Las protestas antirracistas iniciadas en Estados Unidos a partir del brutal asesinato de George Floyd en mayo, que rápidamente encontraron eco en todo el mundo, hunden sus raíces en lo más profundo de la historia de nuestro continente. Una historia que es, también, la del desarrollo del sistema capitalista.
Old pirates, yes, they rob I
Sold I to the merchant ships
Minutes after they took I
From the bottomless pits
But my hand was made strong
By the hand of the Almighty
We forward in this generation
Triumphantly
Redemption Song, Bob Marley and The Wailers
En mayo de 2020 el asesinato del afroamericano George Floyd a manos de la policía de Minneapolis desató, en Estados Unidos, una importante oleada nacional de protestas antirracistas bajo la consigna Black Lives Matter, con réplicas en todo el globo.
Estas protestas no solo tuvieron una importante continuidad a lo largo del tiempo y veloz extensión en el territorio, sino que además resistieron a fuertes embates represivos tanto por parte del Estado como de grupos ultraderechistas y «supremacistas blancos» (alineados con el presidente Trump), que ya provocaron varias muertes.
Por otra parte, desde mayo se repitieron varios nuevos casos de asesinatos de afromericanos a manos de la policía en distintos puntos del país, reavivando las protestas. La multiplicación de los choques en las calles entre ambos bandos (y la amenaza de un salto en su violencia por el uso de armas de fuego, especialmente en manos de los sectores racistas) aumenta fuertemente la tensión política existente en el país.
Más allá de las cuestiones coyunturales, sin embargo, resulta indiscutible que los acontecimientos de los últimos meses volvieron a poner sobre la mesa cuestiones históricas, como la opresión sobre las personas negras en Estados Unidos, la violencia policial y la existencia de un entramado racista de instituciones y relaciones económico-sociales. En este artículo queremos regresar sobre el origen histórico de todo lo anterior: la institución de la esclavitud en América y EE. UU.
La esclavitud en la América colonial
Esta historia comienza en el siglo XVI, con la colonización europea del continente americano. Potencias de la época como España y Portugal descubrieron que el «nuevo continente» albergaba importantes reservas de metales preciosos, y que sus condiciones climáticas hacían posible cultivar productos agrícolas muy demandados en Europa. Esto abría grandes oportunidades para obtener beneficios económicos a través de la exportación de materias primas.
Pero aprovechar a gran escala esta oportunidad requería del suministro masivo y permanente de mano de obra para trabajar en la minería, las plantaciones, los ingenios y la construcción. Para resolver esta necesidad, los europeos inicialmente recurrieron a la explotación de las poblaciones originarias de América, bajo formas de trabajo forzado como la encomienda.
A lo largo del siglo XVI, sin embargo, la población nativa sufrió un importantísimo derrumbe demográfico: estudios señalan que la población americana se redujo de aproximadamente 60 millones de personas en 1500, a alrededor de 6 millones en 1600, extinguiéndose el 90% de la población. Esta catástrofe ocurrió en parte por las guerras de conquista y por la superexplotación que los originarios sufrían a manos de los conquistadores (imposibilitando su propia subsistencia y reproducción), pero principalmente por las enfermedades que los europeos trajeron consigo y para las cuales los americanos no estaban inmunizados –por la falta de contacto entre continentes durante decenas de miles de años–. El colapso demográfico fue tan marcado que inclusive llevó a la corona española a prohibir la esclavitud indígena en sus territorios, a través de las Leyes Nuevas de 1542. La explotación indígena continuó entonces bajo otras formas (entre ellas, el sistema de mita utilizado en la minería en Potosí desde 1570) reconvirtiendo una institución ya existente en la época incaica.
Pero en muchos lugares de América la mano de obra originaria ya no era suficiente para abastecer los emprendimientos económicos a gran escala de los europeos. En esas condiciones, los colonizadores recurrieron cada vez más sistemáticamente a la compra de esclavos africanos: este era especialmente el caso de las plantaciones en Brasil y el Caribe.
