¿Cómo describir Watsonville sin tener que pedir dispensas a lo normal, lo habitual, lo predecible? A vuelo de pájaro parece una típica ciudad californiana, parte del próspero condado de Santa Cruz, cerca de la bahía de Monterey, de calles ordenadas y tranquilas y arquitectura victoriana, haciendo pensar que el hombre blanco anglosajón domina y […]
¿Cómo describir Watsonville sin tener que pedir dispensas a lo normal, lo habitual, lo predecible? A vuelo de pájaro parece una típica ciudad californiana, parte del próspero condado de Santa Cruz, cerca de la bahía de Monterey, de calles ordenadas y tranquilas y arquitectura victoriana, haciendo pensar que el hombre blanco anglosajón domina y define la localidad. El espejismo se disipa enseguida, pues resulta imposible no observar que la gente por todas partes es mexicana o de origen mexicano. De sus 54 mil habitantes, se calcula que 70 por ciento es originaria del sur de la frontera y todavía hablan español los hijos, aunque los nietos lo tengan que aprender en las escuelas.
Ubicada en el Valle Pájaro, comenzó como el rancho Bolsa del Pájaro, propiedad de Sebastián Rodríguez desde 1823. Hacia 1851 se asentó a la mala un juez de oscura reputación, un canalla de casi dos metros de estatura llamado John H. Watson, quien quiso despojar a Rodríguez de su propiedad. Watson edificó una casa, al rato otras. Al convertirse en diputado en 1849, quiso agandallarse el rancho de los Rodríguez, que lo demandaron. Para 1860 Watson perdió, fue echado y se fue a invertir en minería en Nevada. Murió en la indigencia 30 años después, pero el caserío que dejó la policía lo tildaba Watson-ville (el pueblito de Watson). Y se le quedó el nombre.
Hace 150 años, el 5 de marzo 1868, Bolsa del Pájaro se anexó a Watsonville, formando un poblado de mil habitantes. Ese día nació el periódico Pajaro Times, siendo el raro caso de un pueblo que se funda fundando un diario, que con el tiempo se llamaría Register Pajaronian; sigue a la fecha como semanario, y diario en línea. En 1956 ganó un Pulitzer por sus servicios a la comunidad. Ubicado en el centro de la bahía de Monterey, como decenas de localidades de la costa californiana, prosperó con buena agricultura y sidra de manzana. En la actualidad es sede de la villana Driscoll, explotadora de trabajadores oaxaqueños en el valle de San Quintín, México. También de la empresa manzanera Martinelli, muy popular, y con fama de tratar bien a sus trabajadores. El desarrollo agrícola creó la necesidad de trabajadores mexicanos. Las familias, muchas de origen indocumentado, se legitimaron echando raíz, pariendo frutos.
Rodean Watsonville inmensas plantaciones de fresa, bayas, manzanas, viñedos y olivares. Campos roturados por grandes máquinas, irrigados con precisión y cultivados por miles de campesinos de origen mexicano, o algunos centroamericanos. Encapuchados y enchamarrados para protegerse del sol y los químicos, le jalan toda la jornada. Una prioridad de padres y madres en estos campos es la educación de sus hijos y nietos. Tras el terremoto en 1989 y el libre comercio, la migración desde México se agudizó. Visité varias escuelas, con una mayoría abrumadora de hijos de mexicanos, algunos con historias dramáticas, como el chavo cuyo padre llegó de Mazatlán: «No conozco allá ni podemos ir a causa de mis tíos. Ellos son narcos, y corremos peligro».
La única galería de arte, el pequeño museo Eduardo Carrillo, exhibe arte de calidad, obra de chicanos y mexicanos originarios de distintos estados.
La localidad tuvo mala fama cuando mexicanos y centroamericanos (años 70 y 80) formaban gangas violentas. Es cosa del pasado, explica Consuelo Alba, directora de Festival de Cine de Watsonville, y una de las promotoras de la vida creativa en la localidad. No está sola; así, hay grupos que organizan jardines agrícolas dentro de la zona urbana, con productos orgánicos. Los jornaleros están organizados aunque Driscoll y algunos otros quieran tratarlos como esclavos. Lo incontestable es que ricos o pobres, pero con niveles de vida dignos, casi todos proceden de México. Se ven algunos indigentes, pero son importados
alevosamente por las autoridades de Santa Cruz y otras partes del estado. Se los echan a los mexicanos, como quien dice. En las fiestas patrias, la plaza central se llena de familias y cocinas con garnachas, tamales, mariachi y artesanías mexicanas made in China, como en México mismo. Esto es Watsonville
, dice Consuelo. De tanto necesitar mexicanos y a pesar de las redadas migratorias, Watsonville se volvió mexicano, o algo así. Bienvenidos al siglo XXI.
Fuente: http://www.jornada.com.mx/2018/09/17/opinion/a08a1cul