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Medioambiente urbano y ciudades sostenibles: la clave de la eficiencia en el uso del territorio

Fuentes: www.portaldelmedioambiente.com

Cada vez es más frecuente, sobre todo en tiempos electorales, oír hablar acerca del medio ambiente urbano y del concepto de ciudad sostenible. No en vano, según constata el informe de Naciones Unidas sobre el estado de las ciudades del mundo, hecho público en junio de 2006, durante el año en curso el número de […]

Cada vez es más frecuente, sobre todo en tiempos electorales, oír hablar acerca del medio ambiente urbano y del concepto de ciudad sostenible. No en vano, según constata el informe de Naciones Unidas sobre el estado de las ciudades del mundo, hecho público en junio de 2006, durante el año en curso el número de personas que habitarán en zonas urbanas, superará al de las áreas rurales. Y en España estamos próximos a alcanzar un 80 % de población urbana respecto al total.

Pero ¿qué entendemos por medio ambiente urbano y por ciudad sostenible? Para avanzar mínimamente en la definición de ambos conceptos, será preciso, previamente, que tratemos de acercarnos a lo que pretendemos expresar cuando nos referimos al «desarrollo sostenible». El término aparece por primera vez en 1987 en el documento conocido como Informe Brundtland, que recoge los trabajos de la Comisión de Medio Ambiente y Desarrollo de Naciones Unidas, creada en Asamblea de las Naciones Unidas en 1983, y sería asumido en 1992 por la Declaración de Río en su Principio 3º: «Aquel desarrollo que satisface las necesidades de las generaciones presentes sin comprometer las posibilidades de las generaciones futuras para atender sus propias necesidades». Lo cierto es que esta definición es tan vaga y ambigua que lo mismo sirve para un roto que para un descosido, e, incluso, tras la prostitución que ha sufrido en su semántica por una falta expresa de voluntad política para avanzar en una enumeración -y asunción- pormenorizada de sus contenidos, se utiliza sin un ápice de rubor para justificar actuaciones diametralmente opuestas a la sostenibilidad.

No obstante esta indefinición, podríamos comenzar a hablar de sociedades sostenibles cuando éstas cumpliesen al menos dos condiciones básicas: la no utilización de recursos naturales por encima de su potencial de renovación y la no generación de residuos más allá de la capacidad de su absorción por los ecosistemas. Estas dos condiciones nos introducen de lleno en el más reciente concepto de huella ecológica, indicador agregado o compuesto definido como «el área de territorio ecológicamente productivo, necesaria para producir los recursos utilizados y para asimilar los residuos producidos por una población dada con un modo de vida específico de forma indefinida». El objetivo de este indicador consiste en evaluar el impacto sobre el planeta de un determinado modo de vida y, por lo tanto, su grado de sostenibilidad.

Aplicados todos estos conceptos al modo de vida urbano y, restrictivamente, al espacio ocupado por una urbe determinada, cualquiera que ésta fuese, nos llevaría a tener que inferir que nunca una ciudad podría llegar a ser adjetivada como sostenible. No obstante, sí sería posible definir ciudades tendentes a la sostenibilidad en el contexto más amplio de su hinterland, siempre que su desarrollo se enmarcase en relaciones de eficiencia en el uso de los recursos, en especial el de los no renovables o escasos, y, con una importancia determinante para el hecho urbano, el del suelo.

Sin embargo, cuando en la actualidad se refieren las políticas de medio ambiente urbano, en muy contadas ocasiones se tiene en cuenta la premisa anterior. Así, el medio ambiente urbano queda reducido a una serie de aspectos y políticas inconexos entre sí (calidad del aire, ciclo integral del agua -incipientemente desarrollado aún- recogida y tratamiento de residuos, zonas verdes…) y sin relación alguna con el soporte físico vivo (o, tal vez, sería más apropiado decir moribundo) sobre el que se desarrolla el hecho urbano. No se tiene, pues, en cuenta que un elevado porcentaje de los problemas socio-ambientales (es preciso avanzar en la utilización de este término, pues, a menudo, los impactos negativos para el medio físico, lo son también para la sociedad y los seres humanos que las constituyen) que aquejan a las ciudades y, por extensión de los impactos negativos que éstas producen más allá de sus difusos límites, al conjunto del territorio, tienen su origen en el modelo de ocupación territorial que adopta el hecho urbano.