Los africanos poseían, en comparación con los nativos americanos, una mayor inmunidad frente a varias enfermedades, lo que aumentaba su esperanza de vida y por lo tanto el beneficio económico obtenido por sus propietarios. Es posible, también, que los africanos poseyeran una mayor resistencia al tipo de trabajo impuesto por los europeos, tanto por su contextura física como por el tipo de formaciones socio-económicas de las que provenían. De esta forma, los africanos fueron traídos a América por sus aptitudes óptimas como fuerza de trabajo productora de riqueza, como componente humano del proceso productivo cuyos frutos quedaban en manos de los propietarios del capital (de las tierras, las maquinarias y de los propios esclavos). Un criterio de racionalidad económica en el que pueden vislumbrarse elementos de la lógica capitalista moderna.
Pero ¿cómo se garantizaba el suministro de esclavos africanos? Ya en la década de 1450 la corona de Portugal había conseguido la aprobación de la Iglesia Católica (a través de dos bulas papales) para conquistar territorios en África y tomar como esclavos a sus habitantes «paganos» e «infieles» (musulmanes). Estos eran considerados inferiores por la mentalidad europea, tanto desde el discurso propiamente religioso con el «civilizatorio» (heredado por Occidente desde el mundo greco-romano): la sociedad cristiana europea sería superior por estar regida por la ley y las «buenas costumbres», por su devoción al trabajo, por su inteligencia y educación (mientras que el no-cristiano sería un «salvaje» o un «bárbaro», es decir, alguien que está por fuera de la civilización, más cercano a la condición animal, ajeno a toda ley, sin capacidad de razón y sin voluntad de trabajo). Por lo tanto, la esclavitud estaría justificada por causas naturales (Aristóteles) e inclusive, desde el punto de vista de la Iglesia Católica, podía tener como fin evangelizar a sus víctimas.
Bajo esta cobertura ideológica, los comerciantes portugueses comenzaron a realizar expediciones costeras para capturar africanos y venderlos como esclavos en Europa y el Mediterráneo. Hacia fines del siglo XV, sin embargo, los portugueses pasaron a obtener sus esclavos principalmente a través del comercio con los líderes de los reinos de la costa africana: les entregaban productos europeos a cambio de prisioneros que los propios nativos tomaban (muchas veces como parte de sus guerras internas). Este mismo sistema fue el que desde el siglo XVI permitió proveer de esclavos a los colonizadores de América, ampliando y sistematizando este tráfico internacional, dando lugar a lo que hoy se conoce como «comercio triangular»: África suministraba la fuerza de trabajo esclavizada que se utilizaba en América para producir materias primas que eran exportadas a Europa.
Si, en un comienzo, España y Portugal eran las potencias principales en la colonización americana (y por lo tanto los pioneros en el uso de esclavos en sus colonias), durante el siglo XVII se incorporaron también a ella las potencias europeas ascendentes (centralmente los Países Bajos, Gran Bretaña y Francia). Eventualmente, estas fueron también introduciendo el sistema de plantaciones, la esclavitud y el comercio triangular, copiando y perfeccionando los modelos y técnicas que habían desarrollado previamente los portugueses. Desde aproximadamente la década de 1640, las nuevas potencias también lograron desplazar a Portugal en el propio comercio de esclavos, ocupando su lugar como principales responsables del tráfico.
Sobre la base de todas las premisas mencionadas, a lo largo de los 400 años transcurridos desde la llegada de los europeos al «nuevo continente», alrededor de 13 millones de africanos fueron transportados a través del Océano Atlántico hacia el conjunto de América. Brasil y las islas del Caribe fueron sus principales destinos, donde eran utilizados en el cultivo y procesamiento de productos como el azúcar, el algodón y el tabaco. La demanda europea de dichos productos crecía incesantemente, otorgándole a los colonizadores un fuerte aliciente para expandir la producción. De esta forma, la esclavitud de africanos y afrodescendientes se volvió una institución importantísima, la base de la prosperidad económica de muchas de las colonias.
