Ya no es un secreto: mi abuelo era judío. Ya no hay que mantenerlo en silencio. Wilhem («Willy») Gefaell Fiel nació en Viena en 1888 y se pasó la vida escondiendo que era judío. Rubio, de ojos azules, mi abuelo era silencioso, bien educado, dulce y responsable. Así lo describen los que lo conocieron. De […]
Ya no es un secreto: mi abuelo era judío. Ya no hay que mantenerlo en silencio. Wilhem («Willy») Gefaell Fiel nació en Viena en 1888 y se pasó la vida escondiendo que era judío. Rubio, de ojos azules, mi abuelo era silencioso, bien educado, dulce y responsable. Así lo describen los que lo conocieron.
De niño cantó con los Pequeños Cantores de Viena sin que se enteraran de que era judío.
Estudió ingeniería en la Alta Escuela de Viena sin que se enteraran de que era judío.
Vino a España para trabajar pero se quedó al enamorarse de una española que no se enteró de que era judío.
Se casaron y tuvieron diez hijos sin que ninguno de ellos se enterara de que su padre era judío. Eran muy felices en su gran piso en un privilegiado barrio de Madrid. Cantaban juntos a cinco voces. Celebraban unas navidades mágicas, con un árbol con velas de verdad, en la tradición austriaca.
Iban a misa fielmente y, cuando estaban arrodillados, mi abuela le decía a mi abuelo en voz baja: «Guillermo, reza con más fervor. Te falta fervor».
La familia ya había pasado la Guerra Civil española sin grandes penurias en una mansión de verano en el tranquilo pueblo de Zarautz, cerca de San Sebastián, cuando llegó un día en que las hijas mayores, Luisa y Tere, recibieron una beca para estudiar música en Alemania. Una vez ahí, Tere, sin saber que su apellido era judío, regaló su pasaporte a una chica judía para que escapara. La Gestapo las cogió a las dos y devolvieron a Tere a España.
Entonces sí se enteraron todos de que mi abuelo era judío.
- ¿Por qué no me dijiste que eras judío? –le preguntó mi abuela.
- Porque no te habrías casado conmigo.
- Claro que no.
La situación en Europa empeoraba. Mi abuelo llamaba a Viena a su madre y a sus hermanos para intentar convencerles de que vinieran a España.
–No te preocupes, Willy –le decía su madre–, la situación no puede ir a peor. No nos harán nada.
Pauline, anciana y ciega, vivía con su hija Hermine en su mundo de discreta elegancia, y se sentía segura y algo ajena a lo que les ocurría a otros judíos, a los que veía como menos afortunados.
Y para tranquilizar a su hijo, le repetía por teléfono:
–Pero Willy, ¿qué van a hacerle a una viejecita ciega de noventa años como yo?
Las noticias seguían siendo pocas y confusas, pero la situación en Europa parecía empeorar aún más.
El 13 de noviembre de 1941 Wilhem recibió una postal con la caligrafía temblorosa de su hermana Hermine: «Meine Lieben, sigue haciendo nebel und kalt (niebla y frío). Dicen que nos van a llevar a un sitio. Te escribiremos en seguida que lleguemos ahí. No te preocupes. Küsses, Hermine«.
El 11 de diciembre de 1941 Wilhem recibió una corta carta de su hermano Tony en Viena diciendo que su madre y Hermine «… ya no están conmigo. Están en los alrededores de donde Hermine fue al colegio. No te puedo aclarar más. Tu hija Maria Luisa anda por aquí preguntando mucho por nuestra madre. ¿No le podemos decir la verdad? Tony».
Ya no hubo más noticias de Hermine. El humo de Auschwitz se había llevado las palabras que quiso escribir a su hermano Wilheim cuando llegaron «ahí».
No se habló más del tema. Silencio.
En Madrid pasaban los años y mi abuelo iba y venía en su dolor silencioso de la oficina de patentes en la que trabajaba con papeles y sellos.
