No cabe duda de que los ataques terroristas del 11 de septiembre cambiaron de manera definitiva la presidencia de George W. Bush. El presidente y sus asesores vieron en esos trágicos sucesos la oportunidad dorada para tomar niveles de poder que Bush no había ganado en las dudosas elecciones y para dar a su presidencia […]
No cabe duda de que los ataques terroristas del 11 de septiembre cambiaron de manera definitiva la presidencia de George W. Bush. El presidente y sus asesores vieron en esos trágicos sucesos la oportunidad dorada para tomar niveles de poder que Bush no había ganado en las dudosas elecciones y para dar a su presidencia un nuevo rumbo de dominación mundial. Ya se sabe que la administración Bush (sobre todo el Pentágono y la Casa Blanca) aprovechó esa coyuntura para proseguir metas que habían definido desde el inicio de su presidencia, sobre todo el derrocamiento del gobierno de Sadam Hussein; pero no se habían atrevido a iniciar hasta aquel día trágico.
Una característica del pueblo estadounidense, debido a su poco sentido histórico, es que tiende a vivir de sus mitos nacionales, y sobre todo apelar a su mitología patriotera en momentos de crisis. Los ataques del 11 de septiembre, además de derrumbar las Torres Gemelas, derrumbaron algunos mitos muy arraigados en la ideología implícita de la nación. Un mito era la invulnerabilidad del país frente a todo ataque extranjero. Hasta entonces, todas sus guerras, después de la guerra civil del siglo XIX, se habían realizado dentro de otros países, fuera de las fronteras del territorio estadounidense. Ni una sola batalla había ocurrido, ni una sola bomba había caído, dentro del país. Pero ahora, de repente, el pueblo se sentía terriblemente amenazado, dentro de sus propias casas.
Otro mito ha sido, y sigue siendo, la axiomática superioridad de los Estados Unidos sobre todos los demás pueblos y todas las demás naciones y, básicamente, la inherente confiabilidad de su gobierno. Su país representa el sistema democrático insuperable, el modelo para el resto del planeta. Esa superioridad no es sólo política sino también moral y cultural. Sería muy excepcional encontrar un norteamericano que pensara que otro país pudiera ser mejor que el suyo, pues es casi universal el mito de la intachable virtud y bondad inigualable de su país. Ante ese mito, los ataques les plantearon una pregunta muy angustiosa: ¿por qué hay gente que nos odia tanto?
Desde su primera respuesta, el mismo día de los ataques, era evidente que el presidente Bush, en vez de confrontar las realidades históricas, apelaría con terquedad, simplismo y vulgar seudoelocuencia a esa mitología nacional. Tal proyecto se le vuelve una tarea cada vez más desesperada, pero en ningún momento Bush abandona su terreno mitológico. Como una especie de John Wayne ideológico, se ha convertido en el Mitificador-en-jefe de la nación. El problema es que el mundo mitológico en que él vive choca cada día más con las realidades históricas.
Hace muchos siglos, en Jerusalén, ocurrió algo aun peor que el 11 de septiembre: Por muy terribles y reprobables que sean los ataques del 11 de septiembre, no fueron los peores de la historia humana. Nos conviene compararlos con la destrucción de Jerusalén en 587 a.C. por Nabucodonosor (y en 721 a.C, la destrucción de Samaria por Asiria y el cautiverio del reino del norte). No sabemos cuántas personas murieron en esos ataques salvajes; quizá fueron más que los de las Torres Gemelas, o posiblemente menos. Pero lo más trágico y nefando fue la profanación del sagrado templo, su saqueo y total destrucción. En cambio, los talibanes de septiembre no atacaron a ninguna iglesia o sinagoga, ni tuvieron intenciones de hacerlo. Tampoco ellos derrocaron al gobierno del país ni llevaron a nadie al cautiverio, como pasó primero con Samaria y después con Jerusalén.
Entonces es apropiado, y crucialmente importante, preguntarse ¿cómo respondieron los antiguos profetas a esos acontecimientos? Lo primero que nos llama la atención es que no respondieren con un mensaje de odio ni de venganza. Al contrario, afirmaron que la culpa más profunda era la del mismo pueblo de Israel, no de los enemigos que los habían atacado y destruido. Al contrario, reconocieron que la catástrofe nacional era resultado de los siglos de injusticia e idolatría del pueblo; eran acciones de Dios ante el pecado de ellos. Cuando Sargón II y sus tropas destruyeron Samaria, Isaías llegó a llamarlos «Oh Asiria, vara y báculo de mi furor» contra «una nación pérfida» (¡Israel! Isaías 10:5-7). A Nabucodonosor, destructor de Jerusalén y del templo, Dios lo llama «mi siervo» (Jer 25:29; 27:6). ¡Es como si George Bush dijera: «Los talibanes, instrumento de Dios, y Osama bin Laden, siervo del Señor»!
