El otro día un niño de doce años murió a consecuencia de una muela mala. No vivía en Bangla Desh, Sierra Leone o Haití. Deamonte Driver vivió y murió en el condado de Prince George, a poca distancia de la capital del país rico más poderoso, más tecnológicamente avanzado y más socialmente injusto del mundo.En […]
El otro día un niño de doce años murió a consecuencia de una muela mala. No vivía en Bangla Desh, Sierra Leone o Haití. Deamonte Driver vivió y murió en el condado de Prince George, a poca distancia de la capital del país rico más poderoso, más tecnológicamente avanzado y más socialmente injusto del mundo.
En unas pocas oraciones sucintas e hipotéticas, la reportera de The Washington Post May Otto («Por Falta de un Dentista», 28 de febrero), contó lo que le sucedió a Deamonte:
Si su madre hubiera tenido seguro.
Si su familia no hubiera perdido su Medicaid.
Si no costara tanto trabajo encontrar un dentista de Medicaid.
Si su madre no hubiera estado ocupada buscando un dentista para su hermano, que tenía seis dientes podridos.
Para cuando la muela de Deamonte recibió alguna atención, las bacterias del absceso se habían extendido a su cerebro, dijeron los médicos. Después de dos operaciones y más de seis semanas de cuidados hospitalarios, el muchacho del condado de Prince George murió.
El caso de Deamonte Driver no es una tragedia aislada, sino un reflejo de las desastrosas brechas en nuestro sistema de cuidados de salud y los huecos enormes en la red social de seguridad que han provocado un asalto derechista durante décadas a los programas para los enfermos, los pobres y los vulnerables. En una excelente serie de artículos investigativos, The Washington Post ha reportado la manera en que el gobierno no ha sido capaz o no ha estado dispuesto a brindar un cuidado decente y digno a los veteranos de guerra norteamericanos heridos que reciben tratamiento como pacientes ambulatorios en el Centro Médico Walter Reed de Washington, D.C.
¿Extraña a alguien que un niño negro pobre con dolor de muelas caiga entre las grietas del sistema en una sociedad que brinda mal cuidado y desastrosas condiciones de vivienda a los soldados heridos que cada día son saludados como los héroes de la nación?
Ese problema será solucionado debido al escándalo provocado por la cobertura de los medios. Ahora la noticia verdaderamente mala es que Bush no ha terminado de hacer daño a nuestro maltrecho sistema de salud o a la salud de los norteamericanos.
El primero de los dos ataques pendientes golpea al Programa Estatal de Seguro de Salud de los Niños (SCHIP son sus siglas en inglés), el cual el Presidente está recortando a fin de gastar dinero en otra prioridades, tales como hacer permanentes los descuentos de impuestos a los ricos y financiar la cada vez más cara guerra de Irak, SCHIP brinda cobertura de salud a seis millones de niños (y en algunos estados a algunos de sus familiares) pertenecientes a familias de bajos ingresos que están justo por encima del límite de pobreza.
El manifiesto ataque contra SCHIP es un elemento más en la guerra de clases que libra esta administración en contra de los menos privilegiados. La segunda herida a la salud de los norteamericanos, que pronto será perpetrada por la administración Bush, se ubica en una categoría diferente: la guerra contra la ciencia y el interés público, a favor de las ganancias corporativas. Implica la aplicación de una de las nuevas reglas favorables a las corporaciones que esta administración y sus ejecutivos designados han ideado para quitar el filo a las regulaciones.
Obligada por un nuevo mandato de la Casa Blanca, la Administración de Alimentos y Medicamentos (FDA por sus siglas en inglés) está lista para aprobar el uso de una potente clase de antibióticos para el tratamiento del ganado. La decisión presenta riesgos para la población humana, según muchos científicos, incluyendo la mayoría de los propios expertos de la FDA. La razón para oponerse es que los fármacos en cuestión ofrecen el único tratamiento eficaz para humanos en contra de infecciones que se han hecho resistentes a otros medicamentos. El uso de estos tipos de medicamentos en el ganado presenta el peligro de que las bacterias resistentes muten y pasen a los humanos. En ese caso, los médicos no dispondrían de antibióticos eficaces para combatir las nuevas cepas, lo que presentaría un riesgo de muerte para un desconocido número de pacientes, pero una cifra potencialmente grande.
No se puede confiar en esta administración, cuyas prioridades se demuestran cada día con estos y otros ejemplos. La única respuesta posible es una amplia y fiera resistencia a cualquier intento de hacer aún más daño por parte de Bush y sus secuaces.
Sin embargo, en el futuro cercano hay alguna esperanza de que un nuevo liderazgo comience a enfrentar el problema del acceso al cuidado de salud y, especialmente, esa reforma verdadera puede que encuentre terreno fértil en el pueblo norteamericano.
Los principales contendientes por la nominación demócrata al menos están hablando de la cobertura universal de cuidados de salud. Uno de ellos, John Edwards, hasta ha propuesto un plan. Una reciente encuesta New York Times/CBS News descubrió que una mayoría de norteamericanos cree que el gobierno federal debe garantizar el seguro de salud a todos y está dispuesta a pagar impuestos más altos para alcanzar ese objetivo.
Sin embargo, aún hay muchos obstáculos para llegar a transformar nuestro maltrecho sistema de cuidados de salud y hacerlo decente, justo y eficiente. A fin de evitar que las transformaciones se hagan realidad, los grandes intereses, comenzando con las compañías de seguros, movilizarán y darán enormes recursos para la compra de capital político en Washington. Esas personas no escatimarán ningún truco ni renunciarán a ninguna táctica, no importa cuán ruin. Después de todo, están en juego colosales ganancias. Tratarán de atemorizar y engañar al pueblo norteamericano por medio del gasto de una pequeña fortuna en publicidad en los medios. Los beneficiarios del status quo plantearán una y otra vez la pesadilla de la «medicina socializada», presentarán historias terroríficas de Canadá y Gran Bretaña y promoverán el temor de que los norteamericanos perderán su derecho a seleccionar a su médico.
¿Tendrán éxito de nuevo los que obstaculizan el cambio, como hicieron en 1992 cuando Hillary Clinton intentó vender una versión de reforma del sistema de cuidados de salud, a pesar de que era muy defectuosa? ¿O está listo de tal manera el sentimiento del público a favor del cambio que incluso «el mejor Congreso que el dinero puede conseguir» tendrá que enfrentarse a los intereses creados? Quizás el peor resultado sea un compromiso que produzca un sistema tan lastrado por el acomodo hacia las compañías de seguros y otros intereses que no pueda solucionar el problema, sea económicamente ruinoso y dé un mal nombre a la medicina socializada.
La lección del intento fallido de reforma de Hillary Clinton hace quince años es que uno nunca puede ceder suficientemente a las presiones como para satisfacer a los intereses creados en el sector del cuidado de salud. En su lugar, si se quiere establecer un sistema serio de cuidados de salud que cubra a todos a un costo que la nación puede pagar, hay que enfrentarse a los intereses creados y derrotarlos, no tratar de aplacarlos. Romper el espinazo del complejo seguros-médico-farmacéutico es realmente una dura tarea, en especial en un sistema político tan completamente contaminado por el dólar todopoderoso.