.

Su pariente John Jacob Astor IV, un conspicuo playboy, fue reprendido junto con sus pares por un pastor episcopal: «Durante años el señor Astor y su grupo de colegas de Nueva York y Newport no han prestado la menor atención a las leyes de la iglesia y el estado que parecen contravenir sus placeres personales o sus sensuales disfrutes. Pero no es posible desafiar a Dios continuamente. El día del juicio se acerca y no llega como lo quisiéramos». Algunos años después Astor se hundió con el Titanic. Otro miembro del clan declinó una invitación del presidente Hayes para hacerse cargo de la embajada en Inglaterra con el argumento de que ese nombramiento violaría el credo familiar: «Trabaja duro, pero jamás después de la cena».

Ward McAllister, mayordomo de «Los 400» intentó algo más coherente desde otro ángulo: «Ahora, con el rápido aumento de ricos, los millonarios son algo demasiado común como para recibir mucha deferencia; una fortuna de un millón es apenas una pobreza respetable», dijo. «Entonces, debemos trazar los límites sociales a partir de otras premisas: viejas conexiones, buena crianza, perfección en todos los requisitos de un gentleman, ocio elegante y una intachable reputación privada cuentan más que la riqueza recién obtenida».

Pero las «viejas conexiones» eran tan nuevas y efímeras como los negocios de ayer y para algunos la «buena crianza» ni siquiera incluía una alfabetización completa ni la aritmética más elemental aunque sí copiosas escupidas; si se quería que las ganancias no fueran escasas, entre los «requisitos de un gentleman» debía estar la astucia en los tratos en el mercado. Y las mareas de la volátil economía estadounidense hacían que no importara lo altas que pudiesen ser las dunas de arena alzadas alrededor del reducto del «dinero antiguo»; serían incapaces de resistir mucho tiempo los embates del nuevo dinero.

«Horrible democracia»

Como lo hizo notar un historiador, aquello no era otra cosa que «un cuento de hadas», una peculiar arcadia de castillos y sirvientes, un homenaje al «ideal de belleza» realizado por un universo social recién salido del cascarón, que intentaba -sin lograrlo- «dejar atrás su origen mercantil». Pero este sueño vital no estaba preparado para las artes y los saberes necesarios para gobernar una sociedad que, en el mejor de los casos, podía encontrar divertida esta farsa y, en el peor, sentirse insultada. Lo que faltaba era una verdadera aristocracia . 

El brahmán de Wall Street Henry Lee Higginson, temeroso de la «horrible democracia» -esa total colección de radicalismos- hizo un llamado a sus colegas para hacerse cargo de la tarea de mando, para hacerla «… más sabia y humanamente que como la han hecho los reyes y los nobles. Nuestra oportunidad es ahora, antes de que el país esté completo y de que la lucha por el pan sea intensa. Yo haría que los caballeros del país lideraran a los nuevos hombres que están tratando de convertirse en caballeros».

Fundamentalmente, el llamado cayó en oídos sordos. Muchos de los receptores de la propuesta eran lobos de mar capitalistas y creadores de dinastías, para quienes la acumulación de dinero era una obsesión devoradora. Si debían hacerlo, aceptaban una autoridad exterior, pero si podían la manipulaban. Pero solo como había sido siempre con sus negocios: como si no existiera. Criado para mantener contento a los políticos, un historiador del Registro Social recuerda haber crecido durante la «gran barbacoa». Fue aleccionado para que pensara la política como algo «remoto, de dudosa reputación e infame, como el comercio de esclavos o el cuidado de un prostíbulo».

Juntos, urdían un mundo apartado del caos comercial, político, sexual, étnico y religioso que amenazaba tragarlos. Una «ciudad blanca» de la clase alta, el reino de la caballerosidad, los códigos de honor y las lealtades fraternas; las buenas maneras, la despreocupación y el individualismo; un laboratorio de narcisista autoindulgencia; un ostensible repudio de los rasgos más visibles del carácter burgués como la prudencia, el ahorro y el trabajo duro en procura de dinero.

Nacidos en una época definida por el vapor, el acero y la electricidad, intentaban amurallarse contra la modernidad en un universo alternativo, en parte medieval, en parte renacentista europeo, y en parte griego y romano antiguo; un remedo de la edad dorada. El largo siglo XIX había dado a luz a una plutocracia no instruida y nada dispuesta a ganarse la confianza y presidir a una sociedad a la que temía. En lugar de ello, la plutocracia prefería actuar como si fuera una aristocracia, confirmando así todas las sospechas populares acerca de las verdaderas intenciones, y formando una sociedad desertora de la sociedad.

La fuerza bruta

La actitud distante y la afectación feudal de la clase alta dejaron en gran menoscabo a las instituciones y medios culturales de la comunidad. La sospecha popular de gobierno autoritario nacida en los cimientos de la nación debilitó enormemente los aparatos del Estado e impidió que el poco desarrollado pasado hiciera un buen pasaje al siglo XX. Todo se limitaba a gobernar con contundencia. El frecuente recurso a la violencia que tanto marcó el periodo era por lo tanto la posición por omisión de una elite gobernante sin preparación alguna para gobernar. Por supuesto, eso no hacía más que agravar el dilema del consentimiento. Quienes sufrían la crueldad de la clase dominante estaban más que preparados para tratar a esa elite tal como ella era descrita; esto es, como aristócratas usurpadores sin pizca de autoridad legítima.