Los profetas hebreos ponían el dedo en la llaga moral de la nación, mientras los falsos profetas decían «paz, paz; el templo, el templo» para tranquilizar al pueblo. Los verdaderos profetas desenmascaraban y denunciaban esa falsa seguridad, sobre todo cuando descansaba en la fuerza de las armas. Durante mucho tiempo antes de la caída de las dos ciudades capitales, del reino del norte y del reino de sur, los profetas venían advirtiendo a Israel que su prosperidad era un engaño y su idolatría sería juzgada por el Dios de la justicia, el Dios de los pobres y las víctimas de aquella sociedad. Antes de la crisis, como durante ella, los profetas llamaban a la nación a un arrepentimiento sincero ante Dios.
Todo lo contrario ha sido el mensaje de George Bush. En realidad, el presidente perdió una oportunidad única para reconocer ante el pueblo y ante el mundo los muchos y graves pecados de su nación contra otros países y pueblos. Si hubiera mostrado la debida humildad, si hubiera reconocido que él mismo y sus antecesores en la Casa Blanca habían cometido ofensas y hasta atrocidades contra los pueblos árabes y contra Irak en particular, podría haber logrado mucho para neutralizar el odio, en gran parte justificado, contra su país. ¿Qué tal si Bush hubiera pedido perdón a Irak y al mundo porque fue el gobierno de Ronald Reagan el que patrocinó el régimen de Sadam Hussein en sus peores momentos? Un acto así de arrepentimiento podría haber debilitado significativamente a Osama bin Laden y a Al Qaeda. Podría haber iniciado procesos de transformación y sanación en las relaciones internacionales. Y el presidente, que se tilda de evangélico, habría actuado cristianamente. Pero George Bush no supo humillarse y arrepentirse; sólo supo declarar una guerra de venganza y conquista.
No sólo no llamó a su país a arrepentirse en ningún momento, sino que desde un principio y constantemente les ha dicho que son un pueblo tan bueno que no tienen ninguna culpa y, por ello, nada de qué arrepentirse. Inmediatamente después de los ataques, Bush declaró inocente a su país como el país más pacífico de la tierra. Un mes después, en una conferencia de prensa el 15 de octubre, confesó: «Me confunde ver que haya tanto malentendido de lo que es nuestro país, y que la gente nos pueda odiar… Simplemente no puedo creerlo, porque yo sé cuán buenos somos. Tenemos que hacer un mejor trabajo al representar a nuestro país ante el mundo. Tenemos que explicar mejor a la gente del Medio Oriente, por ejemplo, … que es sólo contra el mal que estamos luchando, no contra ellos». Igual que los falsos profetas, Bush ha insistido ciega y tercamente en la supuesta virtud e inocencia intachable del pueblo norteamericano.
En varias ocasiones, Bush ha ensalzado con especial énfasis la nobleza, altruismo y valor moral de los militares de su país. En su sensacional visita al portaaviones Abraham Lincoln (1° de mayo de 2003) exclamó, lleno de idealismo, «cuando contemplo a los miembros de las fuerzas militares de los Estados Unidos, veo lo mejor de nuestro país» y declaró que con el triunfo estadounidense se había terminado la tortura en Irak. Por supuesto, no tenía cómo imaginar el escándalo que vendría a desatarse después, de bestiales torturas por los mismos interrogadores militares de su propio ejército. Pero sin tener que ser clarividente y anticipar el futuro, Bush debió haber recordado las atrocidades de la guerra de Vietnam, los abusos sexuales de los militares en la base de Palmerola en Honduras y los constantes escándalos sexuales en las fuerzas militares de su país que él tanto elogiaba (una reciente encuesta de graduadas de la Academia de las Fuerzas Aéreas en Colorado Springs reveló que el 12% de ellas habían sido violadas sexualmente o sufrido intentos de violación; de las 579 mujeres de la Academia, casi un 70% había sufrido acoso sexual). También Bush debió haber sabido más sobre el sistema penitenciario de su país, con muchos abusos y el uso frecuente de tortura, dentro de los mismos Estados Unidos. Por todo eso, no deben sorprendernos en absoluto las últimas revelaciones de torturas en Irak.
El colmo de esta impenitencia empedernida de George Bush ha sido su reacción ante la revelación de los brutales y vergonzosos tratos de agentes estadounidenses contra presos iraquíes en Abu Ghraib y otros lugares. Obligado por el escándalo internacional que provocaron las fotos de las groseras torturas cometidas, su primera respuesta fue minimizar engañosamente la ofensa, desasociarse de ella y reafirmar el mito de la virtud nacional: «Estos actos», dijo, «son detestables y no representan a los EE.UU» (1° de mayo de 2004). Repitió también por la televisión iraquí una frase muy típica suya: «Esas acciones no representan a la América que yo conozco» (quién sabe cuál será la América que habrá conocido este heredero mimado de una dinastía de millonarios).