Los africanos en el continente americano se convirtieron así en un «pueblo trasplantado», separado de sus raíces y arrojado a un mundo completamente ajeno, para el beneficio económico de los plantadores, de los traficantes y de las élites de las metrópolis. La esclavitud era además hereditaria, condenando a los hijos a la misma suerte de sus padres.
Este proceso histórico tuvo como resultado la creación en América de un estrato social enormemente numeroso, con características muy particulares. Ser un esclavo descendiente de África en América implicaba, junto a un conjunto de rasgos étnico-raciales-culturales, ocupar un lugar determinado en las relaciones de producción (como productor directo enajenado de su producto), poseer un estatus jurídico determinado (ser una «cosa» bajo propiedad de otro, carecer de libertad y de derechos) y ocupar un determinado peldaño en la escala social (el más bajo de todos, expuesto a un trato deshumanizado). De esta forma, el color de piel funcionaba en la época colonial –y todavía mucho después– como identificador físico de un conjunto de determinaciones socio-económicas.
La esclavitud en la Norteamérica colonial
En la primera etapa de las colonias británicas en Norteamérica (fundadas a comienzos del siglo XVII) el sistema de plantaciones funcionó centralmente gracias al sistema de explotación conocido como «servidumbre por escritura» (indentured servitude). Los «sirvientes escriturados» eran, en su mayoría, inmigrantes blancos pobres provenientes de Gran Bretaña o Irlanda, que a cambio del pasaje a América (y otros beneficios) se sometían a relaciones de servidumbre limitadas en el tiempo (habitualmente entre 4 o 7 años), luego de los cuales recobraban su libertad (e inclusive les eran asignadas tierras para que trabajen).
En las últimas décadas del siglo XVII, sin embargo, en colonias como Virginia los propietarios de las plantaciones de tabaco comenzaron a comprar esclavos africanos en cada vez mayor número, convirtiéndolos en la fuerza laboral predominante a principios del siglo XVIII.
Edmund Morgan señala varios motivos para este proceso: la cantidad de inmigrantes blancos que llegaban a Norteamérica había disminuido –debido a una mejoría de la situación social en la metrópoli–, el aumento en la esperanza de vida en la región había vuelto a los esclavos una mejor inversión económica (haciendo rendir más su compra que la de un sirviente temporario) y la institución esclavista ya se estaba implementando con éxito en las colonias británicas del Caribe –el caso pionero era Barbados, donde en la década de 1660 los esclavos negros se volvieron el componente mayoritario de la población de la isla–. A todo lo anterior posiblemente haya que agregarle también motivos de la esfera político-social: los sirvientes temporarios, una vez que terminaban su servicio y eran liberados, tenían cada vez más dificultades para encontrar oportunidades en las colonias y en muchas ocasiones terminaban lanzándose a la revuelta. Mantener perpetuamente encadenada a la fuerza de trabajo evitaba este problema, contribuyendo a la estabilidad de las colonias.
Por último, en ese mismo periodo (y posiblemente por esos mismos motivos) un conjunto de códigos legales fue dando forma jurídica a la institución esclavista, reconociendo su carácter hereditario por vía materna y estipulando que todo sirviente importado proveniente de países no cristianos sería considerado esclavo. Esto acabó con la situación existente hasta entonces, en la que sirvientes negros podían trabajar en igualdad de condiciones que los blancos e inclusive quedar en libertad tras cumplir sus plazos de servicio.
Este reconocimiento legal de la esclavitud significó la cristalización de lo que la historiadora Valeria Carbone define como una ideología racial, establecida inicialmente sobre premisas religiosas y de extranjería, pero que significaba que a partir de entonces la esclavitud se desarrollaría sobre fundamentos raciales –ya que aplicaba de manera específica y diferencial sobre los grupos sociales no-blancos como los africanos e indígenas (que por otra parte ya podían estar cristianizados sin afectar su status)–. Morgan señala que las concepciones propiamente racistas (ideas peyorativas sobre los negros como tales) pueden verse también explícitamente en los argumentos utilizados para justificar la nueva legislación que permitía castigos brutales a los esclavos. Ya que las leyes inglesas tradicionales no autorizaban este tipo de tratos, era necesario afirmar una supuesta inferioridad racial que justificara la innovación jurídica y el trato diferencial con respecto al resto de los habitantes de los territorios de la corona.
