Apuntes sobre antirracismo e izquierda blanca
La expresión izquierda blanca es reciente en nuestro vocabulario político. Suele utilizarse en tono recriminatorio contra una izquierda que no ha sabido o no ha querido dar al racismo la centralidad política que merece, y ello porque su propia composición humana y/o las posiciones políticas que adopta la situarían como parte del grupo dominante en la jerarquía racial y por tanto tendería a reforzarla, aunque solo sea por el hecho de contribuir a su invisibilización. Aclaremos que ser blanco no es una cuestión de pigmentación, sino una configuración cambiante de prácticas y significados que ocupan la posición dominante en una formación racial particular y encarnan el espacio de la normalidad, respecto del cual se mide el grado de alteridad de los demás sujetos (Lewis, 2004).
En esa recriminación se recuerda, a veces, que la izquierda sostuvo posiciones equívocas respecto al colonialismo, o que la tradición marxista considera el racismo y otras opresiones como un mero derivado superestructural de las relaciones de clase, y por tanto falla a la hora de abordarlo 1/. También suele aludirse a la matriz eurocéntrica, ilustrada y vanguardista de la izquierda occidental, que provoca lo que Aimé Césaire, en su carta de dimisión como diputado del Partido Comunista Francés, llamó fraternalismo:
“Porque indiscutiblemente se trata de un hermano, de un hermano mayor que, imbuido de su superioridad y seguro de su experiencia, os toma de la mano (¡por desgracia una mano a veces ruda!) para conduciros al camino en el cual él sabe que se encuentran la razón y el progreso. Ahora bien, es exactamente lo que no queremos. Lo que no queremos más” (Césaire, 2006: 81).
Este artículo pretende lanzar una mirada reflexiva sobre el racismo y el antirracismo desde esa misma izquierda blanca, a la que el autor ha venido perteneciendo. No en los términos abstractos apuntados en el párrafo anterior, que resultarían inabarcables, sino desde una perspectiva más localizada y modesta. Al fin y al cabo, las posiciones políticas no dependen tanto de lo que cada agente es o dice ser como de las relaciones que establece en un contexto determinado con los demás agentes del campo político. Por ese motivo, me voy a ceñir a la relación de la izquierda española con el racismo y el antirracismo en la etapa más reciente, y me voy a basar en los datos aportados por una investigación propia, titulada Islamofobia, racismo e izquierda: discursos y prácticas del activismo en España (Gil, 2019) 2/. Esta se basó en un trabajo de campo y entrevistas en profundidad a activistas blancos y no blancos del amplio espacio político que va desde el PSOE hasta los ámbitos libertario o autónomo, incluyendo movimientos sociales como el antirracista, el feminista o el LGBTIQ+. El objetivo era tratar de entender cuál era el lugar que ocupaban la islamofobia y el racismo en las preocupaciones del activismo de izquierdas en el Estado español y por qué. Las afirmaciones que se hagan aquí deben ser leídas teniendo en cuenta su carácter de resumen y generalización de un trabajo mucho más extenso y matizado, lo que incluye la propia complejidad del significante izquierda, que no voy a justificar aquí.
Del antirracismo moral al antirracismo político
El antirracismo ha solido tener un espacio marginal en las agendas políticas de la izquierda española, puntualmente ampliado en reacción a acontecimientos de particular relevancia mediática y/o que podían ser rentabilizados en otros terrenos de la arena política. Las ONG y organizaciones institucionales o semiinstitucionales que capitalizaron las preocupaciones antirracistas desde la década de los noventa han solido entender el racismo como fruto de la intolerancia o de los prejuicios que algunas personas albergan sobre otras debido a ciertas características que estas últimas poseen (como el origen nacional o el color de piel). No se ha considerado como una relación de poder estructural e institucionalizada, ni se ha tenido en cuenta que habitualmente se reproduce en ausencia de discursos y disposiciones abiertamente racistas (Azarmandi, 2017, 2018). En todo caso, se han denunciado puntualmente los comportamientos racistas presentes en determinadas instituciones (como la policía), entendiéndolos como una anomalía en el funcionamiento ideal de las mismas. Desde esta perspectiva, el racismo es reducido a sus expresiones más explícitas y agresivas y combatido desde una orientación jurídica y didáctica (Buraschi y Aguilar, 2019). Proclamar que las diferencias raciales son una ficción (solo hay una raza, la raza humana) se ha considerado en sí antirracista y no se ha incluido ninguna visión reflexiva de la blanquitud, esto es, del papel objetivo que tienen en la reproducción de las jerarquías raciales las personas que ocupan la posición dominante en las mismas.
