Hace sesenta años, una bomba atómica fue lanzada sin advertencia sobre el centro de la ciudad japonesa de Hiroshima. Ciento cuarenta mil personas murieron, más del 95% de ellas, mujeres, niños y otros no combatientes. Al menos la mitad de las víctimas murió por envenenamiento radiactivo durante los meses siguientes al bombardeo. Tres días después […]
Hace sesenta años, una bomba atómica fue lanzada sin advertencia sobre el centro de la ciudad japonesa de Hiroshima. Ciento cuarenta mil personas murieron, más del 95% de ellas, mujeres, niños y otros no combatientes. Al menos la mitad de las víctimas murió por envenenamiento radiactivo durante los meses siguientes al bombardeo. Tres días después de la aniquilación de Hiroshima, la ciudad de Nagasaki sufrió un destino similar.
La magnitud de la matanza fue enorme, pero el 14 de agosto de 1945 -sólo cinco días después del bombardeo de Nagasaki- Radio Tokio anunció que el emperador japonés había aceptado los términos de la rendición ante los EE.UU. Para muchos norteamericanos de la época, así como para muchos aún en la actualidad, parecía claro que la bomba había puesto fin a la guerra e incluso había «salvado» un millón de vidas que se podrían haber perdido si los EE.UU. se hubieran visto obligados a invadir el territorio japonés.
Este poderoso relato se enraizó rápidamente y ahora está profundamente enclavado en nuestro sentido histórico de quiénes somos como nación. Hace una década, en el 50° aniversario, este relato fue respaldado en una exposición del Instituto Smithsoniano sobre el Enola Gay, el avión que lanzó la primera bomba. La exposición, que había sido objeto de un duro debate político, le presentó a casi 4 millones de norteamericanos una visión aprobada oficialmente de los bombardeos atómicos que nuevamente los describía como un acto necesario en una guerra justa.
Pero, aunque patrióticamente correcta, la exposición y el relato sobre el cual se basó eran históricamente inexactos. Por ejemplo, el Smithsoniano minimizó las bajas, diciendo sólo que las bombas «causaron muchas decenas de miles de muertos» y que Hiroshima era «definitivamente un blanco militar».
También se le dijo a los norteamericanos que el uso de las bombas «condujo a la inmediata rendición del Japón e hizo innecesaria la planeada invasión de las islas del territorio japonés». Pero eso no es tan cierto. Tal como lo ha demostrado categóricamente Tsuyoshi Hasegawa en su nuevo libro, «Racing the Enemy» («Compitiendo con el enemigo») -y como muchos otros historiadores han afirmado desde hace tiempo- fue el ingreso de la Unión Soviética en la guerra del Pacífico el 8 de agosto, dos días después del bombardeo de Hiroshima lo que constituyó el impacto final que llevó a la capitulación japonesa.
La exposición del Enola Gay también repitió cosas absolutamente falsas, como la afirmación de que «se arrojaron volantes especiales sobre las ciudades japonesas», advirtiendo a los civiles para que evacuaran. El hecho es que sí se arrojaron volantes de advertencia acerca de la bomba atómica sobre ciudades japonesas, pero sólo después de que Hiroshima y Nagasaki habían sido destruidas.
La dura verdad es que los bombardeos atómicos fueron innecesarios. Tampoco se salvó un millón de vidas. De hecho, McGeorge Bundy, el hombre que popularizó originalmente esta cifra, confesó posteriormente que la había sacado de la nada para justificar los bombardeos en un ensayo para una revista de Harper de 1947 que él había escrito para el secretario de guerra, Henry L. Stimson.
La bomba fue lanzada sobre «un enemigo esencialmente derrotado», según dijo J. Robert Oppenheimer, director científico del Proyecto Manhattan, en noviembre de 1945. El presidente Truman y su asesor más cercano, el secretario de estado James Byrnes, la usaron de manera bien explícita, en primer lugar, para prevenir que los soviéticos participaran en la ocupación de Japón. Y la usaron el 6 de agosto aun cuando habían quedado de acuerdo entre ellos mismos, mientras regresaban a casa luego de la Conferencia de Postdam del 3 de agosto, en que los japoneses estaban buscando la paz.
Estos desagradables hechos históricos fueron censurados de la exposición de 1995 en el Smithsoniano, hecho que debería preocupar a todos los norteamericanos. Cuando un gobierno expone una visión aprobada oficialmente en lugar de una historia sujeta a debate público, la democracia se ve mermada.
Hoy, en la era posterior al 11 de septiembre, es de crucial importancia que los EE.UU. confronten la verdad acerca de la bomba atómica. Por ejemplo, los mitos que rodean a Hiroshima han hecho posible que nuestro establishment de defensa argumente que las bombas atómicas son armas legítimas que tienen cabida en el arsenal de una democracia. Pero si, como dijo Oppenheimer, «son armas de agresión, de sorpresa y de terror», ¿cómo podría recurrir una democracia a dichas armas?
Poco después de Hiroshima, Oppenheimer comprendió que, en último término, estas armas amenazarían nuestra propia supervivencia.
Proféticamente, él incluso nos advirtió acerca de lo que es ahora nuestra peor pesadilla nacional -y el sueño tantas veces expresado de Osama bin Laden-: una bomba atómica en un maletín, transportada hasta el interior de una ciudad norteamericana: «Por supuesto que podría hacerse», le dijo Oppenheimer a un comité del Senado, «y así alguien podría destruir Nueva York».
Irónicamente, los mitos de Hiroshima ahora están motivando a nuestros enemigos a atacarnos con la misma arma que inventamos. Bin Laden se refiere repetidamente a Hiroshima en sus divagantes discursos. Él cree que fueron los bombardeos atómicos los que impactaron al gobierno imperial japonés y lo llevaron a una pronta rendición. Y, según dice, él mismo está planeando un ataque nuclear contra EE.UU. que nos impactará de manera similar, forzando nuestra retirada del Medio Oriente.
Por último, los mitos de Hiroshima han dado origen gradualmente a un unilateralismo norteamericano surgido de la arrogancia atómica.
Oppenheimer nos advirtió de este «despreciable sentido de omnipotencia». Él observó que «si uno aborda el problema y dice: ‘Sabemos lo que es correcto y nos gustaría usar la bomba atómica para convencerte de que estés de acuerdo con nosotros’, entonces uno está en una posición muy débil que no tendrá éxito… Uno se encontrará usando la fuerza de las armas para tratar de prevenir un desastre».
Kai Bird y Martin J. Sherwin, son autores de «American Prometheus: The Triumph and Tragedy of J. Robert Oppenheimer» («Prometeo Americano: El triunfo y tragedia de J. Robert Oppenheimer») publicado este año por Knopf.
Enlace original:
http://www.latimes.com/news/printedition/opinion/la-oe-bird5aug05,1,3878433.story
Traducido por Felipe Elgueta Frontier, http://www.puertachile.cl