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Obama, ¿cambio o continuidad?

Fuentes: Progreso Semanal

(Primero de cuatro) El pueblo norteamericano ha votado por Barack Obama para presidente y el Olimpo del establishment lo ha permitido, más por cálculo mezquino que por vocación democrática. En cierta medida, se ha cruzado el Rubicón. Se abre un nuevo tiempo para ese país y el resto del mundo, no mejor, sino probablemente menos […]

(Primero de cuatro)

El pueblo norteamericano ha votado por Barack Obama para presidente y el Olimpo del establishment lo ha permitido, más por cálculo mezquino que por vocación democrática. En cierta medida, se ha cruzado el Rubicón. Se abre un nuevo tiempo para ese país y el resto del mundo, no mejor, sino probablemente menos malo.

No había alternativa. Una eventual victoria de John Mc Cain hubiese significado la continuidad del Bushismo, esa locura suicida neoconservadora que ha costado, solo en Irak, más de un millón de muertos, ha dejado a los Estados Unidos sin aliados ni prestigio internacional, y ha promovido la mayor crisis financiera de los tiempos modernos. No en vano Joseph Stiglitz, Premio Nobel de Economía en el 2001, dijo que «la crisis de Wall Street es para el fundamentalismo de mercado lo que la caída del Muro de Berlín fue para el comunismo: le dice al mundo que este modo de organización económica resulta insostenible.»(1)

Hay que reconocer que a esa conclusión habían llegado, mucho antes de noviembre, los gurúes del sistema, esos personajes invisibles y certeros que desde las sombras manipulan los hilos de la política de su país y de buena parte de la política mundial; los que establecen los kilogramos que usted deberá rebajar si quiere ser un triunfador, el libro que no podrá dejar de leer y el film que no podrá dejar de ver en sus vacaciones. Habituados a las apuestas fuertes, a leer en el aire los augurios y atener siempre a mano un plan B, acaban de jugar, a la vez, las cartas de la continuidad y el cambio. Es eso lo que significa Barack Obama como nuevo presidente de los Estados Unidos: un repliegue previsto y ordenado para que no cunda el pánico en medio del naufragio.

En la Edad Media los exegetas del cristianismo solían afirmar que los caminos del Señor son infinitos. Algo parecido podrían decir hoy los estrategas políticos que diseñaron la jugada Obama, que como es de suponer, en un escenario como el de la política norteamericana, ni se improvisa, ni se deja a la casualidad. Con astucia se ha promovido como Mesías del sistema a un hombre joven y poco conocido, de origen humilde, negro y con un padre proveniente del Tercer Mundo. Se reedita así la historia de Cristo, el Salvador, predestinado a traer a los hombres la Buena Nueva de la redención, pero venido al mundo en la familia de un paria. Pero a diferencia de lo que nos cuenta el Nuevo Testamento, no esperemos aquí ningún milagro espectacular.

América Latina, continente inmerso en un proceso trascendental de cambios, constituye un reto para el nuevo presidente de los Estados Unidos. La lógica más elemental indica que quien ha hecho de la palabra «cambio» su slogan político de campaña debería mostrar especial sensibilidad y simpatía por pueblos que han echado a andar, precisamente, acuciados por la urgencia de los cambios. «Creo que los Estados Unidos siguen siendo la mejor esperanza para el resto del mundo, y que quien resulte electo deberá asumir ese rol y llevarlo adelante»–declaró el presidente electo, el 23 de abril del 2007 ( ). Pero en el imaginario colectivo y en la memoria histórica de los latinoamericanos, los gobiernos anteriores de ese país que sueña con ser un arquetipo a imitar, son los mismos que han intervenido repetidamente con sus fuerzas militares en la región, que han subvertido y derrocado gobiernos democráticos electos por sus pueblos, que han instaurado y protegido a dictaduras sangrientas causantes de miles de muertos y desparecidos, y que han obstaculizado el desarrollo de las naciones con un saqueo despiadado.

En su «Declaración sobre América Latina», leída ante el Senado el 8 de marzo del 2007, el entonces senador por Illinois reconoció que sucesivos gobiernos de su país habían descuidado las relaciones con sus vecinos hemisféricos y que esta sería una de las prioridades de su administración, en caso de llegar a la Casa Blanca. «Ayudar a la gente (de América Latina) a salir de la pobreza, forma parte de nuestros intereses y valores-afirmó-Cuando nuestros vecinos sufren, sufrimos todos… Nuestros compromisos deben expresarse con acciones, no con palabras… Tenemos que mantener nuestro apoyo a la democracia, la justicia social y las oportunidades para nuestros vecinos del sur. El hemisferio occidental es demasiado importante para nuestros principios e intereses económicos y de seguridad, como para amenazarlo con políticas negligentes y mal aplicadas…» ( )

Pero estas hermosas y esperanzadoras promesas del presidente recién electo, que para ser tomadas en serio, deberán, claro está, plasmarse en acciones concretas a partir del 20 de enero del 2009, contrastan con algunas de sus declaraciones hacia la Revolución cubana y la Revolución bolivariana de Venezuela. Llegados a este punto, amable retórica del cambio se traba y afloran de nuevo los viejos tiempos de las presiones, las advertencias y los regaños. En el primer caso, a la vez que ha reconocido la necesidad de levantar las restricciones existentes para que los cubano-americanos visiten la isla y envíen remesas sin límites a sus familiares, ha dicho también que aplicará una diplomacia «fuerte, inteligente y principista para llevar cambios reales a Cuba» ( ), abogando por el mantenimiento de un bloqueo… «que aporta ventajas a la hora de negociar» ( ), no importa si esta medida ha fracasado, ni si causa dolor y sufrimientos al pueblo de la isla, ni si ha sido rechazada, años tras años por la Asamblea General de la ONU, por su carácter ilegal e inmoral. Del caso venezolano ha dicho que Chávez… «no es el tipo de vecino que queremos» ( ), cuando en rigor, eso es algo que ha decidido en las urnas, repetidamente, el pueblo venezolano, que es a quien corresponde hacerlo.