Paralelamente, ciertos sectores minoritarios de los movimientos sociales han actuado contra el régimen de fronteras y la legislación de extranjería con un planteamiento más antisistémico. Las luchas de los sin papeles a principios de la década del 2000 propiciaron iniciativas que vieron en la cuestión migratoria y el cuestionamiento de los fundamentos de la nacionalidad y la ciudadanía –papeles para tod@s, ningún ser humano es ilegal…– la oportunidad de articular nuevos discursos y proyectos políticos de denuncia, solidaridad y desobediencia civil asociados o entreverados en mayor o menor medida con la cuestión migratoria. Se pretendía con ello generar resistencias reales contra la destrucción neoliberal de los vínculos y garantías sociales, con la idea de precariedad como paraguas que englobaría una serie de características homólogas a personas migrantes y autóctonas (Varela, 2007). A pesar de su cuestionamiento y su práctica radicales, que colocaban la carga de la exclusión social en las políticas institucionales, y no en la intolerancia de los individuos, estos espacios raramente abordaban el racismo como problema específico. De hecho, su insistencia en los problemas comunes tenía el efecto de favorecer la invisibilización de las relaciones de poder (raciales, de clase…) en el seno de los propios movimientos (Devi, 2012). Lo que no es inhabitual en espacios donde existen grandes disimetrías internas, no necesariamente porque estas no se perciban, sino por temor a dinamitar el trabajo político (Beeman, 2015).
La islamofobia, una forma de racismo que se ha ido construyendo desde finales de los años noventa (Massoumi et al., 2017), ha sido una preocupación aún más marginal. Por su relativa novedad, pero también porque se ha cuestionado su carácter racista y se ha considerado –incluso en los ámbitos desde los que se denunciaba y combatía, hasta fechas recientes– como una forma de discriminación religiosa, algo que no suscitaba solidaridades desde una perspectiva progresista. Volveremos sobre ello más adelante.
La nueva política inaugurada por el 15-M confirmó la percepción generalizada entre el activismo blanco de que el racismo no constituye un problema social ni político apreciable en el Estado español. En parte porque es vinculado con la inmigración y la xenofobia, lo que implica que afecta a personas que no son percibidas –o no completamente– como parte del cuerpo social, aunque sean de hecho ciudadanas españolas (Ramírez, 2012; Johansson, 2017). Las prácticas de exclusión históricas desplegadas contra el pueblo gitano o en el marco colonial, por no hablar de la construcción del imaginario nacional-católico hegemónico, quedaban directamente al margen. Sandra Johansson (2017) indagó en las “ficciones sinceras” que desplegaban las y los activistas para justificar su desinterés por el racismo, así como en los mecanismos cognitivos de invisibilización del racismo tanto en el espacio social como en el seno mismo de los movimientos. Mi propia investigación, realizada entre 2015 y 2019, confirmaba que ese era el estado de cosas hegemónico, si bien soplaban vientos de cambio.
El nuevo antirracismo y sus reacciones
El factor de cambio decisivo ha sido la emergencia política de una nueva generación de activistas no blancos que, además de reclamar la centralidad política del racismo, han ejercido la capacidad de hablar sin mediaciones, sin necesidad de ser representados ni objetos pasivos de solidaridad, que era el papel que hasta entonces se les reservaba. La emergencia de estos nuevos agentes ha supuesto un cuestionamiento de los colectivos y políticas antirracistas preexistentes, a los que se ha tachado globalmente de antirracismo moral, frente a este nuevo antirracismo, que se califica a sí mismo de político (Guerra, 2018; Azarmandi, 2018). El antirracismo político incorpora el aparato teórico de los estudios descoloniales y de las teorías críticas de la raza y, por ello, sitúa el racismo en su dimensión estructural y sistémica, mostrando su matriz colonial y su enraizamiento en la estructura misma de las sociedades occidentales modernas. El antirracismo político ha redefinido algunos de los espacios antirracistas previos y ha comenzado a influir en las perspectivas teóricas adoptadas por otros proyectos políticos.
