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Nueva Roma

Fuentes: El Cohete a la Luna - Imagen: Thomas Cole, "Destruction", 1836.

Cómo saber si estamos asistiendo a la muerte de un imperio

En estos días, cada vez que recuerdo que hay elecciones al norte del continente, la duda que se adueña de mi cabeza no pasa por quién ganará —es decir, si Joe Biden logrará desbancar a Trump—, sino que remite a una preocupación más grande: ¿se termina el Imperio estadounidense? Creí que era el único delirante en dedicar tiempo a especular así, pero mientras surfeaba por la red descubrí no sólo un artículo de la revista Mother Jones que hablaba del tema, sino dos. Uno de ellos consultaba a Cullen Murphy, autor de un libro de 2007 cuyo título es: ¿Somos Roma? (Are We Rome?) El otro estaba escrito por Patrick Wyman, doctor en Historia, y tenía un título sugestivo: ¿Cómo saber si estás siendo testigo de la muerte de un imperio?

El parámetro al que acudimos para pensar estos fenómenos es el que fijó Edward Gibbon al publicar su Historia de la decadencia y caída del Imperio Romano. (El primer volumen salió en 1776, año de la Declaración de la Independencia de los Estados Unidos. Wyman dice que «los Padres Fundadores» [Founding Fathers] de su patria eran estudiosos y admiradores de la Antigüedad, y que los señores del sur admiraban a la aristocracia romana, al punto de emular su dependencia de la esclavitud. Insisto en la idea de Mark Twain: nadie piensa seriamente que la Historia se repite tal cual, miméticamente, pero no me digan que no tiende a buscar la rima.)

Edward Gibbon, el dueño del copyright de la caída.

El modelo Gibbon es tentador, porque lleva a pensar en un derrumbe estrepitoso: más que caída, porrazo. Cuando algo tan monumental se desploma, lo mínimo que uno espera es que haga un ruido bárbaro. Y algunas condiciones parecen dadas para ese espectáculo. Wyman admite que la versión más popular de la historia actual podría tener por protagonista a cierto «mujeriego serial, dos veces divorciado, artista de la mentira», de dudosa cabellera y aún más dudosos principios, a quien no costaría nada convertir en el villano y cargarle la cuenta de la debacle del imperio. Murphy llega al punto de comparar a Trump con el emperador Commodus. (Lo dejo en latín para no dar pie a confusiones. En nuestro país, cuando decís «el emperador Cómodo» pensás en Mauricio indefectiblemente.) Este Commodus es el mismo que Joaquín Phoenix interpretaba en Gladiador, sí. El hijo del admirado Marco Aurelio, a quien le decían «el rey filósofo». Pero el pibe le salió sin filo. Según Murphy, Commodus era un soberano «espantoso, decadente, descerebrado (brain-dead)«.

El emperador Commodus, disfrazado de Hércules. Nuestro emperador Cómodo se disfrazaba de Presidente, nomás.

Aun así, ambos expertos coinciden en que los imperios no se desbaratan a causa de una única razón, ya sea guerra perdida, crisis económica o peste. Es verdad que Roma había sufrido dos saqueos, a manos de los visigodos en el año 410 D.C. y de los vándalos en el 455 (ninguno de los cuales destruyó la ciudad, ni le impidió seguir funcionando); y que entre los años 476 y 480 dejó de haber un emperador que reclamase potestad sobre el territorio que Roma había llegado a dominar, «entre las arenas del Sahara y los páramos del norte de Britania». Pero no existió un momento puntual durante el cual se viniese abajo la estantería. «No fue un único colapso —dice Murphy—, sino más bien un deterioro lento, pesado, confuso». Tanto es así, sugiere, que si te topabas con alguien de la Galia, o de Hispania, o de África y le preguntabas: «Che, ¿escuchaste lo de la caída de Roma?», lo más probable era que no tuviese ni puta idea respecto de qué hablabas.

Sin embargo, en lo que también coinciden estos dos es en que existen semejanzas entre la decadencia de la Roma clásica y la de Estados Unidos. Menos dramáticas y coloridas que Trump y Commodus, pero a la vez más profundas — estructurales.

Empezando por el tema de la expansión militar por el mundo. Si se la compara con la realidad de las legiones romanas, la Casa Blanca cuenta con ventaja tecnológica. No necesita desparramar tanta gente, contando con drones y misiles. Pero estos chiches cuestan un huevo, al igual que los contratos con las compañías de mercenarios; el stress no llega entonces por falta de personal, sino por asfixia económica (¡dinero que se va por la canaleta de la «seguridad planetaria» y el armamento!), a consecuencia de lo cual el Estado pierde capacidad de solventar tareas esenciales al bienestar de su pueblo — mientras se malquista con el resto del mundo: el mal negocio proverbial.

Un embajador de la diplomacia tecnológica de los Estados Unidos.

«La clave del asunto —dice Wyman— pasa por las exenciones impositivas para los ultra-ricos, los cortes en los presupuestos de la salud pública, el suministro de agua contaminado por plomo… Los cimientos de esta situación han sido colocados mucho tiempo atrás, en el texto de leyes que nadie se molestó en leer, en elecciones locales a las que nadie les prestó atención, en discursos que nadie consideró dignos de comentario, en mil pequeños desastres que equivalen a mil pequeños tajos en el cuerpo político».

La tormenta perfecta: desperfectos que dejan de ser aislados para encadenarse y potenciar sus efectos, mientras todo empieza a funcionar mal, la entropía se impone y entonces sí llega el empujón, o empujones, que despeñan al imperio hacia el abismo simbólico: «La crisis política, la pandemia, la catástrofe climática, que en realidad no quiebran el sistema —dice Wyman— sino que muestran cuán quebrado estaba desde antes». El tipo o tipa que editó el texto de Wyman en Mother Jones tuvo el tino de responder lo que planteaba el título (¿Cómo saber si estás siendo testigo de la muerte de un imperio?) en la bajada misma: Fijate en las pequeñas cosas.

Eso explica la pregnancia de la sensación que sugiere que, pase lo que pase el martes, nada esencial cambiará.

«Lo que está roto —decía Margaret Mitchell en Lo que el viento se llevó— está roto».

Fuente: https://www.elcohetealaluna.com/nueva-roma-se-cura-o-se-mata/