Estos pequeños destellos en medio del suspiro de alivio global con que fueron acogidos los resultados electorales del pasado 4 de noviembre, arrojan dudas acerca de si realmente con la nueva administración retornará a la Casa Blanca, a profundidad y de verdad, la cordura perdida, y si la nación podrá retomar el camino del que se le ha apartado durante tanto tiempo.

La clave del problema radica en definir qué entiende Barack Obama por «cambios» y hasta dónde está dispuesto a llegar con ellos. También se precisa saber hasta dónde podrá y le será permitido acometerlos. Para responder a esas interrogantes, habrá que profundizar en las ideas estratégicas que se mueven en su entorno y en la filosofía que yace tras su fulgurante carrera política. Y eso no nos lleva, precisamente, a las plazas y calles repletas de fervorosos partidarios del «cambio», ni a los discursos inflamados con que este excelente orador ganó el corazón de sus conciudadanos y de buena parte del mundo, sino a ciertas oficinas y gabinetes, donde en silencio se ha puesto a punto, hace ya algún tiempo, el guión de esta extraña perestroika americana.

Cuando Barack Obama habla de «política inteligente», y Hillary Clinton, su flamante Secretaria de Estado, lo repite ante la audiencia del Comité de Relaciones Exteriores del Senado, como si de un conjuro se tratase, no estamos en presencia de un comodín retórico, sino de algo mucho más esencial, cuyo análisis podría arrojar cierta luz sobre la extensión y profundidad del «cambio» que Obama dice encarnar. Porque detrás de Obama está la «teoría del poder suave e inteligente» (Soft and Smart Power) promovida por un tanque pensante de Washington, el CSIS (Centro de estudios estratégicos e internacionales), como anteriormente, y detrás de Bush, estaban las concepciones neoconservadoras del Proyecto para un Nuevo Siglo Americano.

Lo que diferenció a Obama de Mc Cain, y le granjeó el apoyo del electorado estadounidense, fue que se presentó con un rostro bonachón y un discurso humano, que contrastaban fuertemente con el ceño permanentemente fruncido de su oponente, y sus apocalípticas preferencias por las guerras, los gastos militares, y las políticas fuertes.

«Si yo llego a ser el rostro visible de la política exterior y el poder de los Estados Unidos tomaré las decisiones estratégicas con prudencia, manejaré las crisis, emergencias y oportunidades en el mundo, de manera sobria e inteligente…»– prometía el entonces candidato presidencial Barack Obama( )

Obama encarna la potenciación astuta de esa esperanza universal, la de un mundo cansado de muerte, hambre, epidemias y tragedias. Eso no significa que cuestione el rol hegemónico, y por qué no decirlo, imperialista, con que su país se proyecta, sino que, en la mejor tradición del CSIS, apuesta por métodos blandos, diplomáticos, generadores de consenso y acatamiento voluntario, que le permitan al ahora agobiado sistema de dominación global, tomarse un respiro, eludiendo, en lo posible, las siempre costosas e impopulares guerras.

Obama encarna ahora las suaves maneras con que el sistema capitalista global contraataca, intentando salir de la crisis y recuperar tanto terreno perdido; esas estrategias delicadas, pero firmes, siempre preferibles a los ataques preventivos de los neoconservadores, con las que se pretende lograr lo mismo, sin tanto alboroto. Como ha sido siempre, en los viejos buenos tiempos.

Y no sé por qué, releyendo sus discursos, me ha dado por releerme también la novela «El Gatopardo», de Giusseppe Tomasso di Lampedusa, por aquello de que… «si queremos que todo siga como está, es necesario que todo cambie…»

A propósito: ¿alguien habló de cambios?

Elíades Acosta Matos, escritor y ensayista cubano. Ha publicado numerosos ensayos y libros entre estos últimos destacamos Apocalipsis según San George,De Valencia a Bagdag y en la Feria del Libro de La Habana 2009 será presentado su último libro titulado El imperialismo del siglo 21: las guerras culturales. Acosta fue jefe del Departamento de Cultura del Comité central del Partido Comunista de Cuba.

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[1] «La crisis de Wall Street es para el mercado lo que la caída del Muro de Berlín fue para el comunismo», entrevista de Nathan Gardels a Joseph Stiglitz, El País, 21 de septiembre del 2008.

[2] «Declaraciones del Senador Obama acerca de Latinoamérica», 8 de marzo de 2007 (www.obama.senate.gov)

3] «La policía de Obama para Cuba y Latinoamérica», Politico, 23 de mayo de 2008.

[4] Ídem

[5] «Obama: Chávez es una amenaza manejable». Agencia Reuters, 11 de junio de 2008.

[6] James Traub: «¿Es (Su) Biografía (Nuestro) Destino?». The New York Times Magazine, 4 de noviembre de 2007.