Esta emergencia antirracista no es solo generacional ni se ha producido solo en el marco español. También en otros lugares como Francia, con una más larga tradición de luchas antirracistas, se ha verificado una mayor politización y radicalidad del antirracismo, a menudo en confrontación con las organizaciones antirracistas clásicas. Este auge se enmarca en un contexto global de recrudecimiento de las políticas de desposesión violenta y disciplinamiento de poblaciones, en las que las políticas raciales ocupan un lugar central, y de las que el ascenso global de la ultraderecha y los posfascismos es a la vez síntoma y agente.
Todo ello está produciendo cambios en el lugar que ocupan las políticas raciales en las agendas e imaginarios de la izquierda. Por una parte, ha hecho que aumente el valor del antirracismo, dado que los problemas políticos se definen en gran medida por su capacidad de crear identidad y de marcar diferencias entre los agentes políticos (Bourdieu, 2000). Esto resulta particularmente visible en un incremento de declaraciones más o menos antirracistas en la retórica electoral de la izquierda (ámbito de diferenciación formal respecto a la derecha), así como de la inclusión de personas no blancas en las listas electorales, a menudo con función simbólica (Dancygier, 2017), aunque el trabajo antirracista siga ocupando un lugar marginal en las agendas y debates políticos.
Pero, por otra parte, el auge del antirracismo ha alimentado también discursos reactivos que denuncian lo que consideran políticas identitarias (raciales, de género, sexuales, etc.) como parte de una “trampa neoliberal para fragmentar a la clase obrera” (Bernabé, 2018). Se trata de una línea argumental que tiene correlatos en otras partes de Europa e incluso cuenta con referentes ideológicos de cierto peso como Slavoj Žižek, que considera por ejemplo que el antirracismo (y el feminismo) funciona como una especie de capricho intelectual y clasista, sin relación con los problemas cotidianos de la mayoría social (Žižek, 2016: 71).
No obstante la polarización anterior, en la mayoría de la izquierda española la cuestión racial aparece más como un debate latente, en el que las posiciones se esbozan y conviven sin llegar a concretarse. Un dato llamativo que detecté en mi investigación es que no parece existir ninguna correlación clara entre las adscripciones políticas concretas de los y las activistas y las ideas que manifestaban sobre el racismo ni la importancia que le otorgaban como problema social o político. Más bien, era la experiencia directa del racismo lo que determinaba en primera instancia los posicionamientos, como se señalará más adelante. En este punto, la investigación confirmaba las conclusiones de Laurent Lévy (2010) para el caso de la izquierda francesa, donde los discursos en torno al racismo y la islamofobia no solo no encajaban con las divisiones formales de la izquierda, sino que, además, parecían ser síntoma de un enfrentamiento político en torno a otros clivajes no totalmente explicitados ni formalizados políticamente. Sí parece claro en el caso español que existe una afinidad entre los discursos reactivos al antirracismo y ciertas posiciones hostiles a la multiplicidad y la agencia de los sujetos políticos no normativos (TBIfóbicas, abolicionistas, neoestalinistas, etc.). Y que las posiciones sobre el racismo tienen funciones de demarcación también respecto de esas otras diferencias políticas, pero es un terreno que aún habría que explorar.
La dificultad del antirracismo
El antirracismo político ha conseguido situar en el debate la cuestión racial, pero también ha hecho de ella un asunto mucho más complejo e incómodo, en la medida en que requiere un mayor esfuerzo teórico y autorreflexivo y que cuestiona radicalmente los marcos políticos. Se cuestiona por ejemplo el concepto de extranjería, las políticas de fronteras y por extensión la idea misma de Estado nación, lo que resulta complicado de asumir para una izquierda que en muy gran medida sigue moviéndose dentro de esos marcos o que incluso utiliza los significantes nacionalistas (periféricos o dominantes) como elemento aglutinador. La constante referencia crítica a una historia colonial que ha sido convenientemente olvidada o blanqueada (y que en la actualidad está siendo incluso rehabilitada) es también difícil de gestionar si se pretende interpelar a una mayoría social formada en la aceptación de los relatos coloniales, genocidas y epistemicidas, que siguen reproduciéndose tanto en el nivel educativo como en el discurso público y la cultura popular. Y, desde luego, un antirracismo que no sea solo de gestos resulta difícilmente integrable en las instituciones, que son un elemento medular en la arquitectura de la discriminación.