La clase alta estadounidense no constituía una aristocracia con solera; solo podía hacer un remedo de ella. Carecía del anterior sentido de la obligación social, el «nobleza obliga», lo que en el Mundo Antiguo aparecía como un «socialismo conservador» políticamente coherente que funcionaba para suavizar los antagonismos de clase. Pero tampoco amortiguaba el ethos democrático que hoy permite que los miembros de la elite chapada en oro del país se porten como si fueran uno más del pueblo: una farsa suficientemente creíble de populismo plutocrático. En lugar de eso, enfrentados con la animadversión de la masa social, recurrieron al «terror indiscriminado» y otras innovaciones basadas en la tecnología de la metralleta, los ejércitos privados corporativos, las milicias paramilitares, las restricciones electorales, los mandamientos judiciales y los linchamientos. ¿Por qué actuar de otra manera en el trato con la «escoria» de la clase obrera, una comunidad de «mestizos incendiarios»?

Un historiador describió lo ocurrido durante el gran levantamiento como una «directiva en la que se entrelazaban ejecutivos de los ferrocarriles, oficiales militares y funcionarios políticos, constituida en la cima de la nueva elite de poder del país». Después de Haymarket, la alta burguesía se dedicó a la construcción de fuertes; por ejemplo, Fort Sheridan, en Chicago, fue levantado para la defensa contra la «insurrección interna»; las fábricas de armas de Nueva York, hace tiempo convertidas en canchas cubiertas de tenis y salas de conciertos o de teatro, fueron construidas originalmente como respuesta a la rebelión de 1877, para contener a la canalla de la clase trabajadora.

Durante la huelga en las explotaciones de carbón de antracita de 1902, George Baer, presidente del ferrocarril de Filadelfia y Reading y líder de los dueños de las minas, escribió una carta para los medios de prensa: «Los derechos y los intereses de los trabajadores no solo serán protegidos y cuidados por los agitadores laborales… también lo harán los propietarios cristianos a quienes Dios les ha dado el control de los derechos de propiedad de este país». Ante la Comisión del Carbón de Antracita que investigó la airada protesta, Baer declaró, «Esos hombre no sufren. ¿Por qué diablos la mitad de ellos ni siquiera hablan inglés?».

Aunque parezca una ironía, fue en parte gracias a este derramamiento de sangre que comenzaron a aparecer las primeras -aún rudimentarias- formas más complejas de conciencia de clase en esta nueva elite. Desde las aldeas Potemkin, estilo pullman, hasta los intentos más pragmáticos de llegar a un modus vivendi con los movimientos sindicales dispuestos a aceptar sistemas salariales.

Sin embargo, buena parte de sus principales instituciones del escenario político continuaron claramente siendo todavía terreno de disputa. Por un lado, había poderosos intereses que descansaban en las instituciones del Estado tanto para mantener en línea a las «clases peligrosas» como para facilitar el proceso de la acumulación primitiva de capital. Pero un instinto opuesto, propio del capitalismo en su forma más pura, quería un Estado débil e indigente, que no se inmiscuyera donde no era deseado. Debido a esta ambivalencia, el Estado de EEUU era tan notoriamente escuálido, su burocracia era escasa y controlada por el aparato partidario, y atrofiada su eficacia administrativa y ejecutiva.

Ni hay sociedad que viva indefinidamente en un terreno tan poco firme. Incluso antes del gran desenlace de la Gran Depresión [de los años treinta] y la llegada del New Deal ya estaba saliendo a la superficie una respuesta a la cuestión laboral, una que pondría un final a una larga época de anticapitalismo. Esta llegaría a ser la antecámara de la Era de la Asentimiento.

 

Notas:

* «El término fue acuñado por el escritor Mark Twain en ‘The Gilded Age: A Tale of Today’ (‘La edad chapada en oro: un cuento de hoy’), de 1873, que satirizaba una era de serios problemas sociales, enmascarados por una fina capa de oro.» (N. del T. extraída de Wikipedia)

** En inglés: «the Noble and Holy Order of the Knights of Labor». (N. del T.)

Steve Fraser es historiador, compilador, escritor y colaborador habitual de TomDispatch. Su libro más reciente es The Age of Acquiescence: The Life and Death of American Resistance to Organized Wealth and Power, del cual se han extraído los pasajes presentados más arriba. Entre sus anteriores libros está Every Man a Speculator: a History of Wall Street in American Lifeand Wall Street: America’s Dream Palace. Fraser es cofundador del proyecto American Empire.

Pasajes extraídos del libro The Age of Acquiescence… de Steve Fraser. Copyright © 2015 Steve Fraser, reproducidos aquí con autorización de la editorial Little, Brown and Company.

Fuente: http://www.tomdispatch.com/post/175976/tomgram%3A_steve_fraser%2C_mongrel_firebugs_and_men_of_property/#more