Murió de un infarto en 1953.
Al vaciar su despacho, encontraron unos sobres con matasellos de Estados Unidos. La compañía no tenía negocios en América, entonces, ¿de quién podrían ser? Eran cartas en alemán. ¿De Estados Unidos y en alemán? No tenía sentido.
Una de mis tías que sabía alemán las leyó lentamente. Eran, sin duda, cartas de agradecimiento, pero ¿agradeciendo qué y de quién?
–No nos harán nada. ¿Qué nos van a hacer siendo europeos? –pensé yo.
Era la Pascua judía, 2008, y yo estaba en Palestina cruzando el muro que encarcela a Cisjordania. El cruzar era un proceso lento que implicaba entrar, con los palestinos, en un gran edificio desolador, del mismo cemento que el muro, del cual el edificio era parte. Un checkpoint. El edificio por dentro consistía en salas vacías, puertas de rejas que se abrían solas cuando se encendía una lucecita verde.
La luz se puso roja y estábamos atrapados entre rejas.
- ¿Hasta cuándo? –pensaba yo.
Silencio.
–Hey! ¿Hay alguien ahí? –pregunté en inglés a unas cámaras que nos apuntaban, dando por hecho que alguien con autoridad para abrir las puertas me oiría y me haría caso.
Saqué mi pasaporte y lo agité en dirección a la cámara.
–I am European!
Silencio.
Los palestinos, que también esperaban entre rejas, resignados, intentaban animarme en su mezcla de inglés y árabe:
- Todos los días es así.
- Se habrán ido.
- Habrán cerrado la frontera. Cerrado. Meshdud.
- Lo hacen sin avisar, cuando quieren.
- A veces horas, a veces días.
- Hasta hay gente que se desmaya y se muere esperando.
Finalmente, por un altavoz, una voz en hebreo dijo algo. Pero no entendí nada. Sólo soy nieta de judío.
Silencio. Rejas.
Me vi presa. Presa de ansiedad. Pensé que mi ansiedad era porque me daba cuenta de lo que hacía días intentaba negar: el peligro de viajar con la enfermedad crónica que tengo. Demasiados riesgos.
–Soy una irresponsable –me dije.
Pero sin darme cuenta, entre mi monólogo culpabilizante, otra imagen vino a mi mente:
–Esto es un campo de concentración. Estamos atrapados –pensé–. Pero no nos harán nada. ¿Qué nos van a hacer?
*
Salgo a mi balcón que mira hacia el barrio de Gracia, en Barcelona, y cuelgo una bandera palestina en solidaridad con los que viven en Gaza que están siendo masacrados estos días, después de un año y medio de bloqueo. Entro en el cuarto de estar y pongo la televisión.
–¿Qué más nos van a hacer? –grita llorando un hombre de Gaza con su hijo en sus brazos muerto por disparos. Lentamente levanta los ojos y mira directamente a la cámara–. ¿Hasta cuándo el mundo va a mantenerse en silencio?
Las cartas encontradas en el despacho de mi abuelo eran de judíos austriacos que le agradecían el haberles ayudado, el haberles falsificado pasaportes y facilitado la huida a los Estados Unidos por Portugal.
Clara Valverde © 2009
Clara Valverde (Barcelona 1956) es autora de numerosos libros, entre los cuales destacan En Tránsito de Sueño en Sueño (El Cobre 2004), Comunicación Terapéutica en Enfermería (DAE 2007), Pues tienes buena cara (Martínez Roca 2009) y Nuevos retos en la consulta (OMEditorial 2009). Sus artículos han aparecido en La Vanguardia, Altaïr, El Norte de Salud Mental, Sensus, Gaia, Tres al Cuarto, Healthsharing, Canadian Woman Studies/Les Cahiers de la Femme, En Peu de Pau, Biorritmes, Index, Adicciones, Avenir et Santé, Circumpolar Health 93, Seeds of Fire y Canadian AIDS News, entre otras publicaciones.
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