Por otra parte, la invitación a deconstruir la blanquitud y sus privilegios (Frankenberg, 1993; Feagin et al., 2001) es generalmente muy mal entendida y recibida. Como elocuentemente señala Sara Ahmed (2004), “la blanquitud es, por supuesto, invisible solo para quienes la habitan. Para quienes no lo hacen, es difícil no ver la blanquitud; parece incluso estar por todas partes”. Esto incluye la extrañeza ante la propia categoría, que fuera de los discursos críticos del racismo es entendida en sentido literal, como un asunto de pigmentación y no como una posición social, por lo que suscita incomprensión y rechazo. También se percibe como una forma injusta de deslegitimación de la mayoría social por parte de unos recién llegados a la sociedad (puesto que generalmente son vistos como inmigrantes) y al activismo. El señalamiento de la blanquitud en los espacios militantes, además, cuestiona el acuerdo tácito de invisibilizar el poder para facilitar el trabajo político (Beeman, 2015). En el microcosmos activista, la entrada de los nuevos agentes antirracistas ha desplazado a los demás actores: quienes daban por hecho su antirracismo por su mera pertenencia a la izquierda se han visto cuestionados. Y quienes, además, tenían su pequeño capital acumulado en el discreto nicho militante del antirracismo han visto impugnada su autoridad y, por supuesto, han quedado deslegitimados como representantes.
Con estos mimbres, y ante la interpelación que se hace a la izquierda blanca, es frecuente que se desplieguen en los discursos y prácticas del activismo blanco argumentos que minimizan la importancia del racismo y/o justifican su no abordaje político. Recojo algunos de los razonamientos más frecuentes:
1. El racismo es un problema demasiado nuevo en el Estado español, porque se relaciona con un fenómeno –presuntamente– reciente como son las migraciones.
2. El racismo solo es estructural en sociedades de pasado esclavista o con una impronta colonial importante, como la estadounidense. Por tanto, el antirracismo y las demandas y categorías que se despliegan en torno al mismo (blanquitud, raza, racialización, colonialidad, apropiación cultural, etc.) no son más que una moda importada, que no refleja la realidad social española.
3. El racismo no se ha constituido en problema político porque las propias víctimas de racismo –asumiendo casi siempre que se trata de inmigrantes– han carecido de competencia política (“no están politizados”) y de capacidad para organizarse más allá de solucionar problemas de supervivencia inmediatos.
4. El racismo es una característica antropológica espontánea (“ellos también son racistas”) que se combate mediante pedagogía.
5. Es cierto que el activismo de izquierdas reproduce el racismo social (“somos racistas porque la sociedad es racista”), afirmación hecha de un modo tan genérico y cargado de inevitabilidad que equivale a una forma de antirracismo no performativo (Ahmed, 2004), es decir, estéril.
6. El racismo no es más que un problema de discriminación de clase o de aporofobia (“a los jeques de Marbella no se les discrimina”). O –en una versión más fina– el racismo es análogo a muchos otros dispositivos de poder o se subsume en ellos, por lo que es discutible la oportunidad política de abordarlo de forma específica; incluso puede ser inoportuno. Es muy recurrente esta evocación de la clase o las determinaciones economicistas, como si la raza, el género o el estatus legal no tuvieran nada que ver con las cuestiones materiales y el acceso diferencial a los recursos. Se trata de una evocación fundamentalmente simbólica, que remite a un significante clásico de la izquierda, pero es discutible que funcione como categoría analítica y operativa real. La idealización de un sujeto obrero al que le serían ajenas las demandas antirracistas y feministas parece indicar desconocimiento y desinterés hacia la clase trabajadora realmente existente, lo que puede resultar hasta cierto punto lógico teniendo en cuenta que el perfil social del activismo blanco suele estar también lejos de ella. Las elucubraciones teóricas sobre si el racismo es o no una cuestión de clase parecen más bien un subterfugio dialéctico para justificar la inacción y para restar legitimidad política a un antirracismo que rechaza ser tutelado, y en el que el activismo blanco no sabe qué papel desempeñar.
7. El racismo es un problema demasiado complejo y las personas blancas deben mantenerse al margen para no usurpar un lugar que no les corresponde. Se trata de un argumento claramente derivado de la aparición del antirracismo político y en ocasiones adquiere tintes de despecho, pues se considera que las y los antirracistas buscan una exclusividad no blanca en sus luchas, y por tanto la respuesta coherente es abandonarlas.