Sobre estas bases económicas, sociales, jurídicas e ideológicas, a lo largo del siglo XVIII la esclavitud adquirió una enorme importancia numérica en todo el territorio de las «trece colonias»: hacia fines de siglo podían contarse allí alrededor de 700 mil esclavos, casi un 20% de la población del país.
La importancia del sistema esclavista y de plantaciones puede verse también en el terreno de la política: Morgan señala que la colonia de Virginia –cuyos habitantes eran propietarios del 40% de los esclavos de toda la nación– fue la que proveyó los principales cuadros políticos y militares de la revolución de independencia (entre ellos George Washington, comandante en jefe del Ejército Continental revolucionario, y Thomas Jefferson, principal autor de la Declaración de Independencia), así como los presidentes de Estados Unidos durante 32 de sus primeros 36 años de existencia. El tabaco producido por los esclavos también jugó un rol fundamental para comprar el apoyo de Francia en la guerra contra la metrópoli. Puede afirmarse, por lo tanto, que fue la esclavitud la que ubicó a EE. UU. en el concierto de las grandes naciones independientes, contrariamente al relato oficial que sostiene que esto fue producto de su apego a los valores de libertad.
La esclavitud luego de la independencia de los Estados Unidos
Estados Unidos declaró su independencia en 1776, pero esto no modificó los cimientos esclavistas de buena parte de su sociedad. Es cierto que en los años subsiguientes la esclavitud tendió a ser gradualmente abolida en los estados del norte, donde tenía una menor importancia económica. Pero en el sur, donde estaban situadas las plantaciones (y por lo tanto los esclavos eran el motor principal de la producción) esta no solo no retrocedió, sino que adquirió un impulso cada vez mayor.
Estas cuestiones fueron un tema de debate a la hora de la elaboración de la Constitución de Estados Unidos de 1787. Aunque surgieron diferencias, el consenso final de las élites dirigentes del país fue no estipular ninguna clausula que cuestionara o tendiera a abolir la esclavitud. Más aún, se llegó a un consenso que otorgó a los estados esclavistas una representación lo suficientemente grande para que ninguna decisión pudiera tomarse en su contra: el llamado «compromiso de los tres quintos» que permitía a los estados del sur contabilizar a tres quintas partes de sus esclavos como parte de su población a la hora de determinar la cantidad de representantes congresales que les correspondían. Por supuesto, los esclavos no votaban, por lo cual este compromiso simplemente otorgaba a la élite de los plantadores una representación política extra, mayor a la que le hubiera correspondido si sólo se contabilizaba a la población libre.
Por lo tanto, en los hechos, el espíritu liberal que animó la Revolución y la fundación del nuevo Estado no impidió la continuidad de la institución más diametralmente opuesta a la libertad. Esto se trataba a todas luces de una paradoja. La Declaración de Independencia establecía que «todos los hombres son creados iguales». La única forma de justificar la continuidad de la esclavitud, por lo tanto, era establecer que «los hombres» eran solamente los hombres blancos.
Barbara Fields (citada en la obra de Carbone) señala que es precisamente el nacimiento de la libertad para los estadounidenses de ascendencia europea lo que hizo nacer el racismo (o más precisamente, la ideología racial) en la nueva nación: era necesario establecer quién podía ser libre y quién no, y para ello había que atribuir características de inferioridad innata a los grupos sociales a los que la clase de los propietarios no quería dotar de ninguna libertad. Este elemento operaba en dos direcciones: los argumentos racistas justificaban la esclavitud, y la esclavitud a la vez reforzaba en la sociedad los argumentos racistas, al crear un orden profundamente desigual que era racionalizado bajo la forma de una ideología de supremacía racial (es decir, de una «raza» que poseía las aptitudes para ser libre y de una «raza» que no las poseía). Todo esto señala la profundidad con la que el racismo permeó desde sus orígenes a las instituciones norteamericanas, su carácter fundacional y estructural, y cuestiona fuertemente las características y alcances de la democracia estadounidense desde sus inicios.