Pero ¿cuáles son las características principales que en la actualidad definen a ese modelo en lo que denominamos mundo «desarrollado»? Pues en primer lugar, la sectorización y fragmentación sobre el territorio de los diferentes usos urbanos, y, en segundo término, pero no por ello con menor importancia en cuanto a la problemática socio-ambiental que genera, el culto exacerbado y creciente a la baja densidad en la ocupación edificatoria del espacio.

La primera de éstas características opera como insaciable multiplicador en el número de desplazamientos (y en su distancia) necesarios para satisfacer las necesidades individuales y sociales, al situarse cada uno de esos usos del suelo urbano en sectores monoespecíficos diferenciados e inconexos entre sí, en tanto que la segunda obliga al uso del vehículo privado para la realización de esos desplazamientos, al ser el modelo de la baja densidad que preside el crecimiento del parque residencial, incompatible con el desarrollo de un sistema eficaz y accesible de transporte público colectivo. El impacto de este modelo sobre, por ejemplo, la calidad del aire y los problemas de congestión del tráfico, con no pocos efectos perversos de carácter psico-social, no puede ser más evidente.

Resulta, por tanto, un modelo de (no)ciudad que, con la rémora de esas dos características que lo definen, supone la dominancia en el hecho urbano de la (in)cultura de la ineficiencia y el despilfarro. Un modelo ineficiente y despilfarrador que, en primer término, supone el consumo abusivo de un recurso, como es el suelo, claramente no renovable (por la baja densidad, pero también, como factor añadido, por la multiplicación de la necesidad de espacio dedicado a vías de «comunicación» que aquélla requiere). Pero que también supone un despilfarro inasumible, en función del incremento que origina en la dimensión longitudinal de todo tipo de redes de infraestructuras (como las de abastecimiento de agua, con el consiguiente aumento de las pérdidas, o las de alumbrado público, con el despilfarro energético que conlleva), y en las distancias a cubrir para la prestación de determinados servicios públicos básicos (como la recogida de residuos sólidos urbanos). Con todo esto, además, se está produciendo la innecesaria invasión y destrucción sin posibilidad alguna de vuelta atrás, de espacios que, por su calidad natural y su potencial de uso y utilidad social, debieran ser conservados a toda costa.

Y todo ello para mayor gloria del negocio especulativo inmobiliario que es el que decide, en última instancia (para su provecho exclusivo y beneficio privado) y en la mayoría de las ocasiones, la dirección y el modo en que ha de caminar el crecimiento, que no desarrollo, de las ciudades, despojando de este modo al urbanismo y a las políticas de ordenación del territorio del carácter público y la finalidad social que constituyen su razón de ser.

Por lo tanto, si queremos encuadrar nuestras ciudades en el marco de un medio ambiente sano y en tendencias hacia la sostenibilidad y a una verdadera calidad de vida, cualquier camino a seguir ha de partir de la recuperación del carácter público y social del planeamiento urbanístico, para re-densificar las ciudades y dotar a cada uno de sus sectores, siempre con la excepción de actividades peligrosas o nocivas, de la multifuncionalidad suficiente. Sólo así, además, es posible construir ciudades eficientes y con una huella ecológica asumible.

Y es preciso acabar con la burda demagogia, adoctrinamiento sectario, que reza que el modelo actual viene dictado por la demanda y que lo justo es ofrecer lo que dicha demanda requiere. Porque nunca será justo dilapidar el patrimonio social y natural al servicio de las demandas innecesarias de un porcentaje minoritario de ciudadanos. Y porque si todos quisiéramos vivir en el marco del modelo residencial de, por ejemplo, los cien ciudadanos más adinerados del mundo, necesitaríamos arrasar y disponer, para eso sólo, de varios planetas. Y es que el mercado siempre necesitará ser intervenido, en mayor o menor medida según los casos, por los poderes públicos, para evitar que devore insaciablemente los intereses sociales en pro del beneficio privado de unos pocos y los maleficios a que éste da lugar sobre el conjunto.

Así que ya es momento de que, para hablar con un mínimo de seriedad acerca del desarrollo de políticas para el mejoramiento del medio ambiente urbano y la sostenibilidad de «nuestras» ciudades, se comience haciéndolo de la necesaria y radical revolución que es preciso operar sobre los aberrantes modelos urbanísticos al uso. Lo demás, sin esto, son sólo milongas edulcorantes y sin nutrientes, que no merecen la menor confianza por parte del ciudadano.