Entre las y los activistas no blancos, por el contrario, la discriminación tiende a percibirse de manera evidente, no solo en el espacio social global sino también, en distintos grados, en las organizaciones políticas y movimientos sociales. Además de constatar el relativo desinterés del activismo blanco por el antirracismo, la mayoría manifestaba haber experimentado dinámicas de inferiorización respecto de las personas blancas dentro de los espacios de militancia mixtos, así como dificultades para participar en el diseño de la actividad política y la toma de decisiones, tanto en el nivel formal como en los ámbitos de decisión informales (ocio y vínculos personales). Muchas y muchos veían en ello una persistencia de lógicas de jerarquización racista y/o de habitus vanguardistas y paternalistas (o fraternalistas, retomando el término de Césaire), derivadas del hecho de que, en las luchas antirracistas, las personas afectadas han sido tradicionalmente objeto de solidaridad y representación, pues se las suponía carentes de capital político.
Esta relegación era señalada incluso por personas homologadas al perfil mayoritario del activismo blanco, que suele exigir la posesión de un capital lingüístico-discursivo, ligado en gran medida al capital cultural y académico, así como cierto capital económico en forma de tiempo libre y distracción de las actividades productivas. La inferiorización es tanto mayor cuanto más se alejan las personas del modelo activista dominante, si bien esto también puede llevar a ser objeto de una mayor solidaridad, como parecía ser el caso, especialmente, de los manteros. La capacidad de socialización informal (y la posesión de los capitales que la facilitan) aparecía como un rasgo importante en la participación política, especialmente en los espacios que carecen de estructuras formales o estas son muy laxas. La experiencia del racismo no implica necesariamente la existencia de una perspectiva teórica elaborada acerca del mismo, pero sí, generalmente, la percepción de que es importante otorgarle una relevancia política de la que hasta ahora ha carecido.
Como apuntaba más arriba, la islamofobia plantea una dificultad especial. La facilidad con la que se naturaliza la estigmatización del islam y las personas musulmanas o percibidas como tales, presentándolas como amenaza al laicismo, la igualdad de género, la seguridad o la cultura y el modo de vida propios, no deja de ser una prueba de la versatilidad y eficacia de los dispositivos racistas, que como todos los mecanismos de dominación son tanto más efectivos cuanto más invisibles resultan. El antirracismo político y la literatura analítica reciente han explicado la génesis racista de la islamofobia. Lo que no obsta para que algunas corrientes de izquierda, centro-izquierda, progresistas o feministas en toda Europa, y también en el Estado español, participen de las lógicas de problematización del islam y de la presencia musulmana. De hecho, si hay un lugar donde se muestra particularmente vivo el repertorio ilustrado, orientalista, colonial y salvífico de una parte de la izquierda es en la cuestión de la islamofobia, sin que exista en este punto más distinción respecto a la ultraderecha que cierta pretensión fraternalista (en lugar de la hostilidad abierta) y un laicismo pretendidamente universal, aunque en la práctica tenga un objetivo bien definido.
En mi investigación, las y los activistas musulmanes manifestaban sufrir no tanto un ataque frontal a sus creencias como cierto sarcasmo y una invitación implícita a disimularlas. Hay que señalar que una parte de las y los activistas blancos sostenía la idea de que las creencias religiosas son irracionales y atrasadas; por tanto, poco compatibles con el activismo (en realidad, especialmente aquellas que no se resignifican como tradición cultural, es decir, las no católicas). En un plazo de tiempo muy breve se ha concretado en el Estado español una línea de discurso que legitima abiertamente la islamofobia desde la izquierda, y a la que aportan su marchamo, más que su profundidad intelectual, personas que se presentan a sí mismas como redimidas del islam. Se trata aquí también de una traslación de lo ocurrido en otros lugares de Europa–que también tiene en Žižek (2015) a uno de sus valedores– y uno de los puntos de contacto más importantes entre un sector de la izquierda y los posfascismos (Ramírez, 2014; Opratko, 2019; Gil-Benumeya, 2020).