Es precisamente en la etapa independiente de EE. UU. cuando la esclavitud llegó a su pleno desarrollo. A comienzos del siglo XIX, la Revolución Industrial ya estaba dejando fuertes marcas en la economía del Reino Unido y en su red internacional de compradores y vendedores. Por un lado, el despegue de la industria textil británica demandó una creciente cantidad de algodón, que ya se cultivaba en suelo norteamericano. Por otro lado, la invención en 1794 de la máquina desmotadora (que separa las fibras de algodón de las semillas) aumentó fuertemente la capacidad de procesamiento de la materia prima. Por último, el desarrollo de los barcos a vapor produjo también una importante mejora en la capacidad de transporte. Estos elementos llevaron a una enorme expansión de las plantaciones algodoneras en el sur de EE. UU., basadas enteramente en el trabajo esclavo. Durante los siguientes 60 años, toda la economía de los estados del sur giraría alrededor de dicho cultivo.
En estas condiciones, para 1860 la cantidad de esclavos en suelo americano llegaría ya a los 4 millones. Dado que desde 1808 regía en el país la prohibición de la importación de esclavos, ese enorme crecimiento numérico se debía a la reproducción natural de dicha población: es decir, generaciones enteras de afrodescendientes nacieron y murieron en EE. UU. privados de su libertad.
Por otra parte, la expansión de la esclavitud no fue sólo numérica sino también geográfica: a medida que la frontera de EE. UU. se corría hacia el oeste (a expensas de las poblaciones originarias de la región y del estado mexicano, como en el caso de Texas) en los nuevos territorios se instalaron colonos blancos provenientes del sur estadounidense, llevando allí sus relaciones de explotación y creando nuevos estados esclavistas. Dicho sea de paso, esto provocó fuertes tensiones políticas, ya que la incorporación de esos nuevos estados a la Unión amenazaba con romper los frágiles equilibrios de poder existentes entre los estados del norte y del sur. Este problema fue uno de los grandes factores que contribuyó al estallido de la guerra civil en 1861.
La enorme importancia que adquirió la esclavitud norteamericana en el mundo del siglo XIX puede comprenderse con algunos datos. Para 1860, el sur de EE. UU. producía el 75% del algodón consumido a escala mundial. Es decir, el algodón barato producido por esclavos jugó un importantísimo rol en el abastecimiento de la producción textil británica y por ende en la fabricación de las mercancías que inundaron el mundo –ocupando así un lugar muy destacado en la historia de la economía capitalista industrial moderna–.
Con respecto al impacto en la propia economía norteamericana, durante los primeros 60 años del siglo XIX el algodón constituyó más de la mitad del total de las exportaciones de EE. UU. Las riquezas generadas por el sistema esclavista eran tan grandes que si los estados del sur hubieran conformado una nación aparte, estaría habría ocupado el cuarto lugar en el ranking de las más ricas del mundo. Pero además, estudios señalan que la economía de las plantaciones también involucraba y enriquecía a comerciantes y banqueros en ciudades como Nueva York y Boston, y actuaba como mercado y como fuente de materia prima para muchas industrias en el norte. Por lo tanto, la prosperidad económica de EE. UU. (y la preeminencia que ganó en el mundo en los siglos siguientes) no puede ser atribuida nunca de manera exclusiva al «espíritu de la libre empresa», sino que es indisociable de la historia prolongada de la esclavitud.
Las contradicciones políticas y económicas entre estados esclavistas y estados libres terminarían estallando en 1861, tras la decisión de los estados del Sur de escindirse y formar la Confederación, provocando el comienzo de la Guerra Civil estadounidense. En el marco de la misma, el presidente Lincoln decretó la Proclama de Emancipación, que desde 1863 otorgaba la libertad a todos los esclavos de los estados confederados. El objetivo de esta medida era debilitar a la Confederación minando sus bases económicas; es decir, se trataba de una decisión mucho más pragmática que ideológica.