Como esa respuesta no satisfizo a la opinión mundial, ni a muchos de sus propios conciudadanos, después, en una entrevista con el Rey Abdullah (6 de mayo de 2004), Bush repitió que las fotos le causaban asco y dijo que lamentaba mucho («I’m sorry») lo que habían sufrido los presos y sus familias; pero después agregó, fiel a su mito, «lamento igualmente («I’m equally sorry») que esas fotos dieran una falsa impresión de la verdadera naturaleza y el corazón de nuestro país». Se cuidó mucho de no reconocer ninguna culpa, tampoco disculparse ni pedir perdón. Al contrario, después se jactó de no haber perdido perdón. El 26 de mayo recibió en la Casa Blanca a un grupo de comunicadores religiosos y les dijo con orgullo: «Nunca pedí disculpas al mundo árabe» («I never apologized to the arab world»).
Las diferencias entre profetas falsos y profetas verdaderos: En la historia de Israel, los falsos profetas siempre acompañaban a los verdaderos siervos de Yahvéh. Por eso, las Escrituras nos dan criterios bastante claros para el discernimiento de espíritus proféticos. Pueden resumirse bajo varios principios claves:
1) Los verdaderos profetas llaman al pueblo al arrepentimiento; los falsos profetas dan una falsa tranquilidad al pueblo, para que siga en su pecado.
2) Los verdaderos profetas juzgan las políticas nacionales y las prácticas sociales en el nombre de Yahvéh; los falsos profetas legitiman esas políticas para dar un aval religioso a la injusticia y a los intereses creados. El Dios de los falsos profetas es manipulable, para el servicio de nuestros proyectos; Yahvéh, en cambio, nunca se deja manipular por nadie.
3) Los verdaderos profetas denuncian la hipocresía del culto religioso sin justicia; los falsos profetas apelan a la religiosidad en lugar de la práctica de la justicia. El verdadero profeta dice: «Practican la injusticia, y peor todavía, se atreven a presentarse ante Dios con sangre sobre sus manos». El falso profeta niega el pecado o dice «no son perfectos, pero por lo menos son muy religiosos y observan el culto».
4) Los verdaderos profetas detectan y denuncian la idolatría; los falsos profetas la condonan y la practican con una fórmula de «Yahvé, pero Baal también» (cf. 1 Reyes 18:21). Jesús dijo, «Nadie puede servir a Dios y a las riquezas» (Mateo 6:24; Lucas 16:13).
5) Los profetas verdaderos denuncian la violencia y la confianza en la fuerza; los falsos profetas confían en las armas y justifican la violencia. «No os escucharé», dijo Dios a los poderosos, porque «vuestras manos están llenas de sangre» (Isaías 1.15).
6) Los profetas verdaderos llaman al pecado por su nombre; los falsos profetas inventan eufemismos y metalenguajes para esconder la realidad de injusticia y violencia. «Ay de los que a lo malo dicen bueno, y a lo bueno malo», dictaminó el profeta Isaías (5:20). Los verdaderos profetas denuncian y desenmascaran el lenguaje engañoso de las mitologías oficiales del sistema.
Conclusión: Todos estos criterios de la verdadera profecía y la falsa nos dan importantes orientaciones para nuestras decisiones políticas hoy y, específicamente, para medir bíblica y cristianamente al gobierno de George W. Bush y sus tan publicitadas pretensiones de fe cristiana.
Es una coincidencia, pero muy significativa, que las Sagradas Escrituras narren también acerca de una torre, la de Babel, que nos ayuda a entender mejor el caso de esas otras torres, las Torres Gemelas de Nueva York. Como el mismo nombre da a entender, «Babel» alude a Babilonia, la región de Ur de los Caldeos, de donde emigraron Abraham y Sara. En el relato de Génesis 11, «Babel» poseía ventajas tecnológicas y aspiraba a imponerse sobre todos sus vecinos. Pero Dios se opuso a ese proyecto expansionista e imperialista, y con Abraham y Sara introdujo el proyecto de su gracia y salvación, «para bendición de todas las naciones».
En toda la Biblia, hasta el libro del Apocalipsis, Babilonia simboliza a la superpotencia opresora que intenta dominar y explotar a sus vecinos. «Babel» era también Egipto, Asiria, Siria, Grecia y, al final, Roma. Toda la Biblia denuncia a esas «Babilonias», levanta canciones de protesta contra ellas (Ezequiel 26-28; Isaías 13; 34; Apocalipsis 18) y anuncia el juicio divino sobre todas las Babilonias, habidas y por haber.
Cualquier parecido entre la torre de Babel y las Torres Gemelas, símbolo del «Proyecto del nuevo siglo americano», ¿será pura coincidencia?
Con los criterios de la profecía hebrea y todo el mensaje bíblico, cada cristiano y cada cristiana tienen la obligación de decidir por sí mismos frente a este momento histórico y actuar como corresponde. Lo primero no debe ser demasiado difícil; lo segundo cuesta más, pero es el único camino para discípulos fieles al Señor de la historia, el Príncipe de Paz.-
Juan Stam es teólogo norteamericano radicado en Costa Rica. Más artículos de este autor en www.puertachile.cl