Por otra parte, paradójicamente, el islam y en especial las mujeres musulmanas hiyabis, por su visibilidad, resultan particularmente rentables como elemento de representación simbólica para un sector de la izquierda, sin necesidad de que exista una línea de trabajo específica contra la islamofobia. Precisamente, un rasgo de la representación simbólica es que no pretende interpelar en realidad a los sectores sociales icónicamente representados, sino simbolizar el carácter antirracista, cosmopolita y abierto de los representantes de cara a su base social, electoral y militante blanca (Dancygier, 2017: 31-32).
A modo de conclusión y pregunta
Concluyo rápidamente abriendo alguna cuestión que me parece relevante como elemento de debate autorreflexivo. La irrupción del antirracismo político ha proporcionado a la cuestión racial una importancia de la que hasta ahora carecía en el Estado español. No porque no existieran las políticas de exclusión ni porque sus víctimas no se organizaran, sino porque el racismo no estaba reconocido como una problemática propiamente política, ni las personas autoorganizadas en este sentido eran consideradas actores propiamente políticos. Aparentemente, tampoco estas percibían que los movimientos sociales y las organizaciones de izquierda fueran especialmente útiles en sus necesidades, salvo de modo puntual (Ramírez, 2012).
Un factor de cambio, por tanto, parece haber sido que las demandas antirracistas se hayan planteado por primera vez en unos términos y por unos agentes a los que el microcosmos del activismo reconoce –no sin dificultad– como agentes políticos legítimos. Es decir, activistas homologados al perfil mayoritario del activismo blanco, capaces de sostener un discurso sobre el mundo social (y no solo de preocuparse de problemas materiales acuciantes) y de hacerlo con una competencia discursiva asimismo homologada. Esa presencia, además, ha sacudido en el ámbito activista las cegueras y ficciones que involucran la no percepción de las estructuras de desigualdad racial y, consiguientemente, la consideración de las demandas antirracistas como innecesarias o excesivas. Las ha sacudido, en algunos casos, para reforzarlas, pues un sector de la izquierda ha reaccionado replegándose en una negación o minimización del racismo incluso mayor de la que había cuando el racismo se abordaba solo desde una perspectiva moral.
Otro factor de cambio es que la cuestión racial ha adquirido más relevancia en el discurso público, y por tanto más valor para marcar posiciones y diferencias políticas, tanto respecto al enemigo (la ultraderecha) como al adversario (ciertas reconfiguraciones de la izquierda, que son reactivas al antirracismo). No obstante, esas posiciones que se expresan a través del racismo y el antirracismo pueden en realidad ser sintomáticas de otro tipo de líneas de fractura; no necesariamente es la cuestión racial lo que está sobre la mesa.
Ambas cuestiones remiten al funcionamiento endogámico y autorreferencial de la política en general (Bourdieu, 2000), y en este caso del activismo de izquierdas en particular, uno de cuyos objetivos es sin duda replicarse a sí mismo como espacio que proporciona sentido a sus miembros, pero en gran medida desconectado de las problemáticas que no afectan a su base militante o a su pequeña audiencia social. Por otra parte, se suscita asimismo la pregunta de si la definición operativa de lo político no está basada más en la capacidad de producir discurso y preservar ciertas dinámicas de reproducción de gestos (y a los actores políticos poseedores de los capitales requeridos para ello) que en generar resistencias y contrapoderes reales vinculados a las distintas y múltiples formas de subalternidad social. Estas, al contrario que el microcosmos activista, necesariamente han de vérselas con las demandas y contradicciones de lo cotidiano y encarar la diversidad y las distintas formas de desigualdad y poder en lugar de invisibilizarlas.
Daniel Gil-Benumeya es profesor de Estudios Árabes e Islámicos en la Universidad Complutense de Madrid y miembro del movimiento BDS.
Notas:
1/ Es interesante leer el debate entre Helios F. Garcés y Santiago Alba Rico a este respecto, que tuvo lugar mediante un intercambio de artículos publicados en El Salto y Cuarto Poder entre marzo y noviembre de 2017. Por cuestión de espacio no proporciono todas las referencias, pero se pueden rastrear fácilmente en Internet. Para un análisis de la teorización marxista de las cuestiones raciales, puede verse el texto de E. San Juan (2014).
2/ Se trata de una tesis doctoral dirigida por Ángeles Ramírez y Laura Mijares. Está disponible para su consulta en el repositorio de tesis de la UCM.
Referencias
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