Los triunfos militares de la Unión (estados del norte) fueron llevando a la aplicación efectiva de este decreto en los territorios reconquistados, al mismo tiempo que gran cantidad de esclavos escapaban de aquellos que todavía quedaban en manos de los Confederados. Finalmente las tropas del Sur capitularían en 1865, dando final a la Guerra Civil. Ese mismo año la 13° Enmienda de la Constitución formalizó la abolición de la esclavitud en todo el territorio de EE. UU. De esta forma, cuatro millones de personas fueron emancipadas definitivamente de su yugo, abriendo paso al periodo conocido como la Reconstrucción.
Para finalizar este apartado, queremos señalar una última conclusión. Una institución tan antigua en Occidente como la esclavitud –dominante en tiempos del Imperio Romano, más de mil años atrás de los acontecimientos tratados en este artículo– volvió a encontrar un enorme impulso en América en los siglos XVI-XIX bajo las condiciones planteadas por la modernidad, es decir, por la existencia de un mercado mundial, de avances tecnológicos y organizativos, y de la posibilidad de organizar explotaciones a gran escala para obtener beneficio económico. Lo «moderno» actúa aquí reactivando lo «antiguo» en vez de suprimiéndolo: una dinámica que en la teoría marxista se conoce como «desarrollo desigual y combinado». El siglo XIX fue paradigmático en este sentido: la expansión del capitalismo industrial (y por ende del trabajo asalariado) en el Reino Unido y en el norte de EE. UU. no produjo de manera lineal una desaparición de la esclavitud en el sur de EE. UU., sino que por el contrario la estimuló profundamente, hasta el momento en que las contradicciones existentes entre la esclavitud y el desarrollo capitalista general debieron ser resueltas finalmente mediante la guerra civil -con un saldo de 600 mil muertes.
Legado de la esclavitud
La abolición de la esclavitud no significó en modo alguno que los afroamericanos pasaran a integrarse en la sociedad estadounidense en igualdad de condiciones. Por un lado, ya desde fines del siglo XIX fueron implementadas gran cantidad de leyes, fallos judiciales y prácticas que establecían en los hechos una segregación racial, especialmente en el sur de EE. UU. (las llamadas leyes Jim Crow). Esta realidad llevó a que la comunidad negra debiera dar importantes peleas en las décadas de 1950 y 1960 para que finalmente se reconozca legalmente la integración e igualdad de derechos.
Pero más allá de la segregación legal, la situación de los afroamericanos en EE. UU. se vio afectada por factores estructurales. El primero de ellos es el económico: la abolición de la esclavitud les otorgó libertad pero no propiedad ni recursos de ningún tipo. A esto se le suma el racismo institucional (en el Estado y las empresas) que históricamente limitó las oportunidades laborales de las personas negras. En las condiciones planteadas por la economía capitalista, que reproduce de manera permanente las desigualdades de origen, estos factores llevaron durante 150 años a la persistencia en la comunidad afroamericana de altos niveles de pobreza, desempleo, bajos salarios, largas jornadas laborales y precarización, así como a condiciones muy desiguales (con respecto a la población blanca) de acceso a la vivienda, a la educación y a los servicios en general.
Por último, los afroamericanos son objetivo sistemático de la violencia de las instituciones policiales, judiciales y carcelarias, de un abordaje estructuralmente represivo y punitivista que los encuadra no sólo como sospechosos, sino como culpables hasta que se demuestre lo contrario: una mentalidad que lleva a los uniformados a cometer cotidianamente asesinatos a sangre fría contra la población negra.
El movimiento Black Lives Matter se levanta hoy precisamente contra todos estos elementos de opresión y desigualdad estructural, legados de la época colonial y esclavista que las instituciones políticas y económicas de EE. UU. llevan en sus genes, y que continuaron reproduciéndose durante más de dos siglos de desarrollo capitalista independiente.
Alejandro Kurlat es historiador por la Universidad de Buenos Aires.
Fuente: https://jacobinlat.com/2020/11/02/los-viejos-origenes